Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La ciencia ante la belleza

Fotografía ©Mauricio-José Schwarz
El profundo tema de la belleza está siendo enfrentado por la ciencia, con la certeza de que saber objetivamente cómo nos afecta no hará menos intensos nuestros sentimientos subjetivos.

Ciertas cosas nos parecen bellas y otras no. Dado lo intensa que resulta nuestra reacción ante la belleza (y ante su opuesto, lo feo), el tema ha sido apasionadamente estudiado por la filosofía. Y también por la ciencia. Así, Pitágoras impulsó el desarrollo de la música al descubrir que los intervalos musicales no son sino subdivisiones matemáticas de las notas.

Grecia también nos dio el descubrimiento de la proporción áurea, también tema de Pitágoras y de Euclides, y que es cuando dos cantidades tienen un cociente de 1.618, la constante denotada con la letra griega “fi”. Esta proporción resulta especialmente atractiva a la vista, y los artistas la han usado en sus obras, desde los templos griegos, como el Partenón, que al parecer está construido sobre una serie de rectángulos dorados, hasta una gran parte de la pintura, arquitectura y escultura renacentista.

La proporción áurea, como se descubrió después, está también presente en la naturaleza, en elementos tan diversos como la concha del cefalópodo arcaico llamado nautilus o las espirales que forman las semillas de los girasoles (o pipas).

Pero nada de esto nos dice qué es lo bello y, menos aún, por qué nos lo parece.

Tuvo que llegar la psicología del siglo XX para empezar a analizar experimentalmente nuestras percepciones y tendencias y abrir el camino a la explicación científica de por qué algo nos parece bello.

La ciencia del arte

Uno de los más importantes neurocientíficos, Vilayanur S. Ramachandran de la Universidad de California, junto con el filósofo William Hirstein, se propuso disparar el estudio neurológico del arte con un artículo publicado en 1999 en el que proponía entender el arte a través, tentativamente, de ocho “leyes de la experiencia artística”, basado en sus estudios del cerebro y, especialmente, de alteraciones neurológicas como las que padecen los savants, que suelen tener una gran facilidad para la creación artística, tanto musical como gráfica.

Para Ramachandran y Hirstein, en la percepción del arte influye ante todo el “efecto de desplazamiento del pico”, que es fundamentalmente nuestra tendencia a la exageración. Si se entrena a un animal para diferenciar un cuadrado y un rectángulo de proporción 2:3, premiándolo por responder ante el rectángulo, la respuesta será aún más intensa ante un rectángulo más alargado, digamos de proporción 4:1. Es lo que hace un caricaturista al destacar los rasgos distintivos y eliminar o reducir los demás, provocando en nosotros el reconocimiento. O lo que hace el artista al destacar unos elementos placenteros y obviar otros.

Entre los aspectos propuestos por Ramachandran y Hirstein, uno de los más apasionantes es el de la metáfora. Cuando se hace una comparación metafórica como “Julieta es el sol”, tenemos que entender (y nos satisface hacerlo) que Julieta es tibia y protectora, no que sea amarilla y llameante. El proceso de comprensión de la analogía es en sí un misterio, pero más aún lo es el por qué, sobre todo desde un punto de vista evolutivo, nos resulta gratificante hacerlo.

Según estos estudiosos, el arte incluye aspectos como el aislamiento de un elemento de entre muchos al cual prestarle atención, la agrupación de elementos y algo que la psicología cognitiva tiene muy en cuenta en el estudio de la belleza humana: la simetría.

El rostro humano

Los estudios sobre la belleza humana también demuestran que la simetría es uno de los requisitos esenciales de la belleza, y esto ocurre en todas las culturas humanas y a todas las edades. Los bebés prefieren observar objetos o rostros simétricos en lugar de los que no lo son.

Otro de los descubrimientos asombrosos sobre el rostro humano es que un “promedio” informático de una gran cantidad de fotografías tiende a ser apreciado como más hermoso que los rostros que le dieron origen. Al menos en cierta medida, consideramos bello lo que tiende a la media.

Las características “infantiles” de las crías de los animales con cuidados paternos (grandes ojos, nariz y boca pequeñas, gran cabeza), disparan en nosotros reacciones de ternura y cuidado. Los estudios han determinado que estos rasgos son también un componente de la belleza, especialmente la femenina. El rostro de la mujer adulta retiene ciertos rasgos infantiles que el hombre pierde con la madurez sexual. Aunque cierta feminidad en el rostro del hombre tambíen es apreciada como un componente de belleza por las mujeres.

A fines de los años 90, los psicólogos Víctor Johnston y Juan Oliver-Rodríguez consiguieron observar al cerebro humano reaccionando ante la belleza, al analizar electroencefalogramas de sujetos que habían visto una serie de rostros. Unas ondas, llamadas “potenciales relacionados con acontecimientos” aumentaban cuando los sujetos observaban rostros que consideraban hermosos.

Aunque no conocemos aún el mecanismo paso a paso, sabemos que la sensación placentera que nos provoca la contemplación de la belleza surge de la activación del sistema límbico, una serie de estructuras en lo más profundo de nuestro cerebro donde residen las sensaciones de placer y de anticipación ante la posibilidad del placer.

Todos los elementos que contribuyen a que una persona sea considerada hermosa o no (y dejamos fuera muchos, como el de la estatura) son independientes de la cultura. Aunque cada cultura realizan sus peculiares variaciones sobre los temas básicos, ninguna considera especialmente bellos la asimetría, la piel defectuosa, los extremos apartados de la media o los rostros femeninos duros, angulosos y sin rasgos infantiles.

Queda por averiguar, por supuesto, qué valor evolutivo tiene nuestra apreciación de la belleza, cómo surgió en nuestra historia, por qué y, sobre todo, cómo funciona paso a paso.

Los biólogos evolutivos proponen que quizá la belleza comunica a los demás la calidad y deseabilidad de su portador. Así parece funcionar en todas las especies que tienen rasgos decorativos para atraer a sus potenciales parejas mostrando su salud, fuerza y capacidades, aunque esto no tenga, en nuestra sociedad tecnológica, el valor que pudo tener hace cien o doscientos mil años.

Esclavos de la belleza

Los estudios demuestran que las personas guapas tienen mejores oportunidades en nuestra sociedad, en la vida profesional y personal. Si queremos allanar el campo de juego debemos entender el mecanismo de este hecho, que hoy parece que no es, como se quiso creer en las últimas décadas, un asunto meramente cultural. Porque finalmente, como dice Ulrich Renz, autor de La ciencia de la belleza, si existiera una píldora para hacernos más bellos... ¿quién no la tomaría?

La muerte organizada de las células

Celldeath
Dos dedos de los pies han quedado unidos debido
a una mutación que ha inhibido la apoptosis
(foto GDFL pschemp via
Wikimedia Commons)
Una parte curiosa del desarrollo de los organismos a lo largo de toda su vida es la destrucción de algunas de sus células con un objetivo determinado, células que están dañadas, envejecidas o han tenido una utilidad y han dejado de tenerla.

Por ejemplo, en el desarrollo del feto humano, como podemos ver en las fotografías tomadas dentro del útero, todos tuvimos manos y pies palmeados, con los dedos unidos por una membrana. En un momento del desarrollo, es necesario que las células de esas membranas se eliminen, que mueran para liberar a los dedos.

Otro ejemplo es el colapso del endometrio en el útero femenino, que comienza por la muerte de las células que lo unen al útero y disparar el período menstrual. O las células que representan un riesgo para el organismo, han sido atacadas por virus, están envejecidas, tienen daños en su ADN o problemas de otro tipo, y deben morir para ser sustituidas por células nuevas, jóvenes e íntegras.

La muerte de una célula puede tener un grave impacto sobre su entorno. Cuando dicha muerte se debe a un problema patológico, la célula se descompone por acción de enzimas, ácidos, agentes patógenos u otros elementos, y al degradarse libera a su entorno varias sustancias tóxicas que disparan la reacción inflamatoria de las células circundantes. Cuando ocurre esta muerte traumática y, por usar una metáfora, involuntaria, se desarrolla este proceso de degradación que los biólogos conocen como necrosis.

Construir un cuerpo durante la gestación y el crecimiento, o mantenerlo vivo y sano serían procesos muy difíciles si todas las muertes celulares provocaran los devastadores efectos de la necrosis, pues el cuerpo humano, por usar un ejemplo que nos resulta entrañablemente cercano, experimenta la muerte de alrededor de un millón de células cada minuto que pasa, renovando nuestros tejidos, creciendo, atacando a las enfermedades.

El suicidio

Por fortuna, muy temprano en la historia evolutiva de los seres pluricelulares, apareció un procedimiento de eliminación ordenado, mediante el cual la célula, de nuevo metafóricamente, “se suicida” mediante un proceso genéticamente controlado que permite que muera sin causar los problemas de la necrosis.

A este proceso de autodestrucción se le conoce como apoptosis, o muerte celular programada, es un proceso codificado en los genes de todas las células con núcleo de nuestro organismo.

El científico alemán Karl Vogt, influyente personaje de la biología, la zoología y la fisiología, descubrió el proceso de la muerte celular programada en 1872 durante sus estudios sobre la metamorfosis de los anfibios, en la que la apoptosis juega un importante papel, y fue el primero en describirlo. Aunque otros estudiosos se ocuparon de la muerte de las células, la biología estaba más centrada en entender la vida de la célula que su muerte, y el concepto pasó bastante desapercibido hasta la década de 1960.

En 1964, el biólogo celular Richard A. Lockshin y su director de tesis Carroll Williams publicaron un artículo sobre el gusano de seda y lo que llamaron “muerte celular programada”. Un año después, en 1965, John Kerr observó una clara distinción entre la muerte traumática y lo que llamó, por primera vez, “apoptosis” en 1972. La palabra procede del griego antiguo y significa la caída de los pétalos de una flor o de las hojas en el otoño.

A partir de entonces, el interés general de las ciencias de la vida sobre la apoptosis ha ido creciendo notablemente, igual que los conocimientos sobre sus mecanismos y utilidad para el organismo.

En una descripción muy general, el proceso de muerte programada en la célula comienza con una reducción de su volumen. Su citoplasma se condensa en porciones o vesículas rodeadas de membrana celular, su cromatina o material genético se fracciona en varias masas relativamente grandes que son engullidos por las células circundantes, y se forma una serie de burbujas o cuerpos apoptóticos que contienen en su interior los organelos de la célula que son absorbidos por las células circundantes y por las células llamadas macrófagos.

Patologías y apoptosis

Cuando una célula experimenta una mutación, suele activar el proceso de apoptosis, salvo si la mutación afecta también a los genes responsables de la apoptosis, en cuyo caso la célula afectada sobrevive y puede multiplicarse descontroladamente como un proceso canceroso. Es decir, la desactivación de la apoptosis es un elemento clave en el desarrollo de esta enfermedad.

Igualmente, muchos virus tienen la capacidad de codificar o crear moléculas que inhiben el programa de apoptosis, evitando que la célula muera cuando se lo indican las células del sistema inmune y permitiendo la proliferación del virus.

Del lado contrario, el de la apoptosis acelerada o descontrolada, tenemos numerosas enfermedades degenerativas, como el mal de Parkinson o el Alzheimer, en las cuales mueren células que no deberían hacerlo y que por lo tanto no son sustituidas por otras más jóvenes a velocidad suficiente, dando como resultado una pérdida en las funciones de las que son responsables dichas células.

Adicionalmente, la apoptosis no sólo puede ser desencadenada por los mecanismos interiores de la célula, sino que puede ser resultado de señales enviadas por otras células, muy especialmente las del sistema inmune, que indican químicamente a algunas células que deben autodestruirse.

Estos ejemplos, apenas unos cuantos de entre las muchas patologías en las que juega un papel relevante el control del mecanismo de la apoptosis, bastan para darnos cuenta de por qué las ciencias de la vida están hoy estudiando tan intensamente la apoptosis. Poderla disparar o inhibir a voluntad en zonas determinadas de nuestro organismo podría ayudar tanto a reducir los daños del cáncer, los procesos virales (desde la gripe común hasta el SIDA), las enfermedades degenerativas y otras afecciones, atacando un aspecto de las patologías que no ha sido considerado hasta hoy por nuestro arsenal médico.

La muerte, vista siempre como una tragedia, es sin embargo un requisito esencial de la vida, una forma de contar con organismos sanos y, al final, una necesidad en el peculiar universo de nuestro organismo.

La evolución de la apoptosis

Entre los organelos de la célula, las mitocondrias son especialmente interesantes porque, al parecer, se originaron en bacterias que fueron absorbidas por células primitivas hace miles de millones de años, creando una peculiar simbiosis. Conocidas popularmente por tener su propio ADN, el de la línea materna, tema recurrente en algunas historias televisuales de investigación criminal, las mitocondrias también parecen haberse adaptado para ser las disparadoras del proceso de la apoptosis en las células, una especie de mecanismo de seguridad adquirido.

El pirata científico William Dampier

William Dampier - Project Gutenberg eText 15675
William Dampier
(pintura de T. Murray, D.P.
via Wikimedia Commons)
Un pirata sin estudios pero con una curiosidad insaciable y la decisión de observar cuidadosamente su mundo se convirtió en uno de los pilares de la ciencia moderna.

Resulta difícil menospreciar la enorme influencia y valor de William Dampier, y por lo mismo resulta igualmente difícil aceptar que sea uno de los grandes desconocidos de la historia.

William Dampier nació en 1651, en el cenit de la era de la exploración. Quedaba aún mucho mundo por descubrir para Europa, y las grandes potencias enviaban a sus capitanes a hallarlo y beneficiarse de ello. Motivado por una gran curiosidad, Dampier, hijo de un granjero y huérfano a temprana edad, decidió dedicarse a la mar.

Aventurero precoz, viajó a Terranova y a la Indias Occidentales, hoy las islas del Caribe, peleó en la tercera guerra angloholandesa en 1673, luego regenteó una hacienda en Jamaica y poco después alternaba la piratería con el trabajo de leñador en Campeche, México. En 1679 baja hasta Panamá, cruza el Istmo del Darién y llega a Perú para dedicarse a la piratería en la costa oeste de América, desde Chile hasta California, y después al otro lado del Pacífico, en Filipinas, China y Australia, donde, mientras se realizaban labores de reparación de su barco, tomó abundantes notas sobre la flora, la fauna y los habitantes aborígenes.

Después de fracasar como empresario en Sumatra y volver a la piratería, volvió a Inglaterra en 1691 como aventurero curtido y con numerosas notas y diarios cuidadosamente reunidos.

En 1697 Dampier publicó su primer libro Nuevo viaje alrededor del mundo, que sigue reeditándose hoy en día, pues logró llevar a la imaginación de sus lectores de fines del siglo XVII un mundo de aventuras y de hazañas variadas, erigiéndose en el fundador de la narrativa inglesa moderna gracias a su estilo, descrito como exento de toda afectación y de toda apariencia de invención o fantasía. El poeta Samuel Taylor Coleridge lo consideraba “un hombre con una mente exquisita” y recomendaba a los escritores de viajes que lo leyeran e imitaran.

El éxito del libro llevó a que escribiera el segundo volumen, Viajes y descripciones, publicado en 1699, que incluía un tratado sobre los vientos y la hidrografía, o medición de las aguas navegables. Dampier se revelaba allí como la primera persona que correlacionaba los vientos y las corrientes marítimas, y el primero que hizo mapas integrados de los vientos.

Si a ojos del público común había triunfado como un narrador extraordinario, los datos contenidos en sus libros lo situaron también como un verdadero experto de los mares del sur ante el almirantazgo británico, que lo llamó para consultarle sobre la forma más eficaz de explorar esas aguas, llenas de promesas. Como consecuencia, ese mismo año de 1699 se le dio el mando del pequeño buque Roebuck y se le encargó la exploración de la costa oriental de Australia al mando del velero Saint George.

Dampier exploró y bautizó Shark Bay, la Bahía del Tiburón, y las zonas costeras adyacentes a ella, incluidas las islas del Archipiélago Dampier. Después navegó hacia Nueva Guinea, donde descubrió un grupo de islas, entre ellas Nueva Bretaña, y el Estrecho de Dampier que la separa de la isla principal de Nueva Guinea. En el viaje de regreso, en abril de 1701, su barco naufragó en la Isla Ascensión, en el Atlántico. A su regreso a Gran Bretaña, un tribunal militar lo inhabilitó para comandar los barcos de Su Majestad porque, pese a ser un maestro navegante, era un comandante inepto para su tripulación, de temperamento difícil y dado a la bebida.

Dampier se dio tiempo entonces para escribir un libro sobre su fallido viaje a Australia, Un viaje a Nueva Holanda, cuya primera parte se publicó en 1703, el mismo año en que, sin importar su corte marcial de 1701, se le designaba para encabezar una expedición corsaria con los buques St. George, comandado por el propio Dampier, y Cinque Ports, a cargo del teniente Thomas Stradling. Un marinero de este último barco, el escocés Alexander Selkirk optó por quedarse en la isla deshabitada de Más a Tierra, en el archipiélago chileno de Juan Fernández, frente a la costa chilena, por desconfiar de la integridad del barco.

Pese a circunnavegar el planeta, por segunda ocasión en el caso de Dampier, la expedición fue un fracaso económico y volvió a Inglaterra en 1707 para escribir tanto la Reivindicación del Capitán Dampier sobre su viaje a los mares del sur en el buque St. George, publicado ese mismo año, como la segunda parte de Un viaje a Nueva Holanda, que se publicaría en 1709.

Entre 1708 y 1711, Dampier se unió a un nuevo emprendimiento como piloto del velero Duke capitaneado por Woodes Rogers y con el que daría su tercera vuelta al planeta, convirtiéndose en el primer hombre en conseguirlo. En 1709 fondearon frente a Más a Tierra (hoy Isla Robinson Crusoe) y rescataron a Selkirk. La historia del marinero contada a su vuelta a Inglaterra inspiraría a Daniel Defoe su Robinson Crusoe, publicado en 1719.

Sin embargo, Dampier no conseguiría disfrutar el premio de esa, la primera expedición exitosa en la que participara y que rindió beneficios por 200.000 libras esterlinas, pues murió en 1715 en la más absoluta miseria, cuatro años antes de que los patrocinadores de la expedición pagaran a los tripulantes su parte.

Sus obras siguieron ejerciendo una poderosa influencia. Charles Darwin llevó consigo, en su legendario viaje en el Beagle, los libros de Dampier, a los que llamaba “una mina de información". El uso del concepto de "subespecie" que inició Dampier y su descripción de las islas Galápagos ayudaron a guiar sus observaciones.

El naturalista alemán Alexander Von Humboldt era otro admirador que acudió a la obra de Dampier como trampolín para su trabajo, y Benjamin Franklin elogió la precisión de las observaciones meteorológicas del pirata británico.

Por su parte, las innovadoras tecnologías de navegación de William Dampier fueron estudiadas y aplicadas por sucesores como el explorador James Cook y el almirante Horatio Nelson, la víctima más famosa de la batalla de Trafalgar. Las cartas de navegación que confeccionó son de tal calidad que fueron utilizadas por la armada británica hasta bien entrado el siglo XX.

Más del tesoro del pirata

La descripción de Dampier del árbol del pan motivó el viaje a Tahití del Bounty, capitaneado por William Bligh, en 1787, cuando ocurrió el famoso motín. Jonathan Swift, en sus Viajes de Gulliver, inspirados en parte en las aventuras de Dampier, lo menciona como gran marinero y “primo” de Lemuel Gulliver; los salvajes “yahoos” de la parte cuatro del libro están basados en la descripción de Dampier de los aborígenes australianos. Gabriel García Márquez también menciona a Dampier en su cuento El último viaje del buque fantasma.

La sociedad sexual de los bonobos

Bonobo en el zoológico de Cincinatti
(foto CC Kabir Bakie via Wikimedia Commons)
El sexo puede ser más que una estrategia reproductiva. Puede ser, de modo acaso incómodo, un elemento clave de la estabilidad social, como ocurre con los bonobos.

Al hablar de nuestros más cercanos parientes evolutivos, solemos pensar en el chimpancé común, la especie a la que pertenecía Chita, segunda de a bordo de Tarzán. A esta especie, de nombre científico Pan troglodytes, han pertenecido individuos mundialmente famosos como Congo, el chimpancé pintor uno de cuyos cuadros fue comprado por un rendido Picasso, o Washoe, que aprendió a comunicarse utilizando el lenguaje de los signos.

Sin embargo, existe otra especie de chimpancés, que también sobrevive a duras penas separada de estos tan conocidos seres por el Río Congo, mucho menos extendida, pues sólo existe en la República del Congo. Son los bonobos o chimpancés pigmeos, que llevan el nombre científico de Pan paniscus.

Lo que más llama la atención de la sociedad de los bonobos es su práctica del sexo, de modo continuo, en todas las variantes y posiciones imaginables, con todo tipo de compañeros, y con prácticas que hasta hace poco se consideraban exclusivamente humanas, como el beso de lengua, la cópula cara a cara, la masturbación propia y del compañero, contactos homosexuales, bisexuales, tríos, sexo en grupo... y además todo de una manera sencilla y despreocupada.

Quizá este absoluto sosiego sexual ha ayudado a que los bonobos sean el miembro menos estudiado de la familia de los homínidos, y pueda parecer que están evolutivamente más lejos de nosotros que el chimpancé. Pero los bonobos y los chimpancés comunes se separaron de un antepasado común hace sólo unos dos millones de años, mientras que el ser humano y dicho ancestro se apartaron de su último antepasado común hace siete millones de años. Desde el punto de vista genético, tanto el chimpancé común como el bonobo tienen un 98,4% de ADN idéntico al del ser humano.

Los bonobos no fueron descubiertos sino hasta 1928 por el anatomista alemán Ernst Schwarz, se les reconoció como especie en 1933 y el nombre de “bonobo” no se acuñó sino hasta 1954. Así, la investigación sobre la especie comenzó muy tardíamente respecto de la realizada sobre gorilas, orangutanes y chimpancés, identificados desde 3 siglos antes.

El bonobo tiene un aspecto marcadamente distinto del chimpancé: rostro negro y labios internos muy rojos, cabello largo que parece peinado de raya al medio y llega a cubrirles las orejas, piernas largas, tronco más largo, brazos más cortos, capacidad de agarre de precisión con el pulgar y el índice de los pies y, de modo muy notable, los genitales de las hembras están rotados hacia adelante, algo que también ocurrió en nuestra propia especie de modo independiente, y que favorece la cópula cara a cara.

En términos de comportamiento, el bonobo, como el chimpancé, puede utilizar herramientas, aprender el lenguaje de signos de los sordomudos, cazar y comer a otros animales (incluidos otros primates) y es tan inteligente como su pariente al otro lado del río. La diferencia más notable es que los bonobos exhiben menos agresiones entre los miembros del grupo que los chimpancés comunes, cometen infanticidio y canibalismo de modo menos frecuente y no se les ha visto emprender guerras contra otros grupos como lo hacen los chimpancés.

La intensa sexualidad del bonobo parece ser uno de los elementos clave de su sociedad. Al no saberse de cuál macho puede ser una cría, por ejemplo, eliminan lucha por la supervivencia de los genes propios frente a los de otros machos competidores (causa principal del infanticidio), más crías sobreviven, y todo el grupo cuida a todas las crías y a los genes de todos, lo que sin duda tiene una ventaja evolutiva.

El bonobo tiende a una dominancia de las hembras, donde los machos alfa o dominantes están ligeramente por debajo de las hembras alfa. Las hembras en general establecen estrechos lazos emocionales entre sí, en hermandades sólidas que conducen al grupo. Además, los inevitables enfrentamientos al interior del grupo suelen resolverse mediante un intercambio sexual, sin importar si ambos contendientes pertenecen o no al mismo sexo, ni su edad, siendo sexualmente maduros. Tal intercambio puede implicar únicamente el frotamiento de genitales entre sí de diversas y creativas formas, el masaje manual de los genitales del otro, incluir ardientes besos o llegar a las cópulas frontales o traseras.

La aproximación informal, relajada y abierta de los bonobos a la sexualidad, que para el ser humano es con frecuencia culturalmente tensa y reprimida, ha llevado a muchas personas a buscar interpretaciones humanas, en lo que los etólogos llaman "antropomorfización”, un error que implica suponer en otras especies valores peculiarmente humanos. Ni el bonobo es la representación del mal y del desenfreno sexual que horroriza a muchas religiones, ni es tampoco una especie de primate hippie que hace el amor y no la guerra.

Ni la sexualidad plácida del pacífico bonobo ni la agresión del chimpancé comùn tienen nada que ver con el ser humano. Evolucionaron en respuesta a diferentes entornos mucho después de que se separaran del ser humano. El chimpancé común, más abundante, comparte hábitat con los gorilas y debe luchar por sus alimentos, mientras que el bonobo tuvo la suerte de no contar con competidores relevantes en la zona en que se desarrolla. Las diferencias, pues, no son morales, sino evolutivas.

Esto no significa que no podamos aprender de los bonobos. Buena parte de nuestra especie haya buscado una sexualidad no reproductiva mientras otra parte (con frecuencia relacionada con el poder político, financiero o religioso) ha intentado evitarla. Y la sociedad de los bonobos ha evolucionado de tal modo que el 75% de su actividad sexual es no reproductiva y tiene un efecto social medible y demostrable. Material de sobra para que los filósofos y sociólogos realicen reflexiones sobre nuestra propia sociedad, sus represiones y desarrollo, mientras los bonobos en los bosques del Congo continúan con su intensa, amable e inocente orgía continua.

El desconocido en peligro

El bonobo es probablemente la especie en mayor peligro de extinción de los cuatro grandes simios. Con una población que se calcula entre 10.000 y 100.000 individuos, habitan en los bosques bajos congoleses centrales, cerca de la frontera entre Ruanda y la República del Congo (antes Zaire), y por ello han sido además víctimas colaterales de las guerras y masacres que han asolado a la zona desde 1996. Aunque hay diversas iniciativas para su conservación, la inestabilidad política, la necesidad de orientar recursos primero a las personas victimizadas por las guerras y la cacería furtiva, permanece el riesgo de que la especie se extinga antes de que siquiera la hayamos podido conocer a fondo.