Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Algo más que agua salada

Las lágrimas protegen el delicado tejido del ojo, pero también son, cuando se derraman por motivos emocionales, una de las pocas cosas que nos diferencia de los demás animales

Heráclito fue representado tradicionalmente
llorando por la triste situación del mundo.
(Pintura de Lucca Giordano vía
Wikimedia Commons)
Las lágrimas son un excelente ejemplo de cosas que parecen sencillas pero que, al acercarnos a ellas con espíritu cuestionador y curiosidad, se revelan como enormemente complicadas. Ese sencillo líquido que parece, la primera vez que nos llega a la boca, simplemente agua con sal, encierra uno de los grandes misterios del ser humano.

Las lágrimas que están siempre presentes en nuestro ojo son sólo uno de los tres tipos que existen, las llamadas “lágrimas basales”. Pensamos en ellas como un líquido que impide que se reseque el ojo, y así es. Pero además de esa tarea hidratante, las lágrimas basales realizan otras cuatro funciones que no son tan evidentes.

En primer lugar, las lágrimas están hechas de tal manera que no interfieran con la vista, es decir, forman una superficie óptica uniforme frente a la córnea para no deformar, opacar o alterar la luz que entra al ojo. Además, dado que la córnea (el tejido transparente que está frente al iris) no tiene vasos sanguíneos, sus células reciben sus nutrientes y su oxígeno principalmente a través de las lágrimas. Una función adicional es retirar los productos de desecho de la córnea y, por último, transportan enzimas bactericidas que defienden al ojo de posibles infecciones.

Para conseguir toda esta compleja batería de funciones, las lágrimas basales no son simplemente un líquido, sino que están compuestas por tres capas bien diferenciadas que forman una película exquisitamente adaptada a su labor.

Si pudiéramos ver un “corte transversal” de la película de lágrimas que cubren nuestro ojo, veríamos en la parte superior, la que está en contacto con el aire, una capa de lípidos o aceites, luego una capa lacrimal o acuosa y finalmente, depositada sobre la superficie del ojo, una capa mucosa.

La capa aceitosa evita que la capa acuosa se evapore demasiado rápidamente. También impide que esa segunda capa se desborde por sobre el párpado inferior, y lubrica el movimiento del párpado. Esta capa es secretada por unas pequeñas glándulas situadas en los párpados, unas 50 en el superior y 25 en el párpado inferior, llamadas “meibomianas” por el médico alemán que las descubrió. De modo pertinente, su secreción se conoce como meibum, y está formado por más de 90 proteínas distintas.

La capa acuosa, encerrada entre las otras dos, es producida por las glándulas lacrimales, que están en la parte superior externa de la órbita de los ojos, en unas depresiones del hueso de la órbita. La capa lacrimal, así, cae desde la parte superior del ojo y se drena por los canales lacrimales, esos puntos sonrosados en la comisura interior del ojo, que llevan las lágrimas con sus desechos hacia la garganta y la nariz. Esto explica por qué cuando lloramos por cualquier causa, tenemos un abundante flujo nasal: las lágrimas desbordan el sistema normal de drenaje y caen por la nariz.

El agua que es el principal ingrediente de esta capa contiene sales, multitud de proteínas y una enzima llamada lisozima, que ataca las bacterias para evitar las infecciones del ojo.

Finalmente, sobre la superficie del ojo está la capa mucosa, producida por las llamadas células caliciformes, un tipo de células que segregan mucina y que además del ojo se encuentran en todas las mucosas del cuerpo, incluido el tracto digestivo y el respiratorio. La mucina ofrece un sustrato que recubre la córnea y fija sobre ella la capa acuosa, además de promover la distribución uniforme de la película lacrimal.

Lo que hay sobre nuestro ojo, pues, es un complejo entramado bioquímico que es además invisible pese a estar en contacto directo con el órgano de la vista.

Las otras lágrimas

Cuando el ojo está expuesto a una sustancia irritante, o en ocasiones debido a una luz fuerte, estímulos picantes en la lengua y la boca (como al comer guindillas) o al vomitar, toser o bostezar, las glándulas lacrimales entran en modo de sobreproducción de lágrimas acuosas para inundar el ojo y eliminar las partículas irritantes. Este segundo tipo de lágrimas se conoce como “de reflejo”. Su composición es mucho más simple que la de las lágrimas basales, como simple es la función que cumplen.

El tercer tipo de lágrimas es, sin embargo, el que más atención ha concitado: son las lágrimas emocionales, las que derramamos por tristeza, pero también por muchas otras emociones, como el júbilo, la frustración, la vergüenza o el miedo. Y, de manera muy peculiar, por empatía, es decir, por identificarnos con las emociones de otras personas.

Pese a informes infrecuentes que afirman la presencia de lágrimas de posible origen emocional en diversos animales, incluidos los elefantes, los canguros y los perros, el hecho real es que hasta ahora parece ser que somos el único animal que vierte este tipo de lágrimas, y son una de las pocas cosas que identifica a nuestra especie diferenciándola de otras.

Las lágrimas de origen psíquico también tienen una composición química distinta de los otros dos tipos de lágrimas. Lo que las distingue es la presencia de una mayor cantidad de hormonas, algunas de ellas implicadas en la satisfacción producto de la práctica sexual, relacionadas con las situaciones de estrés o que actúan como analgésicos naturales. Un potente cóctel cuyo significado aún no descodificamos.

¿Por qué lloramos en reacción a una situación emocionalmente avasalladora, sea positiva o negativa? No se sabe. Los biólogos evolutivos suponen que este peculiar comportamiento debe tener un valor de selección, considerando su supervivencia y el hecho de que es claramente universal, pero aún no han logrado desentrañarlo. Se han hecho experimentos con las mimas imágenes de personas exhibiendo una emoción intensa, con o sin lágrimas, y esto nos ha permitido saber que el ser humano reacciona más intensamente cuando hay lágrimas presentes. Son así un potente medio de comunicación desde que somos bebés y durante toda nuestra vida.

Una hipótesis, y sólo es eso, indica que las lágrimas ayudan a revelar la verdad de los sentimientos de quienes nos rodean, y es por eso que son tan potentes para evocar otras emociones en nosotros. Por poética que sea esa interpretación, deja sin abordar el acertijo de por qué apareció el llanto psíquico en nuestra especie.

Por qué lloramos al cortar cebollas

Al cortar una cebolla provocamos que se libere un gas sulfuroso que contienen y que reacciona con otras enzimas de la propia cebolla con las que no está en contacto en condiciones normales y producen un compuesto de azufre volátil que sube de la cebolla y, al contacto con el agua de las lágrimas, forma minúsculas, pero irritantes, cantidades ni más ni menos que de ácido sulfúrico.

El paleontólogo que sería rey

Baron Franz Nopcsa in Albanian uniform
Franz Nopcsa en 1916
(Foto D.P. vía Wikimedia Commons)
Si el Barón Franz Nopcsa von Felső-Szilvás hubiera nacido en Estados Unidos, seguramente tendríamos hoy una película con su épico-trágica mezcla de Indiana Jones, Lawrence de Arabia, el Gran Gatsby y Truman Capote.

Una fotografía de 1916 lo muestra con traje típico albanés, un revólver al cinto y un rifle con mira telescópica, la culata apoyada en el suelo y el cañón sostenido en la mano derecha. El bigote, impecablemente recortado, y la pose aristocrática no alcanzan la heroicidad, pero aspiran a ella.

Es la imagen de un aristócrata de la mítica Transilvania, también conocido como Ferenc Nopcsa, que empezó como paleontólogo, realizó importantes descubrimientos y desarrolló novedosas hipótesis sobre cómo vivían los dinosaurios y reptiles antiquísimos que la ciencia empezaba a conocer y realizó importantes aportes a la geología. Pero fue también uno de los primeros estudiosos de la cultura y nacionalidad albanesas, luchador por la independencia de Albania y pretendiente a monarca de esta nación, para ser después espía en la Primera Guerra Mundial y terminar su vida suicidándose después de matar a su secretario y pareja.

Franz Nopcsa nació en 1877 como heredero de una familia de aristócratas húngaros en Hateg, una zona conocida desde tiempos antiguos como “Las puertas de hierro de Transilvania”, región estratégica puntuada por ciudadelas medievales. Es la Transilvania de Vlad el Empalador y de su heredero literario, el Conde Drácula, cuya historia publicaría Bram Stoker en 1897 cuando nuestro personaje tenía ya veinte años.

Fue en las tierras de la familia donde, en 1895, la hermana de Ferenc, Ilona, encontró los fósiles de unos huesos gigantescos que despertaron la imaginación de su romántico hermano. Cuando Ferenc volvió a la Universidad de Viena, donde estaba estudiando, llevó los fósiles al geólogo Eduard Sues, quien lo animó a que se dedicara a estudiarlos. Desde 1897 y hasta 1903, Nopcsa estudió con Sues, y ya en 1899 publicó la descripción de su primera especie de dinosaurio y dio su primera conferencia en la Academia de Ciencias de Viena sobre los restos de dinosaurios en Transilvania.

Lo que distinguió a Nopcsa de sus coetáneos dedicados a la floreciente ciencia de la paleontología fue su interés en saber cómo vivían los animales que habían sido dueños de esos huesos fosilizados, si eran de sangre caliente o fría, si sus bocas podían darnos datos sobre qué comían, e incluso cuánto, si había diferencias entre los machos y hembras (dimorfismo sexual) perceptibles en el estudio de los fósiles. Le interesaban tanto la estructura interna de los huesos de los dinosaurios como los animales que vivieron alrededor de ellos, otros reptiles y anfibios.

Así, intrigado por el pequeño tamaño de los dinosaurios transilvanos, comparados con ejemplares similares de otras zonas, mucho más grandes, desarrolló la hipótesis de que estos dinosaurios se habían desarrollado en islas del mar de Tetis durante el cretácico. Hoy sabemos que el aislamiento en islas provoca que la evolución tienda a tallas más pequeñas como la de los famosos elefantes pigmeos que vivieron en Chipre. Fue además el primero que vislumbró la posibilidad de que algunos dinosaurios cuidaran de sus crías, el primero en identificar que los restos de un pequeño dinosaurio a la altura del abdomen de otro era evidencia de depredación y, de modo espectacular, anticipó que las aves procedían de dinosaurios bípedos terrestres de sangre caliente, algo que no se validaría sino hasta la década de 1970.

Los múltiples intereses de Nopcsa se explican quizá por lo que cuenta José Luis Sanz en su libro ‘Cazadores de dragones’, donde dice que “siempre defendió la idea de que la ciencia debía tender a ser cada vez más multidisciplinar”. Y si alguien era “multidisciplinar” era Nopcsa. Políglota que se manejaba con soltura en húngaro, alemán, francés e inglés, desarrolló un intenso interés por la cultura y nación albanesa gracias al cual, a partir de 1907, sus publicaciones sobre Albania se sumaron a sus estudios paleontológicos. La prehistoria, la historia antigua de los Balcanes, la etnología, y ley tradicional de Albania se tradujeron en un flujo continuado de publicaciones junto con trabajos sobre su geografía y geología.

La actividad académica de Nopcsa derivó también hacia la política. Fascinado por Albania, participó en la resistencia contra el control turco de la zona, estuvo implicado en la preparación de acciones militares contra Serbia y Montenegro (que no se llevaron a cabo) en 1908 y 1909 e intervino en la primera guerra de los Balcanes en 1912 que finalmente expulsaron a los turcos y después se sumieron en conflictos internos continuos. En el Congreso Albanés de Trieste convocado para decidir el futuro de Albania, fue uno de los principales aspirantes a la corona del nuevo país, que al final se entregó a Guillermo de Wied, que reinó algo menos de seis meses.

En la Primera Guerra Mundial, Nopcsa fue voluntario en Albania, y llegó a ser, en 1916, comandante de una compañía de voluntarios, aprovechando para espiar a favor del Imperio austrohúngaro y aún soñando que éste le diera la corona albanesa. La derrota del imperio en la guerra hizo que, en vez de ganar una corona, perdiera sus tierras confiscadas por Rumania, nueva dueña de Transilvania.

Empobrecido, Nopcsa se empleó en el Instituto Geológico Húngaro, pero lo dejó pronto para emprender, en 1929, un enloquecido viaje por Italia en motocicleta, llevando en el sidecar a su amante y secretario de muchos años, Bayazid Doda, un musulmán albanés. Al quedarse sin dinero, vendió su colección de fósiles al Museo de Historia Natural de Londres y marcharon a Viena, donde, desesperado y deprimido, le administró a su amante un somnífero y, cuando quedó dormido, le disparó en la cabeza y después se suicidó. En la nota que dejó explicaba sobre Doda que “no deseaba dejarlo atrás enfermo, miserable y sin un céntimo, porque habría sufrido mucho”. La mente que había desentrañado tanto sobre la vida de los dinosaurios también había planeado meticulosamente sus últimos momentos.

En 2009, la Universidad de Luarasi, en Tirana, Albania, bautizó su auditorio como “Ferenc Nopcsa”, en homenaje a quien es, también, el primer albanólogo de la historia.

El legado

Ferenc Nopcsa publicó al menos 186 trabajos en las más diversas áreas, y para homenajearlo, cinco especies de animales llevan su nombre: Nopcsaspondylus, unos saurópodos de Argentina; Elopteryx nopcsai, un dinosaurio terápodo de la familia de las aves, encontrado en Rumania; Tethysaurus nopcsai, un reptil marino de Marruecos; Hyposaurus nopcsai, un driosaurio con forma de cocodrilo cuyos restos han aparecido en América y África occidental, y Mesophis nopcsai, una serpiente que desapareció a fines del cretácico.

Los años del frío

An Gorta Mor Monument
Monumento en recuerdo de la gran hambruna de las patatas en
Irlanda a mediados del siglo XIX, provocada
en parte "pequeña edad de hielo".
(Foto D.P. de Eddylandzaat vía Wikimedia Commons)
Entre la edad media y fines del siglo XIX, un descenso en las temperaturas demostró cómo una pequeña variación en el clima puede tener profundas consecuencias.

Después de un período de clima y benigno en las tierras alrededor del Atlántico Norte, el Período Cálido Medieval, entre 1300 y 1870 se desarrolló uno de los más apasionantes misterios meterológicos: una reducción de las temperaturas especialmente en Europa y América del Norte, bautizado como “La pequeña edad de hielo” por François E. Matthes en 1939, pero más como una metáfora que como una descripción precisa, pues no fue una “edad de hielo” real como las glaciaciones.

El enfriamiento fue de 1-1,5 grados centígrados de media mundial por debajo de los niveles actuales. Esa variación, que nos puede parecer modestísima tuvo efectos profundos sobre las sociedades que lo padecieron y sirve para advertirnos de los profundos efectos que puede tener una variación que nos parezca irrelevante.

Las temperaturas bajaron entre 1150 y 1460. Siguieron cien años con un súbito ascenso y, a partir de 1560, el frío se agudizó hasta 1850, cuando nuevamente empezaron a subir las temperaturas a los niveles que conocimos en el siglo XX y en el actual siglo XXI.

El aumento de las lluvias favoreció la aparición de enfermedades en animales, cultivos y seres humanos. Ese cambio climático podría haber sido la causa, o un factor relevante, en las epidemias de la Peste Negra que acabaron con entre un tercio y la mitad de la población europea.

En España, el río Ebro, por ejemplo, se congeló 7 veces entre 1505 y 1789, y se desarrolló el comercio de los “pozos de nieve” en diversas zonas cercanas al Mediterráneo, una amplia red de depósitos que se mantuvo entre el siglo XVI y XIX. Fue también una época de desarrollo de los glaciares en la Sierra Nevada y los Pirineos.

Durante la pequeña edad del hielo, los inviernos fueron más largos y crudos, y las épocas de cultivo se redujeron entre un 15 y un 20%. Como ejemplo, la temporada de cultivo en Gran Bretaña llegó a ser uno o dos meses menor que en la actualidad, y al no contar con las semillas resistentes que hoy la tecnología nos puede ofrecer, la producción agrícola cayó, como lo demuestran los precios del trigo y el centeno, que que a partir de 1500 y hasta 1900 se multiplican hasta por diez.

Muchas hambrunas de ese período están relacionadas con las malas cosechas producto del frío, como la que azotó a Francia y los países vecinos por el fracaso de la cosecha de 1693, y que provocó millones de víctimas, mientras que, en los países nórdicos, los campesinos abandonaron las granjas más al norte en busca de mejores tierras.

Esta situación pudo haber sido también uno de los motores de la revolución agrícola que se inició en los países bajos en los siglos XV y XVI, con procedimientos más intensivos, diversificación y selección que después se difundieron por toda Europa.

El año que no hubo verano

Un fenómeno curioso respecto de los precios del centeno lo encontramos en 1816, cuando alcanzó su máximo histórico. De hecho, 1816 es conocido entre los científicos y los historiadores como “el año que no hubo verano” en el hemisferio norte. La primavera de 1816 ya había sido de por sí fría en Estados Unidos, la parte atlántica de Canadá, partes de Europa occidental e incluso el norte de China. Una helada en pleno mes de mayo destruyó numerosos cultivos en Estados Unidos, y los fracasos agrícolas, sumados a la escasez de las guerras recientes de Napoleón, ocasionaron hambrunas en Francia, el Reino Unido (especialmente Irlanda), Suiza y otros países, para un recuento final estimado de unas 200 000 muertes de hambre.

El enfriamiento del año que no hubo verano (y que fue de sólo 0,7 ºC de media anual) era ciertamente parte de la mecánica de la Pequeña Edad de Hielo, pero se vio agudizada, según consideran actualmente los expertos, por la erupción del Monte Tambora en la isla de Sumbawa, en Indonesia, que lanzó a las capas superiores de la atmósfera enormes cantidades de ceniza volcánica. La influencia de los volcanes en el clima está bien documentada. La erupción del Huaynaputina en Perú se relacionó con que 1601 fuera un año especialmente frío en el hemisferio norte, provocando una hambruna en Rusia, mientras que la erupción del Laki, en Islandia, en 1783, se relaciona con la severidad del invierno de 1784 y luego un clima benigno que provocó una cosecha con excedentes en 1785, entre otros muchos efectos.

Dada la complejidad del sistema climatológico de nuestro planeta, no se ha podido determinar cuál fue la causa de la pequeña edad de hielo. Hay una correlación que llama la atención, sin embargo, y que puede haber sido al menos un factor relevante: la reducción de la actividad solar medida de acuerdo a las manchas solares. Entre 1645 y 1715, años que coinciden con la mitad y los años más fríos de la pequeña edad de hielo, se registró una actividad solar particularmente baja, el “mínimo de Maunder”. Otros períodos de actividad solar singularmente baja se relacionan también con otras épocas de frío.

Pero en la pequeña edad de hielo también pueden haber influido otros factores, como la llamada Oscilación del Atlántico Norte, donde la zona de Islandia suele tener bajas presiones persistentes y la de las Azores altas presiones, una situación “positiva”, lo que influye en el clima cálido europeo. Cuando la situación se invierte haciéndose “negativa”, los inviernos son más crudos y los veranos más suaves. Aunque no se tienen mediciones, se cuenta con indicios de que hubo una situación negativa durante la mayor parte de la pequeña edad de hielo.

La pequeña edad de hielo hace pensar a sectores con claros intereses políticos y económicos que el calentamiento global que enfrentamos hoy podría ser un fenómeno natural e inevitable. Sin embargo, hay tantas evidencias sólidas, como la correlación entre el aumento en las emisiones de CO2 y el aumento en la temperatura media global que el consenso científico casi unánime es que la actividad del hombre es la responsible del calentamiento o al menos es un componente importante del mismo, por lo que moderar dicha actividad es lo más recomendable.

Al menos mientras conseguimos entender mejor el complejo mecanismo de la climatología de nuestro planeta.

Frankenstein

En 1816, muchos europeos pasaron el verano de 1816, el año sin verano, alrededor del fuego. Tal fue el caso de la pareja formada por el poeta Percy Bysse Shelley y su amante Mary Godwin, atrapados bajo techo en el lago Ginebra, en Suiza. Para matar el aburrimiento, junto con sus amigos Lord Byron Y John Polidori, decidieron hacer un concurso de cuentos… del que saldría la novela fundadora de la ciencia ficción moderna, Frankenstein, de la que poco después sería la esposa del poeta, Mary Shelley.

La certeza del Big Bang

Georges Lemaître, originador de la hipótesis del Big Bang
(Foto D.P. del archivo de la Universidad Católica de Leuven, vía
Wikimedia Commons)

Tan extrañas como la idea de que todo el universo comenzó con una gran explosión son las formas mediante las cuales los científicos saben que así fue.


En 1927, el físico, astrónomo y sacerdote belga Georges Lemaître publicó en los Anales de la Sociedad Científica de Bruselas un estudio que presentaba la conclusión, absolutamente revolucionaria, de que el universo estaba expandiéndose, algo que chocaba con la idea de que el universo tenía un estado constante y estático como creían algunos de los principales científicos del momento, incluido Albert Einstein. Y dos años después, el astrónomo Erwin Hubble publicaba la misma conclusión obtenida como resultado de diez años de observaciones, y confirmando que nuestro universo está en expansión.

En 1931, en una reunión de la Asociación Británica en Londres, Lemaître aprovechó para presentar una propuesta aún más revolucionaria: la expansión del universo tenía que haber comenzado en un solo punto, que él llamó el “átomo primigenio”, idea que publicó en la revista “Nature” poco después. El universo, decía, había comenzado como un “huevo cósmico que estalló al momento de la creación”. Si todas las galaxias se estaban alejando unas de otras a gran velocidad, el simple experimento mental de dar marcha atrás al proceso llevaba forzosamente a un punto en el que todas las galaxias estaban en el mismo lugar. La idea, claro, no sólo contradecía el relato del Génesis, sino que entre la comunidad científica fue recibida con un sano escepticismo a la espera de evidencias sólidas que confirmaran los desarrollos matemáticos.

Einstein, que había rechazado la idea del universo en expansión para luego aceptarla, no hallaba la conclusión justificable. A otros, como el respetado Sir Arthur Eddington, les parecía muy desagradable. En los años siguientes se propusieron -y abandonaron- varias teorías alternativas.

Para fines de los años 40 quedaban dos opcione viables, la de Lemaître y la del “universo estacionario” del inglés Fred Hoyle. En 1949, en un programa de radio de la BBC donde defendía sus ideas, Hoyle describió la teoría de Lemaître como “esta idea del big bang”, que hoy llamamos “gran explosión” pero que sería lingüísticamente más preciso traducir como “esta idea del gran bum”, y que el británico utilizó para explicarla a diferencia de su propia teoría, presentada con más seriedad, que pretendía demostrar que el universo se expandía mediante la creación continua de materia.

Seguramente, Fred Hoyle no esperaba que, finalmente, la teoría de Lemaître acabaría siendo conocida como el “Big Bang” y, para más inri, finalmente sería aceptada como la teoría cosmológica estándar en la física.

Las evidencias

La expansión del universo, la primera evidencia e indicio del Big Bang, se determinó midiendo el llamado “corrimiento al rojo” o “efecto Doppler” en la luz de las galaxias que nos rodean. Así como el sonido de un auto de carreras es agudo cuando se acerca a nosotros, pero cuando nos pasa y se aleja se vuelve grave, la luz de los objetos que se acercan de nosotros a enormes velocidades se vuelve más azul, y si se alejan se vuelve más roja. Ese desplazamiento hacia el rojo en la luz visible de las galaxias permite medir la velocidad a la que se alejan de nosotros. Las más cercanas se alejan a una velocidad menor, y las más lejanas lo hacen a velocidades mucho mayores, lo que se expresa matemáticamente como la “Ley de Hubble”.

Así, pues, la expansión del universo es un hecho demostrable, medible, que se confirma continuamente en las observaciones astronómicas y que apunta claramente a que comenzó en la explosión de hace unos 13.750 millones de años.

Otra evidencia fue aportada por el físico George Gamow, que en 1948 publicó un estudio mostrando cómo los niveles de hidrógeno y helio que sabemos que existen en el universo, podrían explicarse mediante las reacciones acontecidas en los momentos inmediatamente posteriores al Big Bang. Curiosamente, sería el propio Fred Hoyle quien daría la explicación física y matemática de la presencia de todos los demás elementos de la tabla periódica más pesados que el hidrógeno y el helio.

Un alumno de Gamow, Ralph Alpher, y otro físico, Robert Herman, llevaron las predicciones teóricas basadas en el modelo del Big Bang más allá, calculando que debido a la colosal explosión debía quedar una radiación cósmica de microondas que sería homogénea y estaría a una temperatura de 5 grados por encima del cero absoluto, una radiación que se encontraría en todo el universo, un vestigio, un “eco”, valga la metáfora, del cataclísmico acontecimiento.

El momento esencial para la aceptación de la teoría del Big Bang llegó en 1964, cuando dos científicos de los laboratorios de la empresa telefónica Bell, Arno Penzias y Robert Woodrow, descubrieron precisamente la radiación cósmica de microondas predicha por Alpher y Herman. Penzias y Woodrow estaban tratando de eliminar un ruido de interferencia en una antena parabólica de radio, pero al no conseguirlo concluyeron que la fuente de este ruido tenía que estar en el espacio. Otros científicos la interpretaron como radiación de fondo o ruido de fondo del universo. Esta radiación era exactamente como la predicha por el estudio de Alpher y Herman.

Este hecho fue decisivo para que la teoría del Big Bang, desarrollada intensamente por varios estudiosos desde el planteamiento inicial de Lemaître. Penzias y Woodrow recibieron el Nobel de Física de 1978. Cualquier radiotelescopio lo bastante sensible puede “ver” este brillo tenue, que viene de todas partes del universo y cuya existencia es testimonio de esa gran explosión. La medición de la radiación cósmica de microondas fue confirmada en la década de 1990 por las observaciones del satélite COBE.

Los astrofísicos, además, han observado detalladamente la forma y distribución de las galaxias y los cuásares (fuentes de radio “casi estelares” situadas en el centro de galaxias masivas) en el universo, así como la formación de estrellas y los objetos de distintas edade, y todas las observaciones son consistentes con lo que espera la teoría del Big Bang.

Ahora que sabemos cómo comenzó todo (literalmente todo) aún queda por definir cómo va a acabar todo. Porque nuestro universo, finalmente y después de milenios de especulaciones, tuvo un principio y, de un modo u otro, tendrá un final.

Una teoría, varias visiones

Las ideas esenciales del Big Bang explican satisfactoriamente el origen y estado actual del universo, pero hay aspectos como la materia oscura o la energía oscura y problemas teóricos (como el de la geometría del universo o la asimetría entre materia y antimateria) que siguen siendo estudiados tanto teóricamente como matemáticamente y que dejan grandes espacios para perfeccionar el modelo cosmológico aceptado hoy.