Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El sistema de señales de tu cuerpo

Nuestro complejo sistema nervioso, nuestra ventana al mundo y la base de nuestra personalidad, es resultado de al menos 600 millones de años de evolución que aún no comprendemos del todo.

Representaciones de los distintos
sistemas nerviosos del reino animal.
(Ilustración CC de Xjmos, vía
Wikimedia Commons) 
Una parte decididamente importante de nosotros está formada por células, las neuronas, que reaccionan ante estímulos del medio ambiente: la luz, la temperatura, el sonido, el movimiento, la textura de las cosas, el olor... y se comunican con otras células que llevan la información a los centros de interpretación y procesamiento de nuestra cabeza, y que a su vez toman decisiones o actúan. Cuando emprendemos una acción, otras neuronas llevan información a tejidos como los músculos, estimulándolos para que se contraigan o relajen.

Son las células de nuestro sistema nervioso, nuestro aparato para interactuar con el mundo exterior e incluso con nuestro mundo interior, con sistemas de alarma como los de dolor o irritación... o de placer como al degustar un alimento que nos satisface.

Podemos argumentar que nuestro encéfalo, el centro de procesamiento y toma de decisiones, es el mecanismo más complejo que conocemos en todo el universo.

No sabemos aún exactamente cómo funciona. Hemos determinado qué función tienen algunas regiones, hemos descubierto cómo se transmiten los impulsos nerviosos de una neurona a otra mediante las sustancias llamadas neurotransmisores, pero estamos muy lejos de comprender a cabalidad cómo funciona ese órgano que es, finalmente, el que nos hace ser nosotros mismos.

Pero más allá de su funcionamiento, nos ofrece otro misterio no menos intrigante: ¿cómo evolucionó?

Los humildes orígenes

Todo animal multicelular necesita una forma de percibir su entorno y que sus células actúen coordinadamente para funcionar, su sistema nervioso.

Sólo el animal más primitivo, la esponja, carece de sistema nervioso. Después de todo, su única actividad es filtrar el agua que pasa por ella, y cada célula captura sus nutrientes. Pero para tener actividad, hace falta tener neuronas.

Todas las células perciben su entorno y reaccionan a él, de distintas formas. Los seres unicelulares ciliados, por ejemplo, se mueven activamente hacia la luz o el alimento y se retiran si perciben sustancias venenosas. Pero los seres multicelulares requirieron especializar distintas células en tejidos dedicados a funciones concretas como el movimiento, la digestión o la transmisión de impulsos.

Incluso unas pocas neuronas o células nerviosas pueden bastar para sobrevivir, como ocurre con los diminutos gusanos redondos llamados Caenorhabditis elegans o, como prefieren abreviar los biólogos, C. elegans. Los hermafroditas de esta especie tienen, todos y cada uno de ellos, únicamente 302 neuronas, y con ellas se las arreglan para sobrevivir. Parecen pocas, hasta que descubrimos que cada uno tiene únicamente 959 células (que aumentan a 1031 cuando se convierten en machos).

La uniformidad en el funcionamiento de las células nerviosas en todos los animales parece un indicio de que estas peculiares células todas provienen del mismo antecesor común. Uno de los mejores candidatos para serlo parece ser un organismo similar a los gusanos llamado Urbilateria, que vivió hace unos 600 millones de años.

El sistema nervioso más sencillo es la “red nerviosa” de animales como las medusas o las anémonas (los cnidarios). Sus neuronas nerviosas forman un sistema difuso donde la estimulación de cualquiera de ellas se transmite a todas las demás, que además se comunican en ambos sentidos. Es de suponerse que así fueron los primeros animales que tuvieron sistemas nerviosos.

A lo largo de la evolución, la comunicación entre las neuronas se “polarizó”, es decir, empezó a ocurrir sólo en un sentido: los impulsos visuales van por sus neuronas sólo de los ojos a la corteza visual, no de vuelta; hay otras neuronas encargadas de enviar impulsos para mover el ojo o contraer la pupila, pero ésas no reciben información a su vez.

Una característica singular del proceso evolutivo de nuestro sistema nervioso es que nos cuenta cómo llegamos a tener cabeza.

En la ciencia ficción o la fantasía es fácil pensar en un ser que tenga los ojos en el pecho o el sentido del olfato en los codos... o incluso el cerebro junto al hígado, por decir, algo. Pero los animales tienden a tener sus sentidos agrupados en la cabeza. Ésta es una tendencia evolutiva que los biólogos llaman “cefalización”, es decir, la concentración órganos sensoriales (como los ojos, la nariz y el oído) y el órgano nervioso más importante en la cabeza. Se especula que, dado que los animales se mueven hacia adelante, es ventajoso que los órganos sensoriales estén a la vanguardia, para evaluar su medio ambiente.

Conforme las redes nerviosas se fueron organizando y especializando, se alinearon en cordones organizados. Los animales que tienen simetría bilateral (es decir, que su lado izquierdo es imagen reflejada de su lado derecho) centralizaron estos cordones formando lo que se llama, precisamente, sistema nervioso central. En el caso de los vertebrados, alrededor del cordón dorsal se desarrolló una protección en forma de columna vertebral.

El camino evolutivo del sistema nervioso humano pasa por los pequeños primeros mamíferos que convivieron escurriéndose entre las patas de los dinosaurios hace unos 225 millones de años, dotados de pequeños cerebros como el de la musaraña, que pesa menos de dos décimas de gramo. A lo largo de este tiempo, la corteza cerebral fue ampliándose, creciendo junto con nuestro cráneo hasta asumir su forma actual, la más desarrollada de los primates, hace alrededor de 100.000 años. Somos, entonces, una especie joven con un encéfalo de aproximadamente kilo y medio, gris y de aspecto arrugado debido a los pliegues de la corteza que, se cree, permiten aumentar su superficie y las conexiones entre sus neuronas.

Finalmente, siempre conviene tener presente que, aunque identificamos al encéfalo con nuestra personalidad, voluntad y percepción, nuestro sistema nervioso está también a cargo de todo lo que hace nuestro cuerpo sin que nosotros lo asumamos conscientemente: el ritmo cardiaco, la respiración, el tono muscular, los movimientos de nuestros órganos digestivos, la secreción de hormonas, el hambre, el impulso sexual, y todo, todo lo que somos.

Nuestro encéfalo

El centro nervioso humano está formado por algo menos de cien mil millones de células nerviosas unidas por medio de, se calcula, al menos un billón de conexiones que nos permiten desde comer con cubiertos hasta resolver ecuaciones de la mecánica cuántica, disparar un balón con efecto al ángulo de la portería contraria o escribir un poema, abrazar a nuestros seres queridos y construir aviones cada vez más seguros. Y es la única estructura conocida que se ocupa en tratar de entenderse a sí misma.