Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El auto eléctrico: realidad y sueño

Auto eléctrico cargando su batería en 1919
(DP via Wikimedia Commons)
Los autos eléctricos siempre han existido junto a los de gasolina. El reto es conseguir que sean tan eficientes, atractivos y convenientes que sus contaminantes alternativas.

Los automóviles eléctricos son defendidos como una solución, así fuera parcial, a los problemas que implica la contaminación ambiental producto de la combustión de derivados del petróleo, sobre todo en zonas urbanas, así como ayudar a evitar el agotamiento de los combustibles fósiles y aliviar los problemas poíticos que rodean al tópico oro negro.

Incluso, hay quienes creen, con cierta paranoia, que los fabricantes de autos y las petroleras actúan de modo directo para obstaculizar el desarrollo de estos vehículos. Afirmaciones que suelen tener mucha difusión y ninguna prueba, menos ahora que la industria automovilística está apostando por vez primera cantidades serias al desarrollo del auto eléctrico ideal.

Los autos eléctricos han estado entre nosotros desde los inicios mismos del automovilismo. El motor eléctrico fue concebido en 1827 por el ingeniero, físico y monje benedictino Ányos Jedlik, que lo llamaba “autorrotor electromagnético”. Presentó su invento públicamente en 1828, y en ese mismo año presentó un modelo de auto que usaba su motor eléctrico. Lo siguieron de cerca en 1834 el herrero estadounidense Thomas Davenport, que creó un motor de corriente continua, y en 1837 el inventor escocés Robert Davidson que construyó la primera locomotora eléctrica.

Esta historia fue paralela a la del motor de combustión interna, que se desarrolló entre fines del siglo XVIII y 1823, cuando Samuel Brown patentó el primer motor de combustión interna utilizado industrialmente. Los primeros automóviles prácticos con motores de combustión interna se desarrollaron en Alemania gracias a los trabajos de varios ingenieros que permitieron a Karl Benz crear el primer automóvil en 1885 y empezar a venderlo comercialmente en 1888.

Uno de los problemas del auto eléctrico fue, y sigue siendo, que no puede estar conectado a la red de alimentación eléctrica, de modo que necesita un almacenamiento confiable y económicamente viable de la cantidad suficiente de energía eléctrica para sus necesidades. Los trenes, el metro y los casi olvidados tranvías han sido prácticos por estar conectados a la red eléctrica. Un automóvil, con las características de independencia, movilidad y libertad que le asignamos, necesita en cambio llevar consigo su electricidad.

Los primeros autos eléctricos viables aparecieron a partir de que Gastón Planté inventó, en 1885,  la batería de plomo-ácido, una batería recargable de gran eficiencia y capacidad de suministrar grandes picos de corriente en un momento. Esta batería es esencialmente la que utilizan todavía la mayoría de los automóviles de gasolina y muchos de los diseños de autos eléctricos que almacenan su energía en conjuntos dde baterías de plomo-ácido.

El invento de Planté promovió la aparición de muy diversos automóviles eléctricos, especialmente en Francia y el Reino Unido. Estados Unidos, por su parte, donde en 1859 nació la moderna industria petrolera, no mostró interés por los autos eléctricos sino hasta 1895, y dos años después Nueva York contaba con una foltilla completa de taxis eléctricos, el sueño de cualquier ambientalista del siglo XXI.

Para darnos una idea, al comenzar el siglo XX el 40% de los autos de Estados Unidos eran de vapor, el 38% eléctricos y sólo el 22% de gasolina.

Pero la abundancia del petróleo, la sencillez del motor de combustión y la posibilidad de alcanzar grandes velocidades en autos de gasolina sobre las redes de carreteras y autopistas que de pronto surgieron por todo el mundo, así como la producción en masa de Henry Ford que ofreció autos razonablemente baratos a sus compatriotas, dejaron atrás a los lentos, silenciosos, mansos y nobles autos eléctricos, que salieron de escena.

Pero desde 1990 se reanimó el interés por los autos eléctricos. La tecnología estaba allí. Lo que hacía falta eran mejores baterías, sistemas que permitieran alcanzar velocidades aceptables en los autos eléctricos, posibilidad de recargar más rápidamente las baterías en un mercado acostumbrado a llenar el tanque de combustible en unos minutos y, sobre todo, conjuntar todo esto en un vehículo con precios similares a los de los autos de gasolina. En ese esfuerzo participaron, y participan, desde los fabricantes de autos tradicionales con marcas mundialmente conocidas, hasta pequeñas empresas visionarias.

Una de las soluciones más equilibradas al auto eléctrico fue la de la empresa japonesa Honda: un vehículo híbrido que pueda usar electricidad o gasolina según sea necesario. Honda lanzó el primer híbrido hace apenas 10 años, en 1999.

Sin embargo, debemos tener presente que nuestra tecnología emplea la electricidad como una forma de energia intermedia, no obtenida directamente de la naturaleza. El movimiento de los ríos controlado en las presas hidroeléctricas, las turbinas accionadas por el vapor de agua calentada mediante la fusión controlada en un reactor nuclear, o directamente al quemar petróleo o  carbón, generan la electricidad que después se reconvierte en fuerza motriz para el auto.

Si para generar la electricidad tenemos que quemar carbón o petróleo, dicha energía no es realmente limpia, sólo lo parece porque la contaminación generada por su producción queda lejos del lugar donde se utiliza la electricidad, y en tal caso se plantea como fundamental el problema de la fuente de donde se obtiene la electricidad.

Los autos eléctricos que hoy son candidatos a poder competir realmente con los de gasolina utilizan formas novedosas de almacenamiento de energía, como los sistemas de recuperación de la energía cinética del frenado que en la Fórmula 1 ya se utilizan con el nombre de KERS, las células de energía que utilizan el hidrógeno para generar electricidad y la siempre elusiva presa que es la energía solar.

Mientras tanto, con sus baterías recargables de níquel e hidruro metálico (NiMH), sus opciones híbridas y el apoyo de distintos gobiernos para tener centros de reabastecimiento eléctrico en los mismos puntos de expendio de gasolina, las empresas siguen compitiendo por llegar a tener el auto eléctrico que los consumidores preferirán de modo entusiasta por encima de los de combustión interna. El premio, desde el punto de vista empresarial, podría ser inmenso.

Y además sería un paso hacia adelante en la lucha contra los contaminantes que son, sin duda alguna, amenazas para nuestra salud.

El auto eléctrico en la Luna

El vagabundo o explorador, el automóvil similar a un sand buggy que utilizaron en la Luna los astronautas de la misión Apolo 15, era eléctrico, en un ambiente sin el oxígeno necesario para la combustión de la gasolina, alimentado por baterías no recargables.

Los insectos nos cuentan historias

Cynomya mortuorum, uno de los insectos que
emplea la entomología forense para determinar
el momento de la muerte.
(foto CC James K. Lindsey via Wikimedia Commons)
Los procesos que se desarrollan a partir del momento de la muerte son elemento fundamental para que los científicos forenses puedan decir cuándo y dónde murió alguien, e incluso quién fue el culpable.

La naturaleza muestra poca piedad por los sentimientos de quienes sobreviven a la muerte de un ser vivo. No deja tiempo para el duelo: en el instante mismo en que se apaga la vida, y con ella los sistemas de defensa y protección del organismo, entran en acción multitud de mecanismos diseñados para que la materia orgánica se recicle en el mundo de los vivos.

Así, a los pocos momentos de la muerte, una serie de bacterias que vivían pacíficamente en el organismo, comienzan a devorarlo. La descomposición produce sustancias aromáticas que informan que allí hay proteína disponible, y a ellas responden carroñeros y comensales varios, especialmente insectos.

Para el ser humano, la muerte es otra cosa. La tememos, y mucho. Hemos creado complejos edificios culturales, ritos y sistemas de creencias para enfrentar el temor – y la furia – que nos provoca el hecho de la muerte, perder a los seres queridos, quedarnos solos el saber, como no lo sabe ningún otro ser vivo en este planeta, que ése es precisamente el destino que nos espera.

Quizás por ello, la investigación de los procesos de la muerte quedó postergada hasta tiempos muy recientes, cuando las necesidades de la investigación policiaca de diversos delitos y de la identificación de cuerpos impulsaron los avances de ciencias como la patología, la antropología y la entomología forenses.

La excepción fue el trabajo singular del estudioso chino Sun Tz’u, para muchos uno de los primeros detectives de la humanidad. En el libro El lavado de los males que escribió en 1235, este “investigador de muertes” relata un asesinato ocurrido en una pequeña aldea, en el cual la víctima sufrió numerosas cuchilladas. El juez pensó que las heridas podían haber sido infligidas con una hoz. Como los interrogatorios no sirvieron para identificar al asesino, el juez utilizó el ingenioso procedimiento de ordenar que todos los hombres de la aldea se reunieran en la plaza, un cálido día de verano, cada uno con su hoz. Pronto empezaron a arremolinarse moscas azules alrededor de una hoz en concreto, la que tenía restos de sangre y pequeños trozos invisibles de tejido en la hoja y el mango. El dueño de la hoz confesó el asesinato.

En el libro de Sun Tz’u se narran además observaciones sobre la actividad de las moscas en las heridas y los orificios naturales del cuerpo, una explicación de la relación entre las larvas y las moscas adultas y el tiempo que tardan en invadir un cuerpo muerto. En occidente, por ejemplo, no fue sino hasta 1668 cuando Francesco Redi demostró que las larvas y las moscas son el mismo organismo, dándole un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea.

Pero fue en el siglo XX cuando todos los estudios de la entomología, con frecuencia minuciosos y poco apasionantes, se conjuntaron con la investigación criminal para crear lo que hoy conocemos como entomología forense en su aspecto más conocido: el médico legal. La entomología forense utiliza el conocimiento sobre los insectos y otros artrópodos, y sus subproductos, como evidencia en investigaciones criminales.

El aspecto más conocido es la ayuda que ofrece la entomología forense en la determinación de la hora de la muerte y del lugar donde ésta ocurrió. Lee Goff nos relata el primer caso de uso de la entomología forense en occidente se remonta a 1855, cuando durante una serie de trabajos de restauración en una casa parisina se encontró en una chimenea el cuerpecito momificado de un bebé. Los sospechosos de inmediato fueron una joven pareja que por entonces habitaba la casa. El médico forense que hizo la autopsia determinó que el bebé había muerto en 1848, obervando que una mosca de la carne, la Sarcophaga carnaria se había alimentado del cuerpo durante el primer año, y los ácaros habían puesto huevos en el cadáver seco al año siguiente. Estas pruebas revelaban que la muerte había ocurrido bastante antes de 1855, con lo cual se identificó como responsables a los anteriores habitantes de la casa.

Estudiando las larvas, huevos, restos de pupa o insectos con desarrollo incompleto en un cuerpo, el entomólogo puede leer la sucesión de una serie de hechos que han acontecido de modo previsible en el cadáver. Al momento de la muerte, un organismo atrae a una serie de insectos que lo modifican y alteran, donde depositan sus huevos y sus desperdicios; esas modificaciones atraen a otro grupo de insectos totalmente distinto, y así se va desarrollando una sucesión de habitantes, cada uno de ellos indicando una etapa posterior a la muerte.

Los insectos son la forma de vida con mayor variedad del planeta. Conocemos alrededor de 900.000 especies distintas, pero los expertos nos dicen que esto es sólo una pequeña fracción del número real de especies. Debido a esta variedad, cada tipo de animal en cada lugar del mundo atrae a una sucesión única de insectos. Un cadáver en el campo con infestación de insectos sólo presentes en las ciudades le dice al entomólogo que su muerte ocurrió en la ciudad, y que su traslado al campo es, probablemente, un intento por despistar a la policía.

El desarrollo de la entomología forense, sin embargo, no es siempre tan glamuroso como quisieran presentárnoslo los creadores de series de televisión. El entomólogo y acarólogo forense Lee Goff, por ejemplo, ha realizado una serie de poco atractivos experimentos colocando cuerpos de cerdos en distintos puntos de Hawai, donde trabaja, para determinar qué sucesión de qué especies de insectos hay en cada distinto punto de las islas, y los tiempos que tardan en darse las infestaciones (las moscas, por ejemplo, siempre llegan mucho más rápido que los escarabajos). Los entomólogos forenses también trabajan en la famosa “granja de cadáveres” que fundó el antropólogo forense Bill Bass en Tennessee para estudiar los procesos de la descomposición del cuerpo humano.

Sin estos conocimientos como marco de referencia, obtenidos con duro trabajo científico con frecuencia poco agradecido y lejos de los reflectores, los entomólogos forenses del espectáculo no podrían hacer ninguna de sus asombrosas actuaciones.

Más allá de la descomposición

La entomología forense no sólo se ocupa de los insectos que atacan un cuerpo muerto, tiene otros muchos usos en la investigación. En ese sentido, se recuerda a un grupo de policías atónitos ante una serie de manchas de sangre de aspecto totalmente desusado en la escena de un asesinato, hasta que un entomólogo explicó que esos rasgos eran rastros de las muchas cucarachas que infestaban el sitio y que habían pasado por encima de las manchas nomrlaes de sangre, alterándolas.

Mendel, el monje que entendió la herencia

Monumento a Gregor Mendel
en la ciudad de Brno
(Wikimedia Commons)
Entre 1865 y 1866 ocurrió un hecho fundamental para la historia de la ciencia, un descubrimiento que afectó de modo profundo e irreversible la forma en que entendemos la vida, y cómo nos vemos a nosotros mismos en relación con el resto del reino animal.

Y sin embargo, pasaron casi cuatro décadas para que el mundo celebrara este logro singular y revolucionario que se había logrado en lo que aún era el Imperio Austrohúngaro, en la ciudad de Brno o Brünn. Allí, el fraille agustino Gregor Mendel realizó una serie de experimentos sobre la herencia de ciertas características en los guisantes comunes (Pisum sativum). En 1865, presentó los resultados de sus experimentos ante la Sociedad de Historia Natural de Brünn y un año después los publicó en los anales de la proopia sociedad bajo el poco sugerente nombre de Experimentos sobre híbridos de plantas.

Era el primer trabajo experimental que demostraba que la herencia no era cuestión de azar, de o de magia y misterio, sino que respondía a leyes claras, como se había ido descubriendo que pasaba con el resto de la realidad en el proceso de la revolución científica.

Gregor Mendel no trabajaba a partir de cero. Conocía los trabajos de hibridación que granjeros, agricultores y ganaderos hacían a ciegas y de modo empírico, con experiencias de ensayo y error, pues precisamente no conocían cómo se daba la herencia.

La inquietud científica y los conocimientos de Mendel respecto de la tierra tienen su origen en la infancia de Mendel. Sus padres eran granjeros que trabajaban las tierras de la Condesa María Truchsess-Ziel, y su padre conocía los secretos de los injertos de distintos tipos de árboles, y se los enseñó al joven Mendel. La brillantez del joven hizo que sus padres se esforzaran por educarlo, hasta llevarlo a una carrera eclesiástica donde podía estudiar sin ser una carga para sus padres y para él mismo.

Mendel expresó su amor a la naturaleza interesándose en diversas disciplinas que lo llevaron a un puesto como profesor de ciencias naturales para chicos de educación secundaria. Lo apasionaban por igual la meteorología, la biología y, en particular, la evolución de la vida, en momentos en que el debate sobre la evolución estaba en un momento de gran agitación. Mendel realizó un experimento para determinar si era válida la teoría de Lamarck que sostenían que los esfuerzos realizados por un ser vivo a lo largo de su vida producían, de alguna manera, caracteres que podían heredar sus descendientes.

Al ver que el medio ambiente y los esfuerzos de un ser vivo no cambiaban a su descendencia, Mendel empezó a germinar la idea de la herencia. Realizó una serie de cruces de guisantes, por un lado, y de ratones, por otro, simplemente por curiosidad, pero los resultados fueron singulares y le indicaron el camino a seguir. Al parecer, los rasgos se heredaban en determinadas proporciones numéricas. Sus observaciones le llevaron a postular la idea de que algunos rasgos son dominantes mientras que otros son, en cambio, recesivos. Igualmente, se planteó que los genes estaban aislados unos de otros. Todos estos hechos lo llevaron a emprender un singular experimento científico.

Durante siete largos años, Mendel hizo estudios de cruces de la planta del guisante común, determinando que algunas características heredadas no eran una mezcla o resultado a medio camino entre las características de los padres, como lo proponían por entonces la mayoría de los científicos, sino que se presentaban de una u otra forma. Por ejemplo, las flores de la planta del guisante pueden ser moradas o blancas, pero al hacer una polinización cruzada entre plantas de flores de ambos colores, no se obtiene una flor color morado claro. Todas las plantas resultantes tendrán flores blancas o moradas.

Para sus experimentos, Mendel identificó primero siete características de los guisantes que fueran fácilmente observables y que sólo se presentaran en una de dos formas posibles: el color de la flor, la posición de la flor en la planta (en el eje del tallo o en su extremo), el tallo (largo o corto), la forma de la semilla (lisa o rugosa), el color del guisante (verde o amarillo), la forma de la vaina (inflada o constreñida) y el color de la vaina (amarillo o verde).

A lo largo de sus experimentos, Mendel pudo determinar cuáles de esas características eran dominantes (es decir, que se presentaban aunque sólo las tuviera uno de los padres) y cuáles eran recesivas (es decir, que sólo se presentaban si las tuvieran ambos padres), lo cual dio como resultado una proporción aritmética clara de cuántos de los descendientes, en promedio, exhibirían uno u otro de estos rasgos heredados.

Su larga y minuciosa experiencia lo llevó a tres conclusiones. Primero, que la herencia de estos rasgos está determinada por “unidades” o “factores” que se transmiten sin cambios de padres a hijos, lo que hoy llamamos “genes”. Segundo, que cada individuo hereda una de tales unidades de cada uno de los padres. Y, tercero, que un rasgo puede no hacerse presente en un individuo pero aún así puede transmitirse a la siguiente generación.

Esto le permitió enunciar dos principios o leyes de la herencia, los primeros intentos exitosos de describir el misterio de la transmisión de características de los padres a sus descendientes.

En primer lugar, estableció la “ley de la uniformidad”, según la cual al cruzarse dos variedades puras respecto de un determinado rasgo, los descendientes de la primera generación serán todos iguales en ese rasgo. La segunda, “de segregación de las características”, dice que de un par de características sólo una de ellas puede estar representada por un gene en un gameto (espermatozoide u óvulo). La segunda ley es la de la segregación, que dice que los dos genes que contiene cada célula no reproductora se segregan o separan al formar un espermatozoide o un óvulo. Finalmente, enunció que diferentes rasgos son heredados independientemente unos de otros, sin que haya relación entre ellos.

Dos años después de publicar sus resultados, Mendel fue ascendido a la categoría de abad en 1868, con responsabilidades tales que dejó de realizar trabajos científicos.

Mendel murió el 6 de enero de 1884 en la misma ciudad en la que había nacido, en el modesto silencio de un abad trabajador, y no como uno de los grandes científicos de la historia.



El jardinero complejo


Además de su actividad científica, Mendel fue en distintos momentos de su vida titular de la prelatura de la Imperial y Real Orden Austriaca del emperador Francisco José I, director emérito del Banco Hipotecario de Moravia, fundador de la Asociación Meteorológica Austriaca, miembro de la Real e Imperial Sociedad Morava y Silesia para la Mejora de la Agricultura, Ciencias Naturales y Conocimientos del País, y jardinero.


Perros agresivos: mitos y hechos

¿Por qué ataca un perro a una persona? Como en los ataques de cualquier mamífero superior, la respuesta no parece ser tan sencilla como nos gustaría.

Hellen Keller y su pitbull
(Fotografía D.P. vía Wikimedia Commons)
Un experto adiestrador de perros me decía recientemente que los perros pequeños tienden a ser muy agresivos, no debido a su raza, sino porque su tamaño transmite la idea de que son inofensivos y frágiles, y en consecuencia sus propietarios le ponen menos limitaciones a su comportamiento en casa, con pocas reglas demasiado flexibles. Y, acaso conscientes de su inferioridad física, estos animales parecen esforzarse mucho por destacar actuando de modo ostentoso.

La imagen de un perro de talla diminuta ladrándole altanero a otro perro de talla sensiblemente más grande es algo común en nuestras calles, y da fe de lo que comentaba el adiestrador.

Pero, señalaba también este especialista que compite internacionalmente en pruebas de obediencia con sus perros, la gente no suele denunciar el bocado de un caniche, un westy, un chihuahua o un Yorkshire terrier, y esos ataques no entran en las estadísticas. Un ataque proporcionalmente igual de un perro grande y de aspecto feroz no sólo es denunciado, sino que lo retoman los medios de comunicación, y se llega a convertir en arma política y motivo de alarma social.

Y es que, piensa uno, si hay “razas peligrosas”, ¿no es lógico restringir a esas razas y evitarnos molestias o, incluso, tragedias?

Ciertamente sí, si hubiera pruebas de que la “raza” o la herencia genética es la causa del comportamiento agresivo. Pero los datos estadísticos no son sólidos. Hay un total de alrededor de cuatro milloes de perros en España, y los ataques reportados no pasan de 500 al año. Los ataques de perros son fenómenos realmente infrecuentes, y no hay estadísticas fiables que nos digan en cuántos casos el perro actuó por dominancia, o en defensa de su integridad o de su territorio, o por haber sido entrenado para atacar, todo ello independientemente de su raza.

El pitbull se identifica frecuentemente con la agresividad. Se trata de una mezcla entre terriers pequeños y ágiles utilizados como ratoneros y para controlar poblaciones de conejos, con el bulldog inglés. Su fuerza, valor y sobre todo su disponibilidad en los Estados Unidos, hizo que se utilizaran para peleas de perros. Pero no porque tuvieran una agresividad especialmente acusada. Este tipo de perros, entrenados para pelear, enseñados a morder, desgarrar y atacar, son peligrosos no no por su genética, sino por el entrenamiento al que se han visto sujetos. Además, dado que los medios como el cine y la televisión han recogido y fortalecido el estereotipo, mucha gente espera que todo perro con aspecto de pitbull, actúe como si estuviera entrenado para atacar, y actúa inadecuadamente o a la defensiva ante estos perros, provocándolos.

Los dueños de perros supuestamente peligrosos pero que nunca han sido entrenados para pelear, han respondido a las acusaciones, por ejemplo con vídeos que se encuentran en YouTube con sólo teclear “pitbull baby” o “rottweiler baby” o “doberman baby” en la barra de búsqueda de ese sitio, para ver videos de perros supuestamente peligrosos jugando con bebés, conviviendo con ellos e, incluso, soportando con paciencia de santo los tirones, saltos y pellizcos del pequeño de casa.

La aparente contradicción entre la idea de que hay “razas peligrosas” y la experiencia diaria de los dueños de estos perros que no tienen comportamientos inadecuados encontró su respuesta en una investigación realizada en la Universidad de Córdoba y publicada en abril de este año en la revista Journal of Animal and Veterinary Advances.

Un grupo de investigadores encabezados por el Dr. Joaquín Álvarez-Guisado estudió a un total de 711 perros mayores de un año, 354 de ellos machos y 357 hembras, de los cuales 594 eran de “pura raza” y el resto mestizos. Se ocuparon de observar a variedades supuestamente agresivas como el bull terrier, el american pitbull, el pastor aleman, el rottweiler o el dóberman, así como a otras consideradas más dóciles, como los dálmatas, el setter irlandés, el labrador o el chihuahua.

El resultado de la investigación indicó que el factor más importante en la agresividad de un perro es la educación que sus dueños le den... o no le den. En cambio, los factores de menos peso son que el perro sea macho, que sea de tamaño pequeño, que tenga entre 5 y 7 años de edad o que pertenezca a alguna raza en concreto.

Este estudio se concentró en la agresividad surgida de la dominancia del perro, de su lucha por imponerse a todos a su alrededor, y determinó así que entre los factores importantes que provocan agresividad está el que los dueños no hayan tenido perro antes y no conozcan el comportamiento adecuado del amo con su perro, no someterlo a un entrenamiento básico de obediencia, consentir o mimar en exceso a la mascota, no emplear el castigo físico cuando es necesario, dejarle la comida en forma indefinida para que fije sus propias horas de comer y dedicarle poco tiempo y atención en casa además de pasearlo poco. Pérez-Guisado llama a esto simplemente “mala educación” del perro.

En resumen, cerca del 40% de las agresiones por dominancia o competencia de los perros está vinculado a que sus dueños son poco autoritarios y no han establecido la simple regla de que en ese grupo familiar, que el perro ve como su manada, los amos son los dirigentes, los dominantes, los “alfa” de la manada, como les llaman los etólogos.

En resumen, para Pérez-Guisado, “no es normal que los perros que reciben una educación adecuada mantengan comportamientos agresivos de dominancia”.

Conforme más aprendemos de genética, más claro es que salvo excepciones no existen genes “de” ciertas enfermedades o comportamientos, y que las instrucciones de nuestra herencia genética, más que un plano como el de un edificio, son, en metáfora de Richard Dawkins, más como una receta de cocina, donde el medio ambiente y la disponibilidad de ciertos materiales, el desarrollo y las experiencias que vivimos pueden hacer que ciertas características genéticas se expresen o no en la realidad. Y al culpar a la herencia genética del comportamiento de un perro muchas veces sólo estamos justificando a propietarios peligrosos.

La legislación

En España existen individuos y grupos que pretenden utilizar las evidencias científicas para que se derogue la ley de perros potencialmente peligrosos, como la Asociación Internacional de Defensa Canina y sus Dueños Responsables, bajo el lema “Castiga los hechos, no la raza”, con datos tanto del estudio de la Universidad de Córdoba como de los trabajos de expertos en etología y psicología canina. Tienen un antecedente relevante: en Holanda e Italia se han derogado leyes similares al demostrarse su falta de bases científicas.

Los secretos de la casualidad

23 granos de arroz lanzados al azar en 23 cuadros,
mostrando clústeres o agrupaciones d 4 y 5 granos.
(Imagen CC vía Wikimedia Commons)
Muchas coincidencias nos asombran y nos invitan a buscar explicaciones a esos acontecimientos, cuando en ocasiones deberíamos preguntar antes si nuestro asombro está justificado.

Ocurre a veces que recibimos una llamada de una persona cuando estamos pensando sobre ella. Muchos creen, y esto lo promueven quienes sostienen creencias paranormales, que es un hecho altamente extraordinario, algo tan poco probable que sin duda se trata de “telepatía” por algún medio extraño y misterioso.

Pero, si pensamos en el número relativamente limitado de personas que conocemos, en cuántas de ellas pensamos ocasionalmente y cuántas nos pueden llamar por teléfono, junto con el número de llamadas que recibimos al día, las probabilidades resultan lo bastante altas como para explicar el hecho sin necesidad de acudir a poderes sobrenaturales. A ello debemos añadir que en muchos casos sabemos inconscientemente cuándo suelen llamarnos algunas personas. Y tener presente que hay miles y miles de llamadas telefónicas que recibimos sin pensar correctamente en el interlocutor.

De hecho, lo que sería extraño es que pudiéramos pasar la vida sin que en algunas ocasiones nos llamara alguien en quien estuviéramos pensando. Tan extraño como si supiéramos quién nos llama, digamos, el 50% de las ocasiones.

Las coincidencias no sólo son mucho más comunes de lo que creemos, sino que son inevitables, y por tanto el que un hecho parezca curioso no significan nada si no sabemos cuáles son las probabilidades de que ocurra.

Veamos otro ejemplo: en una partida de póker, usted recibe sus cinco cartas y no tiene ni una sola pareja, lo cual le parece un desastre y una clara falta de suerte, una casualidad indeseable. Pero, en realidad, sólo hay una probabilidad contra más de 1.302.540 de que reciba usted precisamente esa mano sin una pareja.

Pero 1.302.540 son el número de manos que puede haber sin una sola pareja. Contando todas las posibilidades de reparto de las cartas, incluidas parejas, escaleras, colores y otras variantes, el número de manos posibles de 5 cartas con una baraja americana estándar de 52 cartas es de 2.598.960. La que usted tiene, por inútil que sea para ganarle a sus adversarios, es altamente improbable. ¿Ello tiene un significado singular o trascendente? Ciertamente, no. Y es que todos los días nos ocurren cosas altamente improbables, vivimos coincidencias y estamos sometidos a casualidades que pueden llamarnos la atención, pero que no tienen significado.

Y con frecuencia le atribuímos significado a cosas que no lo tienen.

Éstos son ejemplos de la forma en que, nos dicen, las personas comunes y corrientes calculamos mal las probabilidades, las coincidencias y la casualidad. Somos, según el matemático y divulgador John Allen Paulos, “anuméricos” en el sentido de “analfabetas”, y no porque no podamos resolver ecuaciones diferenciales (después de todo, muy pocas personas alfabetizadas pueden escribir novelas y sonetos), sino porque tenemos una percepción equivocada de lo que significan los números en principio, y de ese modo quedamos a merced de otras personas que, creemos, saben lo que están diciendo cuando utilizan los números, y aceptamos ciegamente lo que nos dicen, sin poderlo analizar críticamente.

Para entender el azar, las probabilidades y la casualidad, podemos hacer un sencillo experimento: tomemos un paquete de arroz en un espacio que tenga una alfombra o moqueta, abrámoslo y lancemos con fuerza todo el contenido de un solo golpe hacia el techo, de modo que “llueva arroz” a nuestro alrededor.

Las posiciones de los granos de arroz forman lo que se conoce como “azarograma”, o representación de un hecho azaroso. La posición de cada grano de arroz es casual, pero tiene muchas causas claras: el lugar del grano en el paquete al empezar el experimento, las corrientes de aire, sus choques con otros granos, etc. Son muchísimas variables muy difíciles de desentrañar y calcular, pero sabemos que influyen.

Mirando los granos de arroz en la moqueta veremos que algunos forman grupos de dos, tres o más, y hay por otro lado espacios más o menos grandes donde no hay ningún grano de arroz. En ciertas zonas parecen estar distribuidos uniformemente, y en otras no hay un patrón distinguible. Los grupos de granos de arroz se conocen como “clústers” y ocurren en toda distribución al azar.

La probabilidad de que haya un grano de arroz en un área específica se calcula fácilmente teniendo el número de granos de arroz y la superficie en que los hemos dispersado con nuestro lanzamiento. Redondeando, hay 60.000 granos de arroz de grano largo en un kilo. Si hacemos nuestro experimento lanzando todos los granos con fuerza uniforme y eliminando algunas variables que puedan afectar el resultado (como tirar más hacia un lado que hacia otro) sobre un área de 3 metros por 3 (9 metros cuadrados o 90.000 centímetros cuadrados), podemos calcular que hay una probabilidad de 60.000/90.000 ó 2/3 de que haya un grano en un centímetro cuadrado cualquiera de nuestra superficie.

Pero esto no significa que haya dos granos en cada tres centímetros cuadrados individuales, por supuesto. Es por ello que los clústers de granos y los espacios vacíos son parte normal de esta distribución. La probabilidad de 2/3 se aplica sólo a la totalidad de los elementos que estamos calculando, pero no a sus partes. Así, por ejemplo, cuando hay un clúster de casos de cáncer que superan las probabilidades, es frecuente que busquemos una causa evidente: un río, antenas de móviles o torres de alta tensión.

Pero para que nuestra asignación de culpas no sea como la de nuestros antepasados, que culparon de la peste a ciertas mujeres consideradas brujas, debemos ver todas las poblaciones por donde pasa el río, todas las viviendas cercanas a torres de alta tensión o antenas de móviles. Si nuestro caso es excepcional, puede que la causa sea otra... o puede que se trate simplemente de un clúster probabilístico. Dicho de otro modo, si algunos casos están por debajo de la media, otros estarán forzosamente por encima de la media, y los que estarán justamente en la media serán, por extraño que parezca, muy pocos.

Quizá valga la pena recordar que los filósofos entendieron el problema antes de que existieran las herramientas matemáticas para explicarlo. Plutarco el ensayista grecorromano del siglo I-II de nuestra era, ya advirtió: “No es ninguna gran maravilla si, en el largo proceso del tiempo, mientras Fortuna sigue su curso aquí y allá, ocurran espontáneamente numerosas coincidencias”

Para combatir el anumerismo

Dos libros esenciales para combatir nuestro anumerismo (y sin tener que aprender matemáticas): El hombre anumérico, de John Allen Paulos, y El tigre que no está, de Michael Blastland y Andrew Dilnot, ambos actualmente en las librerías.