Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Genética no es destino

Dos ratones clonados, genéticamente idénticos,
pero con distinta expresión genética de la cola por
factores epigenéticos.
(foto CC Emma Whitelaw via Wikimedia Commons)
¿Por qué somos como somos?

Durante gran parte de la historia humana, se atribuyó la respuesta a una fuerza más o menos misteriosa llamada “destino”, o a los designios, caprichos y devaneos de los dioses.

Aún entonces se entendía ya que existía una herencia. Los padres rubios o de baja estatura tendían a tener hijos rubios o de baja estatura. Así, incluso en la mitología griega, los hijos de los dioses con seres humanos eran semidioses, y tenían algunas de las características de sus padres divinos.

A partir del siglo XIX, con los trabajos de Darwin y Mendel, empezaron a descubrirse los mecanismos de la herencia. Y pronto supimos que nuestras células albergan largas cadenas de ADN que heredamos de nuestros progenitores, y en las que están presentes los genes, segmentos de esta molécula que producen proteínas.

La herencia genética se convirtió pronto en una pseudoexplicación para casi cualquier rasgo humano. Si los negros o las mujeres tenían calificaciones más bajas en la escuela, no se pensaba que su entorno social, familiar, económico, alimenticio y formativo temprano podría tener la culpa, sino que se echaba mano rápidamente de la “genética” para explicarlo.

La incomprensión de la herencia llevó muy pronto a aberraciones tales como la eugenesia, el racismo con coartada, el darwinismo social y otras ideas sin sustento científico que, sin embargo, marcaron la historia humana, especialmente en el origen y trágicos resultados de la Segunda Guerra Mundial.

Así se empezaron a buscar los “genes de” las más distintas características físicas y conductuales del ser humano, y los medios de comunicación procedieron a informar, no siempre con el rigor y la cautela necesarios, de la existencia de “genes de” la calvicie, el cáncer, el alcoholismo, la esquizofrenia, la capacidad matemática, la genialidad musical y muchos más.

En la percepción pública, nuestros genes marcaban de manera fatal, decisiva e irreversible todo acerca de nosotros. Las compañías de seguros se plantearon rápidamente la discriminación genética, para no venderle seguros de salud a personas genéticamente predestinadas a sufrir tales o cuales afecciones, y no pocas empresas se plantearon más o menos lo mismo

Sin embargo, al finalizarse el proyecto de codificación del genoma humano en 2003 y empezarse a estudiar sus resultados, se descubrió que en nuestro ADN hay únicamente alrededor de 25.000 genes que efectivamente codifican proteínas, entre el 1% y el 2% del ADN.

Evidentemente, eran demasiado pocos genes para explicar la enorme cantidad de rasgos físicos y de comportamiento, emociones, sentimientos y procesos intelectuales del ser humano. Más aún, el nombre dado al ADN restante "junk" o "basura" parecía indicar que el 98% de toda nuestra carga genética era inservible.

Como suele ocurrir en la ciencia, se ha ido demostrando, sin embargo, que las cosas son bastante más complicadas.

Los genes codifican proteínas, que son cadenas más o menos largas formadas a partir de sólo 20 elementos básicos, los aminoácidos. Los 25.000 genes codificadores de nuestro ADN son capaces de sintetizar entre uno y dos millones de proteínas distintas. Para ello, el gen produce una copia de uno de sus lados en ARN mediante el proceso llamado “transcripción”, y el ARN resultante es “editado” (cortado y vuelto a unir) para convertirlo en el ARN mensajero que directamente toma los aminoácidos y “arma” una molécula de proteína que puede contener casi 30.000 aminoácidos en distintas secuencias.

Pero, ¿cómo “sabe” un gen que debe iniciar este proceso? Si existe un elemento que le informa que debe hacerlo, la ausencia de dicho elemento provocaría que el gen nunca actuara, nunca produjera ARN mensajero ni proteínas... dicho de otro modo, el gen nunca se “expresaría”.

Es decir, por encima de nuestra carga genética existen mecanismos y procesos que controlan la actividad de los genes en el tiempo y en el espacio, que “encienden” y “apagan” su actividad y que pueden realizar una gran cantidad de operaciones sobre nuestros genes que van más allá de activarlos o desactivarlos.

Estos mecanismos no son inamovibles como el ADN, que sólo puede alterarse mediante mutaciones o manipulación directa de ingeniería genética, sino que están sometidos las condiciones del medio ambiente y responden a ellas activando y desactivando los genes como un pianista pulsa o no una tecla para producir una melodía.

Los elementos del medio ambiente que actúan sobre estos mecanismos, llamados “epigenoma”, son muy variados: la alimentación, la actividad deportiva, la actividad intelectual, el estrés, los contaminantes, las emociones... todo lo que nos afecta puede afectar a la expresión de nuestros genes mediante el epigenoma.

Además de la enorme complejidad que la epigenética introduce en nuestra comprensión de la herencia y la expresión de los genes, los biólogos moleculares están llegando a la convicción de que el mal llamado “ADN basura” que forma el 98% de nuestra carga de ADN no es un sobrante inútil, sino que forma parte de un complejo entramado químico que regula la activación y desactivación de los genes, su expresión y la forma y momento en la que ésta se realiza.

El biólogo evolutivo y divulgador Richard Dawkins ha escrito que nuestro ADN, nuestra carga genética, no es un plano, sino una receta. Nuestro ADN no indica de modo estricto y preciso las medidas y datos milimétricos del cuerpo que va a construir y hacer funcionar durante varias décadas, lo que sería tremendamente arriesgado pues la falta de un material haría imposible la construcción.

En cambio, el ADN ofrece indicaciones que dejan libertad para utilizar alternativas. Un ingrediente puede ser sustituido, o las cantidades alteradas según su disponibilidad. Así, sujeta a la materia prima y las capacidades del “chef” medioambiental, la tarta saldrá mejor o peor, pero comestible en la mayoría de los casos.

Como suele ocurrir con las explicaciones que parecen “demasiado sencillas”, la historia que nos cuentan los genes y nuestro ADN no está completa. Aún queda mucho por descubrir para poder responder a esa pregunta breve: ¿Por qué somos como somos?

Los gemelos no tan idénticos

Al nacer, y en las primeras etapas de su vida, los gemelos “idénticos”, aquéllos que tienen exactamente la misma carga genética, el mismo ADN, son realmente difíciles de diferenciar. Pero al paso del tiempo, y todos hemos tenido esa experiencia, los gemelos evolucionan de manera distinta, hasta que en su edad madura son relativamente fáciles de diferenciar por sus rasgos físicos y de conducta. Son el testimonio más claro que tenemos de la influencia del medio ambiente sobre nuestros genes. “Genéticamente idéntico” puede dar como resultado dos personas bastante distintas. La herencia no es la totalidad del destino.

Conocimientos e independencias americanas

Estatua de José Quer en el
jardín botánico de Madrid que él fundó
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Los procesos de independencia de los países americanos a principios del siglo XIX ocurren ciertamente como culminación del pensamiento ilustrado y el enciclopedismo, durante las guerras napoleónicas, cuando Napoleón Bonaparte domina el accionar político europeo.

Menos evidente es que estos procesos se dan en el entorno de una revolución del conocimiento, cuando la semilla sembrada por los primeros científicos, de Copérnico a Newton, empieza a florecer aceleradamente. El estudio de las reacciones químicas, la electricidad, los fluidos, los gases, la luz, los colores, las matemáticas y demás disciplinas ofrecían un panorama vertiginoso de descubrimientos, revoluciones incesantes, innovación apresurada.

Sólo en 1810, cuando se inicia la independiencia de Venezuela, Colombia, la Nueva España (que incluye a México y a gran parte de Centroamérica), Chile, Florida y Argentina, se aísla el segundo aminoácido conocido, la cisteína, iniciando la comprensión de las proteínas, se publica el primer atlas de anatomía y fisiología del sistema nervioso humano y Humphrey Davy da su nombre al cloro.

El despotismo ilustrado no sólo tuvo una expresión pólítica y social sino que también se orientó hacia la revolución científica y tecnológica que vivía Europa. Así, Carlos III, además de conceder la ciudadanía igualitaria a los gitanos en 1783 y de su reforma de la agricultura y la industria, fue un impulsor del conocimiento científico, sobre todo botánico, y ordenó el establecimiento de las primeras escuelas de cirugía en la América española.

Estudiosos como el historiador Carlos Martínez Shaw señalan que el siglo XVIII fue, en España, el siglo de oro de la botánica, desde que José Quer creó en Madrid el primer jardín botánico y recorrió la península catalogando la flora ibérica.

Varias serían las expediciones científicas emprendidas hacia el Nuevo Mundo en el siglo XVII con el estímulo de Carlos III, como la ambiciosa Real Expedición Botánica a Nueva España, que duraría de 1787 a 1803, dirigida por el oscense Martín Sessé y el novohispano José Mariano Mociño.

A lo largo de diversas campañas, y desde 1788 apoyada por el nuevo monarca, Carlos IV, la expedición recorrió América desde las costas de Canadá hasta las Antillas, y desde Nicaragua hasta California. Habrían de pasar más de 70 años para que sus resultados, debidamente analizados y sistematizados, se publicaran finalmente.

Más prolongada fue, sin embargo, la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, que transcurriría desde 1782 hasta 1808, donde se estudiarían por primera vez los efectos de la quina, mientras la Expedición Malaspina de 1789 en Argentina también aportó materiales para el jardín botánico español. Tan sólo dos años antes, el fraile dominico Manuel Torres había excavado y descrito el fósil de un megaterio en el río Luján.

Las expediciones científicas solían tener una doble intención, como delimitar la frontera entre las posesiones españolas y portuguesas o identificar posibles recursos valiosos, como la Expedición a Chile y Perú de Conrado y Cristián Heuland, organizada por el director del Real Gabinete de Historia Natural, José Clavijo, y que buscaba minerales valiosos para la corona.

No era el caso de una de las principales expediciones al Nuevo Mundo, la realizada por el naturalista alemán Alexander Von Humboldt a instancias de Mariano Luis de Urquijo, secretario de estado de Carlos IV. De 1799 a 1804, Humboldt, que recorrió el Orinoco y el Amazonas, y lo que hoy son Colombia, Ecuador, Perú y México, una de las expediciones más fructíferas en cuanto a sus descubrimientos, que van desde el hallazgo de las anguilas eléctricas hasta el estudio de las propiedades fertilizantes del guano y el establecimiento de las bases de la geografía física y la meteorología a nivel mundial.

No estando especializado en una disciplina, Humboldt hizo valiosas observaciones y experimentos tanto en astronomía como en arqueología, etnología, botánica, zoología y detalles como las temperaturas, las corrientes marítimas y las variaciones del campo magnético de la Tierra. Le tomaría 21 años poder publicar, aún parcialmente, los resultados de su campaña.

La ciencia y la tecnología española y novohispana fueron, en casi todos los sentidos, una y la misma, resultado de la ilustración y al mismo tiempo sometidas a los caprichos absolutistas posteriores de Carlos IV y Fernando VII.

Un ejemplo del temor a las nuevas ideas que se mantenían pese a las ideas ilustradas lo da el rechazo a las literaturas fantásticas a ambos lados del Atlántico. En 1775, el fraile franciscano Manuel Antonio de Rivas escribía en Yucatán la obra antecesora de la ciencia ficción mexicana, “Sizigias y cuadraturas lunares”, que sería confiscada por la Inquisición y sometida a juicio por defender las ideas de Descartes, Newton y los empíricos. Aunque finalmente absuelto en lo esencial, el fraile vivió huyendo el resto de sus días.

Entretanto, en España, el mismo avanzado Carlos III prohibía, en 1778, la lectura o propiedad del libro Año dos mil cuatrocientos cuarenta, del francés Louis Sébastien Mercier, que en su libro no presentaba tanto la ciencia de ese lejano futuro como la realización de todos los ideales de la revolución francesa.

Ciencia e ilustración, pues, pero no demasiadas.

La vacuna en América

Cuando la infanta María Luisa sufrió de viruela, a instancias del médico alicantino Francisco Javier Balmis el rey inoculó a sus demás hijos con la vacuna desarrollada por Edward Jenner en 1796. Dada la terrible epidemia de viruela que ocasionaba 400.000 muertes en las posesiones españolas de ultramar, la mitad de ellos menores de 5 años, Carlos IV apoyó la ambiciosísima Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, encabezada por Balmis, que recorrió los territorios españoles de América y Asia de 1803 hasta 1814, durante los primeros combates independentistas americanos. Este asombroso esfuerzo está considerado aún hoy una de las grandes aportaciones a la erradicación de la viruela en el mundo.

Estirpe canina

(Fotografía © Mauricio-José Schwarz)
Más allá de lo que nos enseña la vida con un perro, su cariño y compañía, su variabilidad física también puede ser la clave de importantes descubrimientos genéticos.

Fue apenas en 2003 cuando se consiguió secuenciar el genoma humano. Esto significa que en ese momento tuvimos un mapa de la composición de nuestro material genético. El lenguaje utilizado para escribir la totalidad del ADN o ácido desoxirribonucleico de todos los seres vivientes de nuestro planeta, utiliza únicamente cuatro letras, AGTC, iniciales de las bases adenina, guanina, timina y citosina, que unidas en pares de timina con adenina o guanina con citosina, forman los peldaños de la escalera retorcida o doble espiral del ADN.

Conocer el genoma de un ser vivo permite conocer su predisposición genética hacia ciertas enfermedades, así como saber la forma en que se desarrollan algunas afecciones y, de manera muy especial, nos permite ir desentrañando los mecanismos y los caminos de la evolución.

Y dado que una de las peculiaridades de la evolución humana ha sido nuestra relación con el perro, no fue extraño así que, sólo tres años después de que se secuenciara el genoma humano, los biólogos moleculares anunciaran la secuenciación del genoma de otro animal, un perro, concretamente uno de la raza boxer.

El anuncio del trazado del mapa genético completo de un perro lo hicieron en 2006 científicos del Instituto de Investigación Genómica en Rockville, Maryland, en los Estados Unidos. El biólogo molecular Ewen Kirkness expresó sus esperanzas de que eventualmente se pudieran identificar los genes responsables no sólo de enfermedades en los perros, sino también de otras características peculiares, tanto físicas como de comportamiento capaces de ayudar a la comprensión de varias enfermedades humanas.

Y es que, quizás por sus años unidos, los perros y los seres humanos comparten una gran cantidad de enfermedades, como la diabetes, la epilepsia o el cáncer. Sin embargo, resulta que es más fácil identificar en los perros algunos genes que, por simplificar la explicación, podríamos llamar causantes de ciertas enfermedades.

Una enfermedad en un ser humano puede ser producida por mutaciones en varios distintos genes, mientras que en el perro, sólo una mutación de un gen puede causar una enfermedad. Y es precisamente el mismo gen mutado el que ocasiona la misma enfermedad en los seres humanos.

Mientras que el genoma humano está formado por 3 mil millones de pares de bases (AT o CG) que forman unos 23.000 genes capaces de codificar proteínas, además de muchos otros genes no codificantes, secuencias regulatorias y grandes tramos de ADN que simplemente no sabemos qué función cumplen, el genoma del perro incluye unos 19.300 genes capaces de codificar proteínas, y la enorme mayoría de ellos son idénticos en el ser humano.

La búsqueda de genes que predisponen a una enfermedad, la ocasionan, la facilitan o la desatan, se facilita gracias a que distintas razas de perros tienen notables tendencias estadísticas a sufrir algunas enfermedades, trastornos o afecciones. Dado que las razas han sido creadas fundamentalmente por el capricho humano, y generalmente atendiendo más al aspecto del animal que a su comportamiento, el estudio de las diferencias genéticas entre razas de perros puede ayudar a identificar más fácilmente a los genes detrás de ciertas enfermedades.

En marzo de este año, investigadores del Instituto Nacional de Investigaciones del Genoma Humano de los Estados Unidos publicaron nuevos estudios sobre la morfología canina analizando las variaciones visibles en la especie buscando, precisamente, la identificación de genes concretos.

Por ejemplo, la comparación genética entre todas las razas que muestran una característica identificativa (como las patas cortas) y las razas que no tienen esta peculiaridad hace un poco más fácil hallar cuáles son las instrucciones genéticas que “ordenan” que las patas crezcan o dejen de hacerlo cuando aún son pequeñas.

Prácticamente ningún científico serio pone en tela de juicio hoy en día de que los perros son simplemente una subespecie domesticada del lobo gris europeo. El lobo es Canis lupus y nuestros perros son Canis lupus familiaris, lobos familiares, genéticamente tan iguales a los lobos que pueden procrear descendencia perfectamente fértil, una de las indicaciones más claras de que dos animales son de una misma especie.

Son animales cuya infancia hemos prolongado al domesticarlos (un proceso llamado neotenia que también experimentó la especie humana) y cuyo aspecto externo hemos moldeado a veceds de modo inexplicablemente caprichosos. Pero dentro del más manso pekinés, del más diminuto yorkshire, del más inteligente border collie o del más confiable cuidador de niños bóxer hay un lobo, nuestro lobo.

Ese lobo entró en la vida de los grupos humanos hace cuando menos 15.000 años, y muy probablemente mucho antes, pues algunos científicos se basan en algunas evidencias para hablar de domesticación ya hace más de 35.000 años.

Parte de esa domesticación se hace evidente en algunos rasgos de comportamiento singulares de estos compañeros para la diversión y el trabajo: su desusada inteligencia. Aunque hacer pruebas fiables para medir la inteligencia canina no es sencillo, está demostrado que el perro tiene disposición a aprender, herramientas cognitivas para resolver problemas y cierto nivel de aparente abstracción (especialmente en situaciones sociales), además de tener una capacidad de imitar al ser humano sólo comparable a la de otros primates.

Esta inteligencia es parte de lo que ha convertido al perro en un ser indispensable para muchas actividades, desde el pastoreo hasta las tareas de lazarillo, guardián, cobrador de presas en cacerías o incluso auxiliares en el diagnóstico de ciertas enfermedades por su capacidad de reconocer por el olfato sustancias relacionadas con enfermedades como la tuberculosis o ciertos tumores.

También en ese terreno, en el de la inteligencia, el conocimiento del genoma del perro ofrece la posibilidad de ayudarnos a entender la genética de nuestro cerebro, de nuestras emociones, de lo que nos hace humanos.

Y, ciertamente, nuestra relación con el perro es una de las cosas que nos hace peculiarmente humanos.

El lobo hogareño

Aunque en el mundo hay más de 300 razas distintas de perros (además de esa enorme población de canes denominados genéricamente “mestizos” por no ajustarse a los arbitrarios parámetros que definen a alguna raza), la genética nos enseña que nuestros compañeros se pueden agrupar en sólo cuatro tipos de perros con diferencias estadísticas significativas: los “perros del viejo mundo” como el malamuy y el sharpei, los mastines, los pastores y la categoría “todos los demás”, también llamada “moderna” o “de tipo cazador”.

El mono que cocina

Cocinar es más que un acto cultural, alimenticio o estético... es probablemente la plataforma de despegue de la inteligencia humana.

Cráneo reconstruido de Zhokoudian, China, probable sitio
del primer fogón de la historia.
(foto CC Science China Press vía Wikimedia Commons)
Los alimentos cocinados adquieren propiedades que los hacen mucho más atractivos para nuestros sentidos que en su estado crudo. Los expertos dirían que la comida cocinada tiene propiedades organolépticas superiores a la comida cruda. Nosotros diríamos simplemente que huele, sabe y se ve mejor. Ambas oraciones significan lo mismo.

El gusto por la comida cocinada no es privativo del ser humano. Los adiestradores de perros saben desde hace mucho que los perros prefieren un filete a la parrilla que el mismo filete crudo, y por ello advierten que si se alimenta a un perro con carne cocinada, tenderá a rechazar después las dietas a base de carne cruda. A lo bueno nos acostumbramos fácilmente. Y nuestros perros también.

Llegar a lo bueno no es tan sencillo, sin embargo. Se cree que el hombre probó la comida cocinada probablemente por accidente, al acceder a animales y plantas cocinados por incendios forestales, pero no pudo empezar su camino para convertirse en chef de renombre internacional sino hasta que pudo utilizar el fuego controladamente.

Las evidencias más antiguas del uso del fuego datan del paleolítico inferior. En el yacimiento de Gesher Benot Ya’aqov, en Israel, en el valle del Jordán, se han encontrado restos de madera y semillas carbonizados que datan de hace 790.000 años. Sin embargo, no es posible descartar que su estado se debiera a un accidente, de modo que algunos arqueólogos más cautos señalan como primera evidencia clara el yacimiento de Zhoukoudian en China, con huesos de animales chamuscados con entre 500.000 y 600.000 años de antigüedad.

Chamuscar, sin embargo, no es cocinar, salvo en la definición de algún soltero perdido en su primer piso propio y abandonado ante los misterios de una estufa.

Al aparecer los fogones u hogares, podemos pensar que ya había al menos un concepto básico de la cocina, y las evidencias de esto se encuentran en sitios arqueológicos con una antigüedad de entre 32.000 y 40.000 años, en las cuevas del río Klasies en Sudáfrica y en la cueva de Tabún en Israel. Y hace entre 20.000 y 40.000 años ya encontramos hornos de tierra usados para hornear la cerámica y la cena indistintamente.

Es importante ubicar estas fechas en el contexto de la historia de la alimentación humana. La domesticación de plantas y animales, la agricultura y la ganadería, son logros humanos muy posteriores al inicio de la cocina, pues sus primeras evidencias se encuentran hace 9.000 años en el medio oriente.

En 2009, el antropólogo y primatólogo británico Richard Wrangham, profesor de antropología biológica de la Universidad de Harvard, quien estudió con los legendarios etólogos Richard Hinde y Jane Goodall, publicó el libro Catching fire: How cooking made us human (Atrapar el fuego, cómo cocinar nos hizo humanos), donde además de analizar los datos arqueológicos sobre el uso del fuego, profundiza en otros aspectos de esta actividad peculiarmente humana para concluir que merece atención la hipótesis de que el hecho mismo de cocinar nuestros alimentos permitió que nos convirtiéramos en los humanos que somos hoy en día.

Ninguna cultura ha adoptado como tal la práctica del “crudismo”, es decir, el consumo de todos sus alimentos sin cocina. Todas las culturas cocinan, y para muchos estudiosos, la cocina es uno de los rasgos esenciales de la propia cultura. De hecho, el crudismo es más una moda dietética hija de las nuevas religiones y nacida hace muy poco tiempo en los países opulentos, nunca en los más necesitados de proteína de calidad. Y se ha demostrado además que las dietas crudistas llevan con gran frecuencia a problemas como la desaparición del período menstrual en las mujeres (dismenorrea) lo que lleva a la infertilidad... que no es precisamente una buena estrategia evolutiva.

Cocinar los alimentos no sólo los hace más sabrosos. Existen estudios que muestran cómo el almidón de alimentos cocinados es de 2 a 12 veces más digerible que el de esos mismos alimentos crudos. Pero el punto esencial, que sustenta la teoría de Wrangham, es que las proteínas de los alimentos cocinados son mucho más digeribles y accesibles para nuestros aparatos digestivos.

Esto significa que nos podemos alimentar correctamente con una menor cantidad de alimento si lo cocinamos, pasamos menos tiempo consiguiendo comida, y el alimento es mucho más fácil de masticar, con lo cual el tiempo que pasamos comiendo también se reduce. A ojos de un antropólogo como Wrangham, estos aspectos representan una ventaja evolutiva y, en consecuencia, una presión de selección que cambió a nuestra especie.

¿Cómo ocurrió esto? La disponibilidad de proteína, argumenta Wrangham, nos permitió tener intestinos más cortos que los de otros primates, y ese “ahorro” se pudo “invertir” en cerebros más grandes y funcionales. El cerebro, vale la pena recordarlo, es un órgano que hace un gran gasto de energía. Siendo sólo el 2% del peso del cuerpo, aprovecha 15% del rendimiento cardiago, 20% del consumo total de oxígeno y un tremendo 25% del total de la glucosa que usa nuestro cuerpo. Y la usa las 24 horas del día, despierto o dormido.

La propuesta de Richard Wrangham no está, sin embargo, exenta de debate. Como las afirmaciones de antropólogos, como Katharine Milton de la Universidad de California, que señala que el gran salto anterior en la evolución humana, hace unos 2,5 millones de años, fue el consumo habitual de carne, que dio a la especie una ventaja importante al permitirle acceso a nutrientes que no estaban al alcance de las especies competidoras. Y es que estas afirmaciones tienen, junto a su solidez y plausibilidad científicas, la desventaja de ir contra ideas extendidas respecto del vegetarianismo, lo “natural” a veces entendido más allá de los datos disponibles, y ciertas creencias místicas y más o menos religiosas. Aunque ese debate es más político que científico, no deja de estar presente.

Pero si el ser humano no sería tal si no hubiera aprendido a cocinar, y somos el único animal que cocina, quizá antes que ser el mono sabio, el homo sapiens, somos el mono que cocina. No es una idea desagradable.

El chef neandertal


Cocinar los alimentos es hoy privativo de nuestra especie. Pero nuestros parientes los neandertales, la otra especie humana con la que convivimos hasta hace unos 30 mil años, sí cocinaban sus alimentos. De hecho, según el codirector del yacimiento de Atapuerca, Eduald Carbonell, el fogón, el hogar donde se mantenía el fuego, “centralizaba la mayoría de las tareas del campamento”. Los datos sobre el uso controlado del fuego por parte del hombre de neandertal no son aislados. En 1996 se encontraban, en Capellades, Barcelona, 15 fogones neandertales de 53.000 años de antigüedad.