Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Usted no tiene cinco sentidos

"Alegoría de los cinco sentidos", de Jan Lievens (1607-1674), pintor holandés.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Pocas observaciones sobre nosotros mismos está tan arraigada como la de que tenemos cinco sentidos que conectan nuestro mundo subjetivo, nuestra cognición, nuestra memoria y nuestra personalidad con el mundo exterior. Esta idea procede del libro De anima (Del alma) de Aristóteles, en donde especulaba sobre el origen del alma, las sensaciones, las emociones y los sentidos, que idzezntifica como el tactoz, la vista, el oído, el olfato y el gusto, y dedicaba uno de los capítulos a argumentar por qué no podía haber más que cinco sentidos.

Aristóteles se equivocaba, nada extraño cuando sus especulaciones carecían del método autocorregible de la ciencia. La realidad resulta mucho más complicada.

Fue apenas en el siglo XIX cuando se empezó a estudiar el sentido del equilibrio, es decir, el que nos permite darnos cuenta de nuestra posición respecto de la atracción gravitacional del planeta o respecto de cualquier aceleración (como ocurre cuando un tren en el que viajamos toma una curva). Basta este sentido del equilibrio, del que son responsables los llamados “canales semicirculares” de nuestro oído interno, para ambas tareas. Así que al arsenal comentado por el griego se suma un “sexto sentido”. No uno sobrenatural, místico o paranormal como han pretendido algunos, sino uno perfectamente natural y sin el cual no podríamos siquiera ponernos de pie para caminar. Su nombre: “equilibriocepción”.

Pero hay más.

Para conocer al séptimo (en un orden totalmente arbitrario, por supuesto) mantenga cerrados los ojos y deje caer los brazos a sus costados para después levantar las manos y unirlas ante usted. Siga con los ojos cerrados y ahora una las manos a sus espaldas.

Asombrosamente, usted sabe en todo momento dónde están sus manos y puede controlarlas para unirlas sin verlas. Una red de receptores nerviosos por todo nuestro cuerpo nos informa constantemente dónde está cada parte de él en las tres coordenadas espaciales, sin tener que ver, como los giroscopios de un avión o una nave espacial. Usted puede, con los ojos cerrados, tocarse una oreja, la rodilla o incluso encontrar con un dedo otro de la otra mano. El sentido se llama “propiocepción” y el bueno de Aristóteles no alcanzó a imaginarlo pese a que lo utilizó obviamente con éxito toda su vida.

El truco, si lo pensamos un poco, es asombroso, casi mágico: saber dónde estamos no sólo sin ver, sino empleando sensores remotos. Esos sensores están acompañados de otros, los “tensoceptores” que nos dicen cuando un músculo está en tensión, incluso si no cambia de posición. De nuevo, cierre los ojos y tense un músculo, como el bíceps, y percibirá el hecho con ese sentido adicional.

Sigamos añadiendo sentidos.

Cuando el que fuera tutor de Alejandro Magno habló del “tacto”, en realidad estaba haciendo una tremenda sobresimplificación respecto a las capacidades sensoriales de nuestra piel, que en realidad es capaz de hacer varias formas diferenciadas de percepción con distintos receptores nerviosos. Podemos conocer, a través de ella, la textura de una superficie u objeto: rugosa, lisa, suave, áspera… pero también percibimos la presión que distintos objetos ejercen sobre nosotros, también nuestra piel nos informa de la temperatura de todo con lo que entra en contacto, el sentido llamado “termocepción”.

De manera especialmente importante tenemos el sentido de la “nocicepción”, la percepción del dolor, el sistema de alarma de nuestro cuerpo del que puede depender nuestra vida, y uno al que solemos darle menos relevancia, la “pruricepción” o percepción del prurito, y que en palabras sencillas significa la percepción de la comezón.

Así, rápidamente hemos desdoblado el tacto en cinco sentidos claramente diferenciados, uno de los cuales además está presente en prácticamente todo nuestro cuerpo: la percepción del dolor. Distintos tipos de dolor en distintos lugares del cuerpo nos envían señales que sabemos diferenciar para obtener información importante sobre lo que está pasando con nosotros.

Por supuesto, el número de sentidos que contemos en nuestro complejo sistema nervioso depende de cómo definamos “sentido”, lo que es bastante más complejo de lo que parece a primera vista: ¿llamamos sentido a la percepción que hace un órgano o a lo que registran distintos tipos de receptores nerviosos? En este último caso, por ejemplo, el gusto se dividiría en varios sentidos más: la percepción de lo dulce, lo salado, lo amargo, lo ácido y lo umami o “sabroso”, identificado apenas en las últimas décadas. Pero si hacemos eso, nuestro olfato sería literalmente cientos, acaso miles de sentidos, pues cada aroma distinto activa diferentes receptores.

Por otro lado, aún sin sensores u órganos específicos, tenemos otros sentidos que sin duda son importantísimos para la vida: el de la sed, el del hambre, el de la necesidad de orinar o de defecar, el de los ojos irritados cuando tenemos que dormir, el del sueño mismo…

Es claro que lo que al estagirita (como se conocía a Aristóteles por su ciudad de nacimiento) le parecía asunto simple, sencillo y concluido en unas cuantas páginas resulta un universo de vasta complejidad donde los neurocientíficos apenas están incursionando para saber no sólo qué es lo que percibe nuestro encéfalo, las rutas mediante las cuales adquiere información del mundo exterior e incluso de sí mismo, sino cómo es que se activa cada receptor, qué vías siguen las fibras nerviosas que conducen sus impulsos y qué partes de nuestro encéfalo son las encargadas de tomar esas reacciones y cómo las convierten en eso que sentimos en nuestro mundo subjetivo. Incluso podría ser que, como las aves, tuviéramos la capacidad de detectar el campo magnético terrestre o, como otros animales, percibir así fuera de modo no consciente las feromonas u hormonas olfativas que transmiten información sexual.

El error de Aristóteles, repetido por sus seguidores durante cientos y cientos de años, y su certeza inamovible se han convertido, algo siempre bueno en ciencia, en una vasta matriz de interrogantes e incertidumbres apasionantes.

Otros mitos del sistema nervioso

Es todavía común creer que utilizamos únicamente el 10% de nuestro cerebro, tanto así que una reciente producción de Hollywood se basa en esa idea. Sin embargo, en realidad usamos –y necesitamos- el 100% de todo nuestro encéfalo, y podemos verlo todo en acción gracias a los nuevos sistemas de imágenes que nos muestran bajo qué condiciones se activan sus diversas zonas. El daño a cualquier parte de nuestro encéfalo nos afecta demostrando que todas son indispensables. También se suele pensar que nuestra memoria es un registro preciso de la realidad, como una grabación de vídeo, cuando es en realidad una reconstrucción continua, poco fiable y fácil de modificar, de los acontecimientos del pasado.

La agitada vida de Primo Levi

Primo Levi en 1950, cinco años después de sobrevivir su
prisión en Auschwitz. (Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
“No hay nada más vivificante que una hipótesis” dice Primo Levi en “Níquel”, el cuento que relata su graduación como químico de la Universidad de Turín y sus memorias de la Segunda Guerra Mundial.

En 2006, The Royal Institution de la Gran Bretaña determinó mediante votación pública que el mejor libro de ciencia jamás escrito, al menos hasta ese momento, era La tabla periódica, del químico italiano Primo Levi. Los finalistas, que habían sido seleccionados por diversas personalidades de distintas especialidades, habían sido además El anillo del rey Salomón del etólogo Premio Nobel Konrad Lorenz, Arcadia de Tom Stoppard y El gen egoísta del también etólogo británico Richard Dawkins.

La tabla periódica no es un ensayo ni una obra de divulgación al uso. Es una colección de cuentos cortos. 21 relatos que tienen cada uno a un determinado elemento químico como su pretexto y que, además de narrar las características de dicho elemento, sus compuestos, sus propiedades y peculiaridades, cuenta historias apasionantes y humanas, algunas de fantasía heroica, otras de cotidianidad, amor, amistad, familia, método experimental... un libro que cuarenta años después de su publicación (1975) sigue siendo una joya de la literatura y de la aproximación a la ciencia.

Probablemente en otro tiempo, en otro lugar, Primo Michele Levi habría sido solamente un químico industrial apasionado con su disciplina, se habría limitado a trabajar en una empresa y se habría jubilado satisfecho de una labor bien realizada durante tres o cuatro décadas. Ciertamente, no habría tenido las experiencias que lo llevaron a escribir La tabla periódica.

Pero las circunstancias de su vida lo llevaron a ser, además de químico industrial, partisano, poeta... y uno de los más conocidos supervivientes del campo de exterminio de Auschwitz... sin todo lo cual su libro sobre los elementos químicos no habría sido escrito nunca.

Primo Levi nació en Turín, Italia el 31 de julio de 1919, el primogénito de una familia no creyente, liberal e ilustrada, con ancestros judíos sefarditas. Entre su nacimiento y el de su hermana, en 1925, Italia había pasado a ser gobernada por el fascismo de Benito Mussolini, que había fundado su movimiento el mismo año del nacimiento de Primo y se había erigido en dictados absoluto cuando nació su hermana Anna Maria.

En 1938, el gobierno fascista promulgó el decreto de la ley racial, que restringía los derechos civiles de los judíos y los excluía de los puestos públicos y de la educación superior. Pero como el joven Primo Levi se había matriculado en química en la Universidad de Turín en 1937, la interpretación de la ley racial determinó que no era retroactiva, y los alumnos inscritos antes de que se promulgara pudieron continuar con sus estudios... pero con el estigma de su origen familiar.

Mussolini declaró la guerra a los aliados en 1940, consolidando su alianza con Hitler, y pronto empezaron los bombardeos aliados en territorio italiano, incluida, por supuesto, la ciudad de Turín. Primo Levi, entre los destrozos de la guerra, se licenció con honores en química en 1941. Pero el título le valía de poco para ganarse la vida porque en él venía inscrita la indicación de que era judío. Fue necesario que falsificara documentos para conseguir un empleo en una mina en el norte de Italia. Volvió a Turín en 1943 a la muerte de su padre, para huir de inmediato con su madre y su hermana hacia el norte de Italia.

En 1943, la persecución contra los judíos alcanzaba su punto más alto mientras el liderazgo italiano se desmoronaba. Los aliados habían invadido Sicilia y se preveía un desembarco en la Italia continental. Los desastres militares en el Norte de África habían debilitado políticamente a Mussolini, que fue depuesto ese mismo año, después de lo cual rápidamente Italia firmó un armisticio con los aliados. La reacción del hasta poco antes aliado Hitler fue inmediata: invadir el norte de Italia.

El mismo día del armisticio, el químico huyó a Torino, y poco después se unió al movimiento de resistencia armada “Justicia y libertad”. Su aventura como guerrillero antifascista duró apenas dos meses. En diciembre fue arrestado por la milicia fascista y, siendo judío, en lugar de ser fusilado como partisano de izquierdas fue entregado a los nazis y, en febrero de 1944, deportado a Auschwitz, donde sobrevivió echando mano de sus habilidades profesionales y personales hasta que el campo fue liberado por el Ejército Rojo soviético en enero de 1945. Después de un largo periplo europeo, en octubre de ese año consiguió volver a Turín, al mismo piso en el que había nacido.

Comenzaba entonces otra odisea: conseguir empleo en un país en difícil reconstrucción. Mientras buscaba colocarse en alguna empresa como ingeniero químico, Levi empezó a contar historias de Auschwitz y en 1946, con apenas 27 años de edad, descubrió su segunda vocación, la literatura, primero en la forma de poemas relacionados con su experiencia en el más famoso campo de exterminio del delirio nazi. Para cuando se empleó como director técnico de una empresa química en Turín y se casó, descubrió que ya no podía dejar su segundo oficio y, a partir del libro Si esto es un hombre de 1947, publicaría un total de 14 libros de memorias, cuentos (incluidos dos de ciencia ficción originalmente escritos bajo seudónimo), poemas y novelas, siempre impulsado por la convicción de que tenía la obligación de dar testimonio de la bajeza humana y de la grandeza que la enfrenta. Todo, además, desde el punto de vista de un no creyente religioso, un ateo confeso. Siguió trabajando en empresas químicas, incluso llevando un tiempo la suya propia, hasta 1977, cuando se retiró, con 58 años, para dedicarse sólo a escribir.

En 1987, reconocido como autor pero rechazado por algunos de sus protagonistas como los soviéticos, que se negaban a publicarlo en ruso, Levi trabajaba en un nuevo libro de relatos que enlazaba la química con historias humanas El doble enlace, referido al enlace químico de cuatro electrones. Nunca lo terminaría. El 11 de abril de 1987, después de recibir el correo en su piso de Turín, el mismo en el que había nacido, cayó por el hueco de la escalera desde la tercera planta y murió. Oficialmente, su muerte fue un suicidio, aunque muchos a su alrededor han puesto la determinación en duda y consideran más viable que su caída fuera un accidente.

Levi en rock

En 1990, el grupo anarcopunk Chumbawamba, escribió y grabó la canción “El testamento de Rappoport - Nunca me di por vencido”, canción inspirada en el cuento “Capaneo” de Primo Levi, sobre un personaje que afirma que, pese a la humillación y al hambre, Hitler no lo había vencido. Levi está también presente en la música e imágenes de Manic Street Preachers y Peter Hamill (de Van de Graaf Generator).