Pocas cosas parecen tan sólidas como el suelo que pisamos. El habla popular consagra la roca como esencia de la dureza y la perdurabilidad, de lo que confiablemente no cambiará. "Sólido como una roca" es un lugar común recurrente.
Pero las rocas, el suelo que pisamos y el planeta todo sí cambian, de modo incesante, a veces con cambios graduales y suaves como la erosión del río que forja un cañón o el lento movimiento de los continentes que pliega la corteza terrestre para crear cordilleras como el Himalaya o los Pirineos, a veces de modo brutal y catastrófico como en las erupciones volcánicas o los choques de asteroides. Y todo ello es el dominio de la geología, que desafortunadamente algunos siguen identificando únicamente con interminables variedades de minerales de nombres largos y aburridos (al menos hasta que se sabe para qué sirve cada uno).
Definida como la ciencia y estudio de la materia sólida de un cuerpo celestial, lo que incluye su composición, estructura, propiedades físicas, historia y procesos que le dan forma, la geología es una disciplina de enorme amplitud que echa mano abundantemente, a su vez, de la física y la química. Así, la geología es esencial para minería, es ciencia auxiliar de la paleontología y la paleoantropología, es fundamental en los programas espaciales, se propone algún día poder predecir las erupciones volcánicas y los terremotos para salvar vidas y bienes, es fundamental para la industria de la construcción y ayuda a explicar el origen del universo, del planeta y de la vida.
No fue sino hasta el siglo XVII cuando se empezaron a sistematizar las observaciones acerca de la estructura y composición de nuestro planeta. Nicolaus Steno (o Niels Stensen), estudioso danés, sentó por entonces las bases de la geología científica, interés que nació cuando identificó como dientes de tiburón fosilizados a ciertas rocas, llamadas por entonces "piedras de lengua", a las que se atribuían orígenes fabulosos. Plinio el Viejo, por ejemplo, había afirmado que caían del cielo o de la Luna. Pero estas piedras, una vez explicadas, llevaron a Steno a enfrentar un verdadero misterio. Estos dientes se encontraban a veces dentro de otras piedras, así como había muchos objetos sólidos que se encontraban igualmente dentro de otros sólidos. Este fenómeno atrajo el interés de Steno no sólo hacia los fósiles, sino hacia distintos tipos de minerales, incrustaciones, cristales, vetas y esas aparentes placas o capas de roca que hoy conocemos como estratos. Para que haya un sólido dentro de otro, razonó, el sólido externo debe haber sido fluido en el pasado y solidificarse después. Sencillo, elegante... y a nadie se le había ocurrido.
Resultado de los estudios de Nicolaus Steno fueron los principios esenciales para entender nuestro planeta, principalmente la idea de que los estratos de la superficie terrestre se crean uno sobre otro, y que ninguno se podía crear debajo de otro ya existente, algo que hoy puede parecer obvio, pero que no lo era en 1669. Sobre esas bases, George Cuvier y Alexandre Brongniart formularon el principio de la sucesión estratigráfica de las capas de la Tierra. Descubrimos así que los estratos que podemos observar son el registro de la historia del planeta, y al conocer su antigüedad por diversos métodos físicos y químicos, conocíamos la de los objetos, como fósiles o restos de meteoritos, que se encuentran incrustados en ellos.
Durante el siglo XIX, la geología debatió intensamente un punto esencial: la edad de nuestro planeta. Los datos que se podían extraer de la Biblia sugerían que la Tierra (y el universo todo) tendrían unos 6 mil años de antigüedad, pero ya en 1779 el Conde de Buffon observó que la evidencia parecía indicar una antigüedad mucho mayor, idea apoyada seis años después por James Hutton. Pero no fue sino hasta el siglo XX cuando se contó con datos suficientes acerca de nuestro planeta para poder calcular su edad, con una certeza razonable, en unos 4.600 millones de años, aproximadamente la tercera parte de la edad del universo. La geología demostró además que los continentes no están fijos en la superficie terrestre, sino que se han movido en una deriva continental a lo largo de miles de millones de años. Esta sorprendente idea propuesta por Alfred Wegener en 1912 no fue demostrada de manera definitiva sino hasta la década de 1960, y dio pie a la tectónica de placas, según la cual la corteza superior de nuestro planeta, la litosfera, está dividida en 7 placas o fragmentos mayores y varios menores, que se mueven lentamente sobre un manto llamado astenosfera.
El área más novedosa de la geología es la astrogeología o geología de cuerpos celestes distintos de la tierra, disciplina fundada en 1961 por el geólogo y astrónomo Eugene M. Shoemaker (descubridor también del cometa Shoemaker-Levy 9, que chocó con Júpiter en 1994). En ella, lo que sabemos sobre los materiales que componen la tierra, sus procesos y reacciones, se aplica a lo que podemos observar de otros cuerpos celestes para determinar su composición y posible historia. La aplicación del conocimiento geológico a la superficie de Marte, por ejemplo, es esencial para determinar las posibilidades de que este planeta haya albergado vida en un pasado lejano.
La astrogeología demuestra que lo que ha ocurrido en nuestro planeta es consistente con lo que vamos descubriendo del resto del universo a nuestro alrededor mediante observaciones telescópicas y sondas como las enviadas a Marte, los Voyager o el Deep Impact que impactó con el cometa Tempel 1 en julio de 2006. Y el día en que una misión humana finalmente llegue a Marte, seguramente incluirá entre sus integrantes a un geólogo dispuesto a comprender cómo es el planeta rojo y qué fuerzas lo hicieron así.
Lo mucho que faltaEl hombre ha viajado al fondo del mar y ha enviado sondas espaciales que ya han abandonado el sistema solar. Pero por cuanto a nuestro planeta, apenas hemos podido penetrar algunos kilómetros en su capa más superficial. La mina más profunda de la Tierra, la "Western Deep Levels", en Sudáfrica, tiene unos 4 kilómetros de profundidad, un rasguño minúsculo en el radio total de nuestro planeta, de unos 6370 kilómetros, y minúsculo incluso para los 100 Km. de espesor que tienen las placas tectónicas de la litosfera. El conocimiento de lo que ocurre dentro de nuestro planeta se ha obtenido mediante observaciones indirectas, mediciones y cálculos, pero una sonda hacia las capas más profundas del planeta, resolvería numerosas cuestiones pendientes y, seguramente, abriría muchas nuevas interrogantes. |