Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

De la leucemia al SIDA: 40 años contra la enfermedad

El gusto por el conocimiento y por el descubrimiento, además de la satisfacción de mejorar la saludde millones de personas, en la vida de una mujer pionera en la investigación farmacológica.

Gertrude B. Elion, salvadora de vidas.
(Foto DP de National Cancer Institutes,
vía Wikimedia Commons)
“No tenía ningún interés específico por la ciencia hasta que mi abuelo murió de cáncer estomacal. Decidí que nadie debería sufrir tanto.” Así explicaba Gertrude Belle Elion por qué, a los 15 años de edad, se decidió por una carrera en la ciencia que dio como resultado 45 patentes de medicamentos de gran importancia y valor, más el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1988.

Sus padres eran emigrantes. Él de Lituania y ella de una zona entonces perteneciente a Rusia. Gertrude nació en 1918 en Nueva York. Pese a la posición de su padre como dentista, la familia sufrió problemas económicos por el crack de la bolsa de 1929, pues su padre, como tantos otros, había volcado sus ahorros en la bolsa de valores.

Pese a ello, recuerda haber tenido una infancia feliz con su hermano y una buena educación en escuelas públicas. En su autobiografía para el Nobel cuenta: “Era una niña con una sed insaciable de conocimientos, y recuerdo disfrutar todos mis cursos casi de igual manera. Cuando, al final de mi bachillerato llegó el momento de elegir una asignatura en la cual especializarme, me vi en un dilema.”

La muerte de su abuelo inclinó la balanza hacia la ciencia. Sus notas le permitieron matricularse en 1933 en el Hunter College, una institución gratuita de estudios superiores, pues la familia no podría costearle los estudios. La joven se graduó cuatro años después, a los 19, con los máximos honores en química: summa cum laude.

Una cosa era tener un excelente historial académico y otra era conseguir un empleo. No había muchas mujeres dedicadas a la química y la idea no atraía a los laboratorios. En palabras de la investigadora: “No estaba consciente de que tenía cerradas las puertas hasta que empecé a llamar a ellas. Había ido a una escuela sólo de chicas. Había 75 especialistas en química en esa generación, pero la mayoría de ellas iban a enseñar la asignatura... Cuando salí y no querían mujeres en el laboratorio, fue una conmoción”.

Gertrude empezó a trabajar como profesora y luego aceptó un trabajo, inicialmente sin sueldo, como asistente de laboratorio para poder continuar sus estudios en la Universidad de Nueva York, a la que ingresó en 1939. Un año después, había completado los créditos para su maestría en ciencias, pero tuvo que volver a dar clases para poder hacer por las noches la investigación necesaria para obtener su título.

Era 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, y escaseaban los profesionales de la química. Aún así, el único trabajo que pudo obtener pese a su grado de maestría fue como analista química, que después pudo abandonar para dedicarse finalmente a la investigación. La oferta que más le interesó fue la del investigador George H. Hitchings, que encabezaba el laboratorio de investigación biomédica de la farmacéutica Burroughs-Wellcome (hoy parte del laboratorio GlaxoSmithKline). Aunque sólo tenía otra persona a su cargo, Hitchings contaba con carta blanca de la compañía para dedicarse a la investigación que considerara pertinente.

Gertrude Elion se integró al equipo de Hitchings en 1944 y nunca más se separaría de la empresa, donde realizó toda su carrera. Hitchings no tenía problemas en trabajar con mujeres en el laboratorio sino que además impulsó a Gertrude para que ampliara sus conocimientos de química acercándola a lo que hoy conocemos como investigación biomédica en el sentido más amplio.

El equipo se propuso una aproximación novedosa para su tiempo. En lugar de funcionar por ensayo y error para probar distintas sustancias en distintas enfermedades, se dieron a la tarea de analizar químicamente el resultado de las afecciones. Es decir, estudiaban las diferencias a nivel bioquímico entre las células sanas y los agentes causantes de las enfermedades (como los virus) y partir de esa información para diseñar sustancias que bloquearan las infecciones.

El primer resultado de esta aproximación fue una purina, que es un compuesto orgánico de nitrógeno formado por dos anillos, que podía inhibir el desarrollo de la leucemia en ratones y que ayudó a algunos pacientes con leucemia en pruebas clínicas. Sobre esta base, Gertrude desarrolló la 6-mecaptopurina, que hoy en día se utiliza como quimioterapia para tratar algunas formas de cáncer (incluida la leucemia) y enfermedades inflamatorias del aparato digestivo.

Seguirían, en rápida sucesión, la azatioprina, el primer agente inmunosupresor (que suprime la respuesta inmune) que evitaba el rechazo de órganos y permitió por primera vez el trasplante de riñones entre personas no emparentadas entre sí, un medicamento que combate al parásito de la malaria, un antibiótico que combate la meningitis, la septicemia y otras infecciones bacterianas, el aciclovir contra el herpes y otros medicamentos contra el cáncer.

Su carrera, sin embargo, le exigió un sacrificio que iría en contra de la lógica de cualquier investigador científico. Habiendo empezado a estudiar un doctorado por las noches en el Politécnico de Brooklyn, llegó un momento en que la escuela le exigió que asistiera a jornada completa, para lo cual tendría que renunciar a su empleo en el laboratorio. Decidió quedarse y renunciar al doctorado, esa meta tan importante en la ciencia.

A cambio, a partir de 1969 y durante 30 años, recibió 25 doctorados honorarios que resaltaban que su enorme labor científica no había necesitado ese valorado título. A lo largo de su carrera, trabajó también para el Instituto Nacional del Cáncer de los EE.UU. y la Organización Mundial de la Salud entre otras muchas instituciones de combate a la enfermedad, además de impartir clases en diversas universidades , desde 1967 fue nombrada responsable del departamento de Terapia Experimental de Burroughs-Wellcome y, después de retirarse en 1983, siguió trabajando como consultora del laboratorio y en diversas actividades relacionadas con la investigación.

Cuando obtuvo el Nobel en 1988, declaró al New York Times: “El premio Nobel está muy bien. Pero los medicamentos que he desarrollado son una recompensa por sí mismos”.

Gertrude Elion murió en 1999, después de recibir prácticamente todos los honores y premios de la investigación biomédica y la invención a nivel internacional y de los Estados Unidos.

Hacer lo que te gusta

Gertrude Elion no se casó ni tuvo hijos, y sus entretenimientos eran la fotografía y los viajes. Si su vida era su trabajo, es porque lo disfrutaba. Como dijo en una conferencia: “Es importante dedicarte al trabajo que te gustaría hacer. Entonces no parece trabajo. A veces uno siente que es casi demasiado bueno para ser cierto que alguien te pague por pasarlo bien”.

¿Cómo sabemos que sabemos?

Podemos descubrir cosas sobre nuestro universo, sobre lo animado y lo inanimado, con una certidumbre razonable. Esto no fue así durante la mayor parte de la historia del ser humano.

Novum Organum Scientiarum, la
"nueva herramienta de la ciencia",
libro esencial de Francis Bacon para
el desarrollo del método científico.
(vía Wikimedia Commons)
 
El ser humano se define, entre otras cosas, por su capacidad de crear y transmitir conocimientos, una estrategia de supervivencia novedosa y exclusiva (hasta hoy), que permitió a nuestra especie, a sus antecesoras y parientes evolucionar a un ritmo muy acelerado respecto de las demás.

Los seres vivos desarrollan nuevas capacidades lentamente. Los mejor adaptados tienden a reproducirse más eficazmente de modo gradual, acumulando sus ventajas generación tras generación. El ser humano puede adoptar rápidamente, y a nivel individual, numerosas características adaptativas. Hacer fuego o herramientas, cambiar estrategias de cacería, empezar a alimentarse de plantas y animales nuevos o aprender electrónica o música son sólo ejemplos de los rápidos cambios no genéticos que nos permite el conocimiento.

Por ello hemos buscado cuál es la mejor forma de obtener conocimiento. Algunos, especialmente prácticos, se obtuvieron por ensayo y error. Si un miembro del grupo probaba un alimento nuevo y enfermaba, se consideraba que el alimento era inadecuado por alguna causa. Si un miembro conseguía hacer una herramienta o arma de buena calidad, podía enseñárselo a otros, y todos aprender qué tipos de piedra eran mejores.

Pero las preguntas siempre han sido más abundantes que las respuestas y se necesitaban fuentes de conocimiento. Por ejemplo, la revelación de los dioses, que algunos decían que recibían en “visiones” o sueños vívidos o poderes especiales. Pero esta forma de conocimiento no era fiable, ni entonces ni hoy, cuando la usan videntes y brujos, y es que no era ni precisa, ni fiable.

Grecia y la filosofía

Hacia el siglo VI antes de la Era Común, en Grecia se empezó a tratar de conocer la realidad de un modo nuevo, a través del pensamiento y la reflexión: la “filosofía” o ”amor por la sabiduría”. Su sistema era el discurso razonado, el pensamiento crítico y la reflexión. Por medio de las matemáticas, la geometría y la lógica encontraron afirmaciones cuya verdad podía ser demostrada sin intervención de los dioses, lo que animó otras formas de investigación.

Sócrates, en el siglo V a.E.C. desarrolló el método dialéctico, de preguntas y respuestas para analizar las más diversas afirmaciones. El cuestionamiento y las contradicciones permitían eliminar las ideas menos acertadas y buscar otras mejores. Junto con ello, había una forma de comprobar ideas en la práctica, empíricamente. Este método fue aplicado selectivamente por Aristóteles, que logró ver que los delfines son mamíferos pero creyó que las moscas tienen cuatro patas, cuando bastaba atrapar una y contarlas para tener una mejor respuesta.

La filosofía griega dio lugar a la escolástica medieval, método que buscaba la verdad mediante la razón pero sin contradecir a las autoridades del pasado, válidas por dogma. Si una afirmación contradecía a la Biblia o a Aristóteles o a alguno de los padres de la iglesia, se daba por errónea.

Pero en el Renacimiento, alrededor del siglo XVI, algunos pensadores se atrevieron a desafiar a las autoridades con una nueva forma de buscar conocimiento a través de una observación metódica con la cual proponer explicaciones o interrelaciones entre los fenómenos del universo y, después, revisar la evidencia para ver si sustenta o rechaza la hipótesis.

Pero para aprovechar el nuevo método al máximo era necesario cuestionarlo todo, no aceptar verdades a priori como las de las autoridades, sino tomarlas y someterlas al escrutinio del método para confirmarlas o rechazarlas. Esto disparó el conflicto de la religión y la filosofía escolástica contra lo que Francis Bacon llamaba “conocimiento claro y demostrativo”.

Aplicando de distintas formas el “método científico”, Andreas Vesalio contrastó las afirmaciones de las autoridades sobre la anatomía del cuerpo humano y descubrió que muchas eran incorrectas, además de encontrar otras muchas más certeras. Copérnico observó el movimiento de los cuerpos celestes y, con la evidencia a su alcance, desarrolló una explicación mejor que las anteriores. Galileo observó los cuerpos celestes por el telescopio y confirmó que las ideas de Copérnico eran preferibles. También hizo experimentos que demostraron que las ideas de Aristóteles sobre la caída de los cuerpos eran incorrectas: un cuerpo diez veces más pesado que otro no cae diez veces más rápido, cae a la misma velocidad.

Las afirmaciones producto de este nuevo método podían ser corroboradas o verificadas independientemente por cualquier otra persona que tuviera los mecanismos necesarios de observación y de contrastación de la evidencia. Galileo podía haber sido condenado a arresto en su casa por lo que dijo ver en su telescopio, cuatro lunas girando alrededor de Júpiter como los planetas giran alrededor del sol, pero cualquiera que tuviera un telescopio podía ver lo mismo.

El uso de la evidencia como gran juez de la validez de una afirmación fue el elemento central de lo que se conoció como “revolución científica”.

A partir de ese momento, los seres humanos no sólo empezamos a saber cada vez más cosas, sabíamos cuál era el camino necesario para saberlas, y empezamos a aplicarlo intensamente en las más diversas disciplinas. ¿El agua es un elemento o es un compuesto que se puede dividir en otros elementos? La evidencia experimental demostró que está formada de hidrógeno y oxígeno, no había opinión contraria aceptable. ¿El corazón era simplemente el órgano que daba calor al cuerpo o era el encargado de mover la sangre por todo el organismo? La evidencia demostró que la segunda explicación era mucho más precisa.

Así, descartando hipótesis en función de la evidencia y desarrollando otras hipótesis susceptibles de ser mejoradas, la ciencia y su método consiguieron darlos un conocimiento certero que el ser humano apenas había vislumbrado en el pasado. El nuevo sistema, además, podía autocorregirse, es decir, si un científico erraba en sus observaciones, en sus experimentos, en los datos que reunía, otro podía verificarlo y encontrar los errores para mejorar poco a poco las explicaciones de todo cuanto estudia la ciencia.

Por primera vez en la historia disponemos de un método que nos permite saber con certeza y que nos permite además entender cómo es que los científicos de distintas disciplinas saben las cosas, y que tiene además la enorme ventaja de que funciona, como podemos ver en el mundo a nuestro alrededor, transformado y hecho posible por él.

Un resumen

Francis Bacon (1561-1626), defensor del método científico, lo resumió someramente así: “Observación y experimento para reunir material, inducción y deducción para desarrollarlo: éstas son las únicas buenas herramientas intelectuales.”

Había una vez un gigante...

Los maravillosos mitos de los gigantes están en todas las culturas, una metáfora de fuerza, grandeza y poder, pero desafortunadamente imposibles.

El hombre más alto del mundo en 2013, el
campesino kurdo Sultan Kösen, de 2,51 metros,
con un trastorno de la pituitaria, que exhibe la
debilidad que conlleva la gran estatura:
sólo puede caminar con bastón.
(Foto CC de Amsterdamman
vía Wikimedia Commons)
Nos atraen los extremos, lo más alto, lo más bajo; lo más caliente, lo más frío; lo más rápido, lo más lento... industrias completas como el Libro Guinness de los Récords, que desde 1954 recopila los más variados extremos ya sean del universo, de los logros y características humanos, animales, minerales, vegetales, planetarios y cósmicos.

De entre todos los mitos sobre extremos que nos han legado diversas culturas, uno destaca por su frecuente y atractiva presencia: el de los gigantes, ya sea humanos, o semihumanos.

Así tenemos, en la antigua Grecia, los mitos de numerosos gigantes, entre los cuales los más conocidos son los titanes (incluidos los cíclopes), hijos de Gaia, la Tierra, y Urano, el cielo, y Talos, el gigante de bronce forjado por Hefestos para proteger a Europa y que aparece en la historia de Jasón y los argonautas. En el Tanakh, el libro canónico de la Torah o biblia hebrea, aparecen los Anakin, gigantes aterradores, mientras que en el libro del Génesis de la Biblia cristiana, capítulo 6, versículo 4, poco antes de que Yahvé decidiera el diluvio universal, se establece: “Había gigantes en la tierra en aquellos días”. Y el gigante Goliat en su enfrentamiento con David ofreció una metáfora perdurable no sólo para los creyentes.

Mitos nórdicos y celtas, hindús y japoneses, aztecas y tibetanos, filipinos y mayas, incluyen entre su elenco a una enorme variedad de gigantes, algunos como ogros temibles, otros como bondadosos seres que sostienen el cielo, dioses o simples hombres de estatura excepcional, atribuyéndoles con frecuencia las construcciones de antiguas culturas, como ocurre con los jentilak vascos, a quienes se atribuye la erección de los dólmenes o jentilarri. Los mitos han sido, a su vez, retomados como metáforas por las artes, ofreciéndonos nuevas visiones de estos hombres y mujeres (o semihumanos) de tallas extremas.

Pero en la realidad no hay gigantes.

Algunos espacios marginales del mundo del misterio, de lo supuestamente paranormal o de las fantasías de lo extraordinario suelen proponer la existencia de gigantes reales en la antigüedad, fueran los habitantes de la mítica Atlántida de Platón o el yeti, incluso haciendo circular fotografías trucadas en donde personas de talla normal aparecen junto a osamentas colosales, o junto a momias con sospechoso aspecto de cartón piedra que se afirma que pueden medir desde tres hasta 11 metros de estatura.

Un biólogo, sin embargo, necesita simplemente echar una ojeada a estas fotografías para saber que se trata de trucos, es decir, que los seres que representan son biológicamente imposibles.

Receta para un gigante

El ser humano más alto que se ha registrado hasta la fecha es el estadounidense Robert Pershing Wadlow, que vivió en Illinois entre 1918 y 1940 y que alcanzó una estatura de 2,72 metros debido a un problema de hiperactividad de su glándula pituitaria, algo que no ocurriría en la actualidad, pues existen tratamientos para regular su funcionamiento.

Su breve vida, sin embargo, fue complicada y dolorosa. Para poder caminar necesitaba llevar abrazaderas en las piernas y no tenía casi sensibilidad en as extremidades inferiores, de modo que se rompió varios huesos y, finalmente, murió por una septicemia debida a una ampolla que le provocaron las abrazaderas.

Los problemas que sufrió Wadlow, como muchos otros gigantes reales, se deben a que la estructura de los huesos humanos sólo es eficaz hasta cierto peso, más allá del cual son incapaces de funcionar adecuadamente sin un rediseño profundo de su ingeniería.

Si vemos las patas de un animal relativamente pequeño y de poco volumen y peso, como una hormiga, veremos que son extremadamente delgadas y sin embargo pueden soportar perfectamente el peso del cuerpo del animal. Un animal esbelto como un galgo o un corzo tienen patas proporcionalmente más gruesas si los comparamos con la hormiga, y cuando llegamos a animales muy voluminosos, como los hipopótamos, los elefantes o las tortugas galápagos, encontramos que sus patas son mucho más gruesas en proporción de su cuerpo.

El motivo de esto es un fenómeno que describió Galileo Galilei en su libro Dos nuevas ciencias de 1638 y que en términos generales establece que si hacemos crecer un objeto cualquiera, su volumen aumenta mucho más rápidamente que su área. Esta ley se conoce como la ley del cuadrado cubo. Si un objeto crece cierto porcentaje, su área aumentará al cuadrado de ese porcentaje y su volumen aumentará al cubo de ese porcentaje.

Si duplicamos el tamaño de una persona de 1,70 hasta que mida 3,40, la fuerza de sus huesos (y su área) no se multiplicarán por 2, sino por el cuadrado de 2, es decir, por cuatro; pero su volumen aumentará al cubo de 2, o sea ocho veces: si pesaba 80 kilogramos ahora pesará 640 kilos.

Y si pesas 640 kilos, la estructura ósea fallará. Tendrías que evolucionar de modo que tus piernas fueran mucho más musculosas y de huesos más resistentes

Pero ése no sería el único problema: tu fisiología de 1,70 ya no serviría, tendrías que tener otro sistema de enfriamiento (motivo por el cual los elefantes tienen grandes orejas para irradiar el enorme calor que generan sus cuerpos, o por el cual los hipopótamos pasan el rato en el agua), tendrías que comer muchísimo más, alterando todo tu aparato digestivo... es decir, te parecerías más a un elefante que a un ágil gigante de cuento.

Estas ideas las desarrolló el biólogo J.B.S. Haldane escribió en 1926 un ensayo donde exploraba la estructura general de los animales y demostraba que para cada estructura hay un tamaño adecuado y una serie de sistemas bastantes para su supervivencia. Mientras más grande se haga un animal respecto de su estructura, más débil se volverá. La forma, la estructura y el tamaño están estrechamente relacionados y son el resultado de la evolución de cada variedad animal.

Así, las fantasías cinematográficas de un aparato que hiciera crecer a las hormigas para crear un ejército invasor resultan biológicamente poco viables. Antes de ser aterradores gigantes, al alcanzar quizá el tamaño de un gato pequeño, se derrumbarían sobre patas incapaces de sostener un peso que se elevaría al cubo cada vez que la longitud de la hormiga se elevara al cuadrado.

El cuerpo humano no está hecho para el gigantismo. Tiene el tamaño que tiene porque es el adecuado para todos sus sistemas biológicos.

Los límites de lo normal

Se estima que la estatura media de los seres humanos es de algo más de 1,66m, con un promedio en hombres de 1,72 y en mujeres de 1,60. Entre los jugadores de baloncesto, el hombre más alto ha sido el rumano Gheorghe Muresan, con 2,31, y la mujer más alta ha sido la polaca Margo Dydek, con 2,18. En términos generales, los hombres miden de media 1,08 veces la estatura de las mujeres.

Los muchos padres del bosón de Higgs

La ciencia no es un emprendimiento individual, ni en el pasado ni en la actualidad, aunque a veces el crédito se lo lleve sólo una persona.

Los codescubridores del campo y bosón de Higgs. De izq. a der.:
Tom Kibble, Gerald Guralnik, Carl Hagen, François Englert y
Robert Brout. (Foto DP de Timm Roetger, vía Wikimedia Commons)
Si uno le pregunta a Peter Higgs, lo llama el “bosón escalar”, y hay otras propuestas para cambiar el nombre de la partícula que varios físicos teóricos postularon en 1964 y que fue hallada, o al menos muy probablemente hallada, en el acelerador de partículas LHC del CERN en la frontera franco-suiza, y anunciada en julio de 2012.

Una de las propuestas es llamarlo “bosón BEHGHK”, que se pronunciaría como “berk” con “r” francesa... o “begk”. Aunque menos eufónico que “bosón de Higgs”, este nombre daría crédito incluyendo las iniciales de los apellidos de todos los científicos que participaron en la descripción de la partícula: Robert Brout, François Englert, Peter Higgs, Gerald Guralnik, Carl Hagen y Tom Kibble. Hagen, por su parte, favorece el nombre “bosón escalar SM” por “standard model” o “modelo estándar”.

El problema es que la costumbre del comité del premio nobel es no dar el premio a más de tres personas, y que los galardonados aún vivan al momento de anunciarse el galardón. Esto ha significado que en muchas ocasiones se han pasado por alto colaboraciones o aportaciones de gran importancia y se han consagrado en la memoria sólo algunos nombres.

En este caso, Englert y Brout fueron los primeros en hacer su aportación teórica en la revista Physical Review Letters en agosto de 1964. En octubre de ese mismo año, y en la misma publicación, aparecía el trabajo teórico de Peter Higgs, más completo y con ecuaciones precisas sobre el mecanismo mediante el cual podía romperse la simetría que según los físicos es una característica esencial de los sistemas físicos. Finalmente, el mes siguiente la misma revista publicaba el artículo de Guralnik, Hagen y Kibble, el más completo de los tres. Todos los artículos demostraban teóricamente la forma en que algunas partículas adquieren masa, una idea que fue consolidándose con el trabajo teórico y experimental de los años siguientes de muchos otros científicos.

La teoría más completa y coherente que tenemos hoy para explicar todos los fenómenos físicos del universo es el llamado “Modelo estándar”, que describe las relaciones entre las distintas partículas elementales y las tres fuerzas que conocemos: la gravedad, la fuerza nuclear fuerte y una fuerza que es al mismo tiempo la electromagnética y la fuerza nuclear débil, conocida como “electrodébil”. Pero para que todo tenga sentido, debía existir una determinada partícula con características precisas responsable de impartir masa a otras partículas, el bosón de Higgs. Su búsqueda desembocó en el diseño, construcción y operación del Gran Colisionador de Hadrones (LHC).

La altamente probable confirmación de la existencia del bosón de Higgs realizada experimentalmente por el LHC claramente era materia de Premio Nobel de Física. Sin embargo, como lo esperaba Carl Hagen, cabeza del tercer grupo de físicos implicados, el comité del Nobel prefirió atenerse a sus reglas y en vez de dar el premio a los cinco científicos supervivientes (Brout murió en 2011) eligió dárselo únicamente a Englert y a Higgs, dejando alguna amargura entre los tres miembros del otro equipo codescubridor.

Descubrimientos simultáneos y nombres olvidados

La ciencia no es un emprendimiento totalmente individual, sino un flujo de conocimientos que van acumulándose e impulsando nuevos hallazgos a veces en direcciones previsibles. Como señaló Newton, los que ven muy lejos lo consiguen a hombros de gigantes. Pero a veces dos son capaces de ver lo mismo simultáneamente, a veces con consecuencias ásperas.

Un ejemplo involucró al propio Isaac Newton, que desarrolló el cálculo prácticamente al mismo tiempo que el matemático alemán Gottfried Leibniz. La controversia sobre si Leibniz había trabajado independientemente del inglés o simplemente había plagiado su trabajo con otra notación matemática amargó los últimos años del alemán. Y aún hoy en día hay quienes lo debaten.

Menos controvertido fue el descubrimiento de la evolución por medio de la selección natural realizado por Alfred Russell Wallace quien mandó sus conclusiones a Darwin antes de que se publicaran los estudios de éste. Darwin promovió la publicación de Wallace y siempre consideró que la nueva teoría era trabajo de ambos, pese a que su confirmación científica de la selección natural era mucho más sólida que las que había alcanzado Russell. Ambos defendieron juntos la idea hasta el final.

Durante 43 años hubo un debate sobre el invento de la tecnología subyacente a la radio. Nikola Tesla había demostrado la transmisión de radio a fines del siglo XIX (aunque su explicación de su funcionamiento era errónea, creyendo que ocurría por la tierra, no por aire) y había obtenido dos patentes clave en 1900 poco antes de Marconi. No fue sino hasta 1943 cuando el Tribunal Supremo de los Estados Unidos reconoció que esas patentes eran las prioritarias, convirtiendo de hecho a Tesla en el inventor teórico de la radio, aunque Marconi fuera quien la desarrolló en la práctica.

Finalmente, aunque quedarían muchos ejemplos en el tintero, está el caso de Rosalind Franklin, la cristalógrafa cuya fotografía por difracción de rayos X de una molécula de ADN fue fundamental para que Francis Crick y James Watson terminaran su modelo de la estructura de doble hélice del ADN en 1953. El Premio Nobel de 1962 por este revolucionario descubrimiento fue para estos dos investigadores, y también para Maurice Wilkins, el otro cristalógrafo que había realizado diversas imágenes del ADN. Rosalind Franklin había muerto en 1958 y su aportación al conocimiento de nuestra genética fue temporalmente opacada. Ahora que se ha rescatado su figura, queda en el relativo olvido su compañero y ocasional rival, Maurice Wilkins.

Estos casos, junto con el de los seis físicos que son padres comunes del bosón de Higgs, nos recuerdan que más allá de los titulares, de los grandes premios y de los tresminutos de fama del informativo televisual, hay muchos otros investigadores sin los cuales no tendríamos el mundo, la esperanza de vida y el conocimiento que distingue a nuestra etapa histórica como la otra cara de la moneda de nuestras dificultades, crisis y problemas.

Si se premiara al LHC

El presidente de la Sociedad Física Estadounidense, Michael Turner, explicaba al Washington Post cuando se anunció el Nobel a Higgs y Englert: “Cada vez más los descubrimientos involucran a una comunidad. Fueron necesarias 10.000 personas y 10 mil millones de dólares para construir el instrumento que hizo este descubrimiento, y sería muy difícil reducir ese grupo incluso a 100 personas, ya no digamos a tres”. Quizá el comité del Nobel tenga que replantearse su regla.

De la saliva a la historia de la Tierra: Nicolás Steno

Un verdadero hombre del renacimiento, o del final del renacimiento, Nicolás Steno, el padre de la geología fue además anatomista, naturalista y tardío obispo.

Hoja conmemorativa de Nicolás Steno,
ofrecida por un congreso de geólogos
en 1881. (Via Wikimedia Commons)
Durante siglos, el hombre conoció unas curiosas piedras llamadas “piedras lengua” o glossopetrae. Plinio el Viejo, en su Historia natural, cuenta que estas piedras caían del cielo en luna menguante, que eran indispensables para la adivinación mediante la luna y que podían detener los vientos tormentosos. En el Renacimiento, por su parte, se creía que eran dientes de dragones y servían como antídoto para mordeduras de serpientes y otros venenos.

En 1666, un joven médico y atento observador de la naturaleza, el danés Niels Stensen (mejor conocido como Nicolás Steno), pudo examinar la cabeza de un tiburón pescado en Livorno, cerca de Florencia, donde él disfrutaba del mecenazgo de Fernando II, Gran Duque de la Toscana. Se dio cuenta de que los dientes del depredador eran muy parecidos a las piedras lengua y pensó que un proceso desconocido había convertido los dientes en piedra.

Pero la idea prevaleciente era que los fósiles eran resultado de una fuerza del interior del planeta, productos de alguna misteriosa actividad del planeta. Steno demostró que los dientes no eran “nuevos”, sino que mostraban evidencias de estar desgastados por el uso, mellados y degradados, lo que señalaba que eran viejos y, por tanto, reliquias de tiempos antiguos. Observó lo mismo en otros fósiles, entre ellos los de origen marino que se encontraban en las cumbres de las montañas, confirmando la idea que Leonardo Da Vinci había ya propuesto 150 años atrás: los fósiles eran los restos de animales que habían vivido en tiempos antiguos.

Esta sola comprobación habría sido suficiente para darle a Stensen-Steno un lugar en la historia de la ciencia. Pero su aportación habría de ser muchísimo más extensa. En parte debido a que se vio impulsado a buscar respuesta a otra pregunta que presentaban los fósiles: ¿cómo es que estaban con frecuencia incrustados en las rocas

El religioso científico

Nicolás Steno nació en Copenhague, capital de Dinamarca, el 11 de enero de 1638, en una opulenta familia de orfebres estrictamente luteranos y estudió medicina tanto en su ciudad natal como en Holanda. Durante sus estudios, cuando apenas tenía 22 años de edad, descubrió el conducto que lleva la saliva a la boca desde la glándula parótida, la mayor de las tres glándulas salivales, situada en la parte posterior de nuestras mejillas, y que por ello se conoce todavía como “conducto de Stensen”.

Terminando sus estudios, se lanzó a recorrer Europa en un peregrinaje que duraría prácticamente toda su vida al tiempo que continuaba con estudios que desafiaban las creencias de la época. Así consiguió descubrir la naturaleza de las contracciones musculares e identificar al corazón como un músculo más, además de que sus disecciones de cerebros demostraron, ni más ni menos, que eran totalmente erróneas las especulaciones de Descartes sobre el cerebro y, concretamente, su idea de que la glándula pineal estaba aislada y en continuo movimiento, que los nervios terminaban en una cavidad que rodeaba a esta glándula y que la sangre iba directamente a ella para preservar su calor, tres afirmaciones que Steno demolió en el Discurso sobre la anatomía del cerebro que impartió en 1665, un año antes de su giro a la geología.

Un descubrimiento adicional que realizó en 1663 fue que la leche materna era producida en el pecho y llevada a los pezones por pequeños conductos.

Dado que el danés consideraba que el método científico le permitía alejarse de la falsedad, no sólo en cuanto a ciencia sino también respecto de la religión, no parecen haberle afectado las contradicciones entre sus descubrimientos y sus creencias religiosas.

Tres años después de su estudio del tiburón, Steno concluyó que para que las rocas envolvieran a los fósiles, debían haber sido líquidas en algún momento para luego solidificarse sobre ellos, o sobre otras capas de roca. Si tal era el caso, la Tierra debía mostrar la presencia de distintos estratos.

El estudioso se dedicó entonces a visitar canteras, minas y cavernas por toda la Toscana, desde Carrara, mítica cuna del mármol más blanco, hasta los Apeninos y las tierras bajas costeras. Producto de sus observaciones fueron los principios o leyes sobre los estratos geológicos que detalló en su escrito Precursor de una disertación sobre un sólido naturalmente contenido en otro sólido, conocido como Prodromus, donde hacía la historia geológica de la región de la Toscana y de ella derivaba los principios básicos que formaron las bases de la geología como disciplina científica.

El primero es el “principio de superposición”, que señala que las capas de roca se depositan unas sobre otras en una secuencia temporal, las más antiguas abajo y las más jóvenes encima, lo que permitía conocer las eras de la existencia de nuestro planeta. El segundo es el principio de “horizontalidad original”, según el cual los sedimentos se depositan como líquidos y, por tanto, lo hacen horizontalmente, rellenando las irregularidades del fondo pero dejando una superficie llana, y que cuando los estratos no se encuentran así se debe a alteraciones posteriores, como terremotos o volcanes. El tercero es el principio de la continuidad lateral, que dice que las capas de sedimentos son continuas a menos que un obstáculo evite que tales sedimentos se extiendan al depositarse.

Una de sus observaciones más relevantes fue que las capas más antiguas, en los estratos más alejados de la superficie, no contenían fósiles. Su conclusión, poco ortodoxa en lo religioso, fue que esas rocas eran anteriores a la aparición de la vida en la Tierra.

Sin embargo, la carrera científica de Steno se detuvo súbitamente. Se había convertido al catolicismo en Italia en 1667, pero en 1675 dio un paso decisivo ordenándose como sacerdote, actividad a la que se dedicó entonces de lleno, tanto que en 1677 fue nombrado obispo y enviado a Alemania, donde murió en 1686, a la temprana edad de 48 años, sin llegar a escribir nunca el magno libro anunciado en su Prodromus de sólo 78 páginas.

Su obra científica fue casi olvidada hasta que en 1823 el naturalista Alexander Von Humboldt lo llevó a la luz pública como el padre de la geología.

Los cristales

Estudiando cristales de distintas sustancias y midiéndolos cuidadosamente, Steno observó que los cristales de diferentes sustancias pueden tener tamaños distintos, pero los ángulos entre dos facetas correspondientes de cada cristal son constantes y característicos de esa especie de cristal. Este descubrimiento originó la cristalografía, que nos permite conocer muchas características de las sustancias observando los cristales que forman.