Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Como solía ser el futuro


Desde los autos voladores hasta las computadoras inteligentes y los robots en cada casa, las predicciones de la ciencia ficción y de muchos analistas han fracasado estrepitosamente.

Las capacidades predictivas del hombre no son demasiado asombrosas fuera de los espacios estrictos de la ciencia. En ciencia, la observación y la experimentación permiten derivar leyes, teorías y fórmulas que dicen cómo se comportarán las cosas. Las leyes de la gravitación de Newton nos permiten predecir con gran precisión a con qué aceleración caerá un objeto hacia otro, o cómo se atraerán dos objetos según su masa y la distancia que los separa.

Pero esas predicciones no son del tipo que más nos entusiasma y captura nuestra imaginación. Lo que deseamos es conocer aspectos humanos y detalles del futuro que, precisamente por depender de una cantidad incalculable de factores, son prácticamente imposibles de prever.

La profecía era, hasta no hace mucho, sólo espacio de lo mágico. Gran cantidad de supersticiones se aplicaron para conocer el futuro, con un éxito nulo, tratando de ver en ciertos aspectos de la realidad “signos” sobre otros aspectos de la misma, reservando a los “profesionales” la posibilidad de interpretarlos. La astrología, la posición en la que caen huesos o conchas marinas lanzadas al suelo, la secuencia de cartas de la baraja española, americana o del tarot (todas ellas inventadas en el siglo XVI), la forma de las uñas, las líneas de la mano, las entrañas de las aves, la forma de las nubes, las hojas del té o los posos del café... las formas de fracasar en la predicción del futuro son numerosísimas.

La demostración empírica de que ningún adivinador no ha conseguido jamás realmente adivinar el futuro no basta sin embargo para que nuestra sociedad condene a sus practicantes al horrible destino que implicaría ganarse la vida trabajando. Los adivinadores siguen en nuestro entorno, quizá cumpliendo funciones sociológicas y psicológicas que, sin que ellos lo sepan, les permiten seguir medrando y depredando la ingenuidad, la inseguridad y la buena fe de sus congéneres.

Las profecías del pasado se limitaban a hechos de la vida cotidiana, como las de los brujos actuales: el resultado de los negocios, asuntos de amor, la salud y el riesgo de muerte, etc. Esto acontecía, siempre hay que recordarlo, en sociedades en las que el concepto de cambio no existía. Las expectativas eran que todo fuera igual durante la vida de una persona, como en tiempos de sus padres y abuelos, y que seguiría siendo igual para sus hijos y nietos. No había cambios notables en las relaciones sociales, en la forma de llevar a cabo los oficios de la agricultura, el tejido, la cerámica, etc. El cambio era algo que sólo podía ser malo: sequía, inundaciones, terremotos, invasiones de los vecinos, guerras y epidemias.

La revolución científica cambió todo esto. De pronto, el cambio se volvió una constante de la sociedad humana, el hoy empezó a ser distinto del ayer y, por lo mismo, se empezó a esperar que el mañana fuera distinto del hoy. Habría descubrimientos científicos, avances tecnológicos, nuevos descubrimientos de tierras, seres, tribus, riquezas. Las sociedades empezaron así a tener una evolución observable, que no se medía en siglos o, incluso, milenios, sino que podía percibirse notablemente en la vida de un ser humano (que por entonces tenía una duración media de unos 40 años). Y la pasión humana por conocer el futuro encontró un nuevo filón para expresarse.

El arma de esta forma de intento de conocer el futuro, de prevenir un futuro indeseable o de promover el más deseable, de advertirnos de riesgos y de asombrarnos con la forma en que las cosas serían en el futuro fue la ciencia ficción, que nace precisamente con la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Wollstonecraft Shelley, y que prevé la posibilidad de que los experimentos de Galvani sobre la electricidad animal den como resultado la posibilidad de crear vida utilizando la electricidad y los nuevos conocimientos de la anatomía.

Una parte de la ciencia ficción—no toda—se ha ocupado desde entonces del futuro, de la forma que el cambio puede tener en nuestra sociedad. La hay extremadamente pesimista, que pinta futuros aterradores e indeseables, y que actúa sobre nuestros miedos de formas muy eficaces. Pero la más difundida ha sido la vertiente de la ciencia ficción que nos muestra un futuro optimista, mejor, un paraíso de ingenieros y científicos, mientras más ingenuo (y muchas veces más alejado de la ciencia real) más atractivo.

Esto ha llevado a que el hombre se imagine su futuro de modo más activo y amplio que los profetas y augures de siempre, pero generalmente con el mismo poco éxito. Claro que, al menos, los escritores, cineastas, animadores y demás artistas que se han imaginado futuros nos venden su trabajo como fantasía y no, como los adivinos profesionales, asegurando que su visión es real y está basada en algo más que un ejercicio de la imaginación.

La ciencia que nos ha dado el cambio acelerado que vivimos actualmente, donde estamos atentos a las noticias de la ciencia y la tecnología para saber qué nuevo aparato, qué nuevo descubrimiento, qué nuevo procedimiento cambiará nuestra vida de un día para otro, no nos ha dado sin embargo, todavía al menos, las armas para conocer ese cambio. Nuestros antepasados inmediatos se han imaginado futuros que hoy nos parecen absurdos, incluso cómicos. Pensemos en el lanzamiento del vehículo lunar que nos legó Georges Mélies en su filme sobre la novela De la Tierra a la Luna de Jules Verne.

El futuro de Flash Gordon, el de Buck Rogers, el de la serie Star Trek, e incluso el de la aún popular serie animada “Los Supersónicos” hoy nos parecen, por así decirlo, “futuros pasados de moda”. Además de sentir, en cierto modo, que la ciencia y la tecnología nos han traicionado al no darnos los hoteles en órbita, los robots que nos ayuden en casa, los autos voladores y los ordenadores inteligentes y hasta simpáticos que nos ofrecía la ficción, nuestra visión misma del futuro ha cambiado, y sigue cambiando continuamente. El futuro cambia conforme más sabemos de la realidad y de lo que es posible o no. Porque el futuro no es sólo el cambio científico o tecnológico. El futuro es lo que nosotros, como individuos y como sociedades, hacemos con el cambio, para bien y, con frecuencia también, para mal.


La futurología


 La previsión del futuro se enriqueció en la década de 1960 con la aparición de la disciplina llamada “futurología”, que pretende utilizar datos concretos para postular futuros posibles, probables y deseables, y analizar qué partes de nuestra realidad tienen más probablidades de permanecer y cuáles no. Lejos de ser una ciencia, no deja de ser el intento más serio de la historia por entender el futuro.


Nanotecnología: realidad y exageraciones

La fantasía puede ser más interesaante que la realidad, a primera vista, pero para el asombro, nada mejor que la realidad, como lo demuestra el trabajo de investigación en la ciencia y técnica de lo tremendamente pequeño.

Una de las tecnologías más comentadas en los últimos años ha sido la nanotecnología, es decir, la que se ocupa de productos de tamaño extremadamente pequeño, manipulando estructuras moleculares y átomos.

El problema ha sido que las vastas promesas y posibilidades de esta tecnología, y su cercanía con la fantasía y la ciencia ficción se han confundido con frecuencia con hecho reales. Los medios de comunicación, en ocasiones, toman las especulaciones más arriesgadas de investigadores y estudiosos y las presentan como previsiones puntuales del futuro, que además se cumplirán inevitablemente.

El ejemplo más manido en años recientes es el de la “máquina autorreplicable”. La idea es que se podrían construir nanomáquinas que tomaran elementos a su alrededor para constuir otras máquinas idénticas a ellas. Ello podría representar un peligro al descontrolarse dichas nanomáquinas, que atacarían al universo entero para reproducirse ciegamente.

Por supuesto, para que esto ocurriera no hace falta que las máquinas sean nanotecnológicas. De hecho, el riesgo de estas máquinas a nivel macroscópico fue propuesto en 1948 por el matemático John Von Neumann como un “experimento mental”. Las llamadas “máquinas de Von Neumann” eran máquinas hipotéticas que usarían un “mar” o almacén de piezas de recambio como fuente de materia prima. Las máquinas tendrían un programa para tomar partes del “mar” utilizando un manipulador, crear una réplica de sí misma y copiar su programa en la réplica para que ésta hiciera lo mismo.

Como el límite para la producción de máquinas de Von Neumann serían precisamente las piezas de recambio, la ciencia ficción, sin las limitaciones que se impone un matemático, se propuso máquinas que pudieran realizar excavaciones mineras y otras operaciones para producir desde cero los materiales necesarios para autorreplicarse. Autores como Philip K. Dick. A.E. Van Vogt y Poul Anderson tocaron el tema, y la guerra entre máquinas autorreplicantes y seres humanos imaginada por el escritor Harlan Ellison se convertiría en la historia de la película Terminator y sus secuelas.

Pero los problemas tanto teóricos como prácticos para llevar a la práctica las máquinas de Von Neumann a una escala macroscópica son tales que nadie se ha propuesto hacer alguna en realidad, y mucho menos estamos cerca de tener nanomáquinas autorreplicantes. La gran mayoría de las nanomáquinas que nos presentan los medios siguen siendo ciencia ficción, máquinas que no existen en el mundo a nuestra escala y cuya existencia a nivel nanométrico está incalculablemente lejos.

Cierto que los científicos sueñan con tener algún día máquinas capaces de manipular la materia átomo por átomo, con capacidad para convertir, en un ejemplo recurrente, un montón de tierra en una manzana, una silla o un ordenador, o máquinas inyectadas en el torrente sanguíneo para identificar y destuir selectivamente células cancerosas, pero nada indica que esta posibilidad esté a la vuelta de la esquina, ni siquiera que algún día se haga realidad. Por el momento, las nanomáquinas reales más complejas son engranes, piñones y escapes similares a los de los relojes mecánicos.

En la realidad, parte de la investigación que se lleva a cabo en la actualidad tiene por objeto entender cómo funcionan los materiales a nanoescalas, en donde se encuentra la frontera, aún no claramente definida, entre leyes de la física del mundo macroscópico y la mecánica cuántica. Por ejemplo, la asombrosa capacidad de las lagartijas de la variedad de los gecos para trepar incluso por superficies tan lisas como un vidrio se deben a que los pelos de sus patas se ramifican hasta llegar a espátulas con el diminuto tamaño de 2 nanómetros. A esas escalas, entran en acción las llamadas “fuerzas de Van der Walls”, que ocurren a nivel molecular. Miles de millones de leves atracciones se suman para poder sostener al geco.

Dicho de otro modo, a esas escalas la física newtoniana no siempre funciona para describir lo que ocurre. En qué punto y cómo se debe acudir a la cuántica es un tema fundamental para la nanotecnología.

Lo más probable es que las nanomáquinas que se produzcan realmente sean muy distintas a las máquinas a escala humana, no sólo versiones reducidas de lo ya conocido. Así, por ejemplo, una nanomáquina real presentada en 2008 es un “nanoimpulsor”, una esfera que puede capturar y guardar medicamentos y activarse mediante la luz para liberarlos dentro de las células cancerosas, lo que representa la posibilidad de disminuir grandemente las incomodidades asociadas a la quimioterapia, producidas cuando las células normales responden a la toxicidad de las sustancias usadas para matar las células cancerosas. Y esto sólo se puede hacer a nanoescala, donde la sola presencia o ausencia de la luz provoca un cambio fundamental en la composición del nanoimpulsor.

Además, para que la nanotecnología cambie nuestras vidas no son necesarias máquinas, ni sencillas ni complejas. Precisamente porque actúan en niveles de características aún no conocidas, se están utilizando productos muy sencillos con capacidades asombrosas. Por ejemplo, los nanotubos formados de carbono y otros elementos, de unos pocos nanómetros de diámetro y longitudes hasta de un milímetro conseguidas a la fecha, se están utilizando como semiconductores en la microelectrónica, en materiales compuestos con resinas plásticas para la administración térmica, e la conducción de electricidad, y en iluminación y producción de pantallas de vídeo. Otros nanomateriales se están utilizando para aplicaciones un tanto más ordinarias, como el recubrimiento de hojas de afeitar para hacerlas más eficaces y duraderas, y una de las más grandes promesas son paneles solares mucho más baratos, mucho más resistentes y muchísimo más eficientes que los que tenemos hoy en día.

Nanotubos, nanoesferas, nanovarillas, nanoestructuras, objetos sencillos que al ser extremadamente pequeños ofrecen posibilidades muy distintas a las de sus parientes a escala humana, y todo un universo de aplicaciones, la mayoría muy distintas a las que en ocasiones se difunden por su efecto mediático.


Nanoinformática

La microminiaturización de la informática, así como los sistemas de almacenamiento de datos, están encontrando límites cada vez más difíciles de superar. Una serie de nuevos descubrimientos han abierto la posibilidad muy real de tener una unidad de almacenamiento de 500.000 gigabytes en un espacio de 2,5 x 2,5 centímetros, y sistemas de almacenamiento muy potentes del tamaño de un grano de arena.

La fibra de carbono

Dijo Shakespeare que somos la materia de la que están hechos los sueños. Quizá. Pero también somos de la materia de la que hoy se hacen naves espaciales, bicicletas y raquetas de tenis: el carbono.

Una fibra de carbono pasa sobre un cabello humano (más claro).
La leyenda indica 10 nanómetros (millonésimas de metro)
(Imagen CC de Anton vía Wikimedia Commons)
El carbono es uno de los elementos más apasionantes del universo por su capacidad de formar cadenas, además de que es el elemento que más compuestos puede formar. A día de hoy se han descrito más de diez millones de compuestos orgánicos puros, pero teóricamente el carbono puede formar muchísimos más. Esos compuestos son precisamente la base de la vida y los cimientos de todo lo orgánico que nos rodea. Alrededor del 18,5% de la masa de nuestro cuerpo es carbono en una vasta cantidad de compuestos.

Adicionalmente, el carbono tiene la singular capacidad de formar polímeros, que son cadenas de moléculas sencillas. Por ejemplo, la glucosa es el monómero natural más común, pero puede formar diversas cadenas que dan como resultado igualmente la celulosa que lel almidón. Por todo ello, no deja de ser afortunado que el carbono sea el cuarto elemento más abundante del universo por su masa, después del hidrógeno, el helio y el oxígeno.

Finalmente, una de las peculiaridades de este versátil elemento es que existe muy poco tiempo en forma de átomos independientes, y éstos se estabilizan organizándose en varias configuraciones multiatómicas. A estas distintas estructuras se les conoce como alótropos. Los átomos en en forma no cristalina e irregular forman el carbono amorfo, como el carbón vegetal, el hollín y el carbono activado. Los átomos de carbono formando grupos de anillos hexagonales en capas forman el grafito, cuya suavidad se debe a que dichas capas están unidas muy débilmente. A grades presiones, los átomos de carbono se unen como tetraedros, cada uno a otros cuatro, creando una red cristalina que llamamos diamante. Todas estas formas, y otras más, son el mismo elemento, el carbono.

Conocido desde la prehistoria, el carbono ha sido utilizado en muy diversos procesos y ha sido intensamente investigado. Así, en 1958 se crearon las primeras fibras de carbono de alto rendimiento, pero fue necesario esperar hasta 1960 para tener una fibra que contuviera un 55% de carbono y que tenía una resistencia superior a la del acero unida a un peso muy ligero.

La fibra de carbono está formada de hilos formados por miles de filamentos de carbono. Cada filamento es un delgado tubo de entre 5 y 8 micrometros (millonésimas de metro) de diámetro. Estas fibras se pueden presentar como hilos en bobinas o en tejidos de diversas características en cuanto a espesor y resistencia.

La utilización de la fibra de carbono se realiza en combinación con diversos polímeros, principalmente resinas epóxicas, formando los llamados materiales compuestos o composites que suelen llevar el nombre de la fibra estructural. La fibra de carbono funciona como lo hace la fibra de vidrio al imparte sus propiedades a diversas resinas, y del mismo modo, cuando decimos que algo está fabricado con fibra de carbono, queda implícito que se trata de un compuesto, en el que la fibra se conoce como “matriz”, de modo que hablamos en general de compuestos “matriz-polímero”

La utilización industrial de los compuestos de fibra de carbono comenzó en la industria aeroespacial, como alternativa para sustituir piezas metálicas de gran peso, y pronto saltó al mundo de las carreras de automóviles, donde se desarrollaron distintos tejidos y mezclas de tejidos que fueran resistentes en un sentido pero débiles en otro, o bien mezclas resistentes en todas las direcciones, que se emplean en partes como la cabina del piloto, que se hace a medida y debe proteger al máximo al conductor.

Además de su resistencia y fiabilidad, la fibra de carbono tiene la gran ventaja de que puede moldearse en prácticamente cualquier forma imaginable. Las telas de fibra de carbono empapadas en resinas epóxicas son altamente maleables y flexibles, lo que da a los diseñadores una gran libertad en el uso de este material, por ejemplo para darle formas aerodinámicas o hidrodinámicas.

Las carrocerías de los coches de Fórmula Uno están hechas totalmente de fibra de carbono para controlar su peso y resistencia. Los famosos volantes de los autos de F1 son también de fibra de carbono. Los frenos, curiosamente, son de un compuesto llamado “carbono-carbono” o una matriz de carbono reforzada con fibras de carbono para resistir las altas temperaturas a las que se ven sometidos durante una carrera. El prestigio de la fibra de carbono en el mundo automovilístico es tal que muchas personas dedicadas a la modificación o tuning de autos utilizan piezas que dejan sin pintar para que se vea el peculiar aspecto del tejido de fibra de carbono.

Actualmente, los compuestos de fibra de carbono se utilizan en toda aplicación donde se necesite combinar una gran resistencia y un bajo peso: bicicletas de carreras, palos de golf, raquetas de tenis, cañas de pescar, embarcaciones para competencias de remo (canoas, skeets, kayaks), bates de béisbol, las hojas de las hélices de las turbinas eólicas, equipo fotográfico, mobiliario y robótica, arcos para tiro con flecha, etc.

Este aumento en la variedad de las utilizaciones de la fibra de carbono además impulsa la reducción del precio de este material, que sigue siendo alto, así como la investigación de mejores formas para su producción de modo más eficiente y económico.

Quizá la aplicación más asombrosa de los compuestos con matriz de fibra de carbono hasta ahora ha sido la producción de instrumentos musicales. La empresa Blackbird ha rediseñado completamente la guitarra clásica española de cuerdas de nylon, obteniendo un instrumento negro, de forma que recuerda a un laúd renacentista y, se dice, con una sonoridad similar a la de los más costosos modelos de guitarra tradicional. El caso más impresionante, es el de Luis and Clark, fabricante de violines, violas, violoncellos y contrabajos de fibra de carbono, que han conquistado un sector tradicionalmente conservador, el de los músicos clásicos. Yo-Yo Ma, el principal violoncelista de la actualidad, utiliza un cello Luis and Clark de 7.000 dólares con tanto entusiasmo como sus dos cellos clásicos Montagnana y Stradivarius, cada uno con un precio de alrededor de los dos millones de dólares.


En el aire

Dos modelos de aviones que próximamente surcarán los cielos hacen un uso intensivo de la fibra de carbono. El Boeing 787 Dreamliner que se presentó en 2007 tiene el 50% de su peso formado por fibra de carbono que se emplea en el fuselaje, las alas, la cola, las puertas y los interiores. Su competidor europeo, el Airbus A350, tendrá su fuselaje y alas formados principalmente de fibra de carbono. Esto representa, ante todo, un ahorro en combustible y una reducción de la contaminación de la atmósfera causada por el creciente tráfico aéreo en el mundo.

Oliver Sacks: los viajes por el cerebro

Para muchas personas, el doctor Oliver Sacks se llama “Malcolm Sawyer”, y tiene el rostro y acento estadounidense de Robin Williams. En 1990, el actor compartió estelares con Robert de Niro en la película Despertares, adaptación del libro del propio Dr. Sacks que relata su primer trabajo de importancia en una clínica de Nueva York a fines de la década de 1960.

La popularidad de Oliver Sacks no depende, sin embargo, únicamente de su capacidad como neurólogo, o del tipo de afecciones curiosas y desusadas que ha estudiado de modo especial, sino de su extraordinaria capacidad de convertir sus casos clínicos en historias profundamente humanas, contadas con gran calidez humana, multitud de detalles narrativos y un acercamiento profundo, agudo y empático al paciente, lo que da como resultado textos altamente informativos pero al mismo tiempo de lectura agradable y cercana.

Oliver Sacks nació en 1933 en Londres, en una familia de médicos y científicos, lo cual ciertamente marcó el camino de su vida y de la de sus hermanos, también médicos. Su primer amor fue, sin embargo, la química, como lo relata en su libro El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz, que eventualmente se vería sustituida por la medicina y, en particular, la neurología. Se graduó como médico en el Queen’s College de la Universidad de Oxford e hizo residencias en los Estados Unidos para obtener su doctorado. Se mudó definitivamente a ese país en 1965, estableciendo su residencia de modo permanente en Nueva York.

En 1966, Sacks empezó a trabajar como consultor neurólogo en el hospital Beth Abraham, una institución de cuidado para pacientes con afecciones crónicas entre los cuales se encontraba un grupo de sobrevivientes de la extraña epidemia de encefalitis letárgica que recorrió el mundo en la década de 1917-1928 y desapareció tan misteriosamente como había aparecido dejando atrás millones de muertos y algunos sobrevivientes. Los pacientes estaban en una catatonia o sueño interminable. Sacks consiguió contactar con las personalidades encerradas en los pacientes, y al conocer los éxitos de la L-dopa en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson, decidió experimentar con ella.

El dramático resultado fue, precisamente, el despertar de los pacientes. Con la L-dopa, Oliver Sacks logró darle otra oportunidad a estos pacientes después de 40 años confinados dentro de sus propias mentes. Sin embargo, como también ocurre en los casos de Parkinson, a la larga la L-dopa pierde eficacia, y al cabo de un tiempo los pacientes revirtieron a su estado catatónico.

Uno de los temas recurrentes de Oliver Sacks (en sus libros El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y, diez años después, Un antropóloigo en marte) son afecciones neurológicas que nos permiten hacernos una idea de ciertas funciones del cerebro normal por causa de lesiones o disfunciones diversas. Así, el hombre que confundió a su mujer con un sombrero era un paciente que sufría de agnosia visual, la incapacidad del cerebro de usar correctamente estímulos visuales que recibe pero no puede interpretar. Los pacientes pueden ver un objeto y describirlo con precisión: su color, su forma, sus elementos componentes, etc., pero no lo reconoce. Cuando el personaje de ese caso intenta ponerse el sombrero para irse, rodea con sus manos la cabeza de su mujer y trata de ponérsela como si fuera un sombrero, porque para su percepción todas las cosas relacionadas con la cabeza son semánticamente iguales.

El universo de Oliver Sacks, el mundo visto desde la perspectiva de un neurólogo, es sin duda fascinante. Pacientes que no pueden formar memorias nuevas y viven en un presente permanente; otros que han perdido la propiocepción, el sentido de la posición de algunas partes del cuerpo respecto de otras; dos gemelos savants autistas como el protagonista de la película Rainman, que se comunican entre sí recitándose números primos; personas que sufren el síndrome de Tourette o la enfermedad de Parkinson; una sociedad donde todos los miembros padecen de modo congénico acromatopsia (cegera al color), en el atolón de Pingelap en la Micronesia, y cómo han desarrollado una cultura sin colores; un hombre que siente que su pierna no le pertenece y desea que se le ampute... todo un abanico de situaciones extremas para el cerebro y la percepción humana que, sin embargo, no le quitan ni un ápice de humanidad a quienes las padecen.

Sacks no sólo relata las historias de otros. Dado que todos sus casos clínicos lo implican directamente, existe una gran dosis de autobiografía en ellos. Así, además de las memorias de su infancia apasionado por la química, su libro, Con una sola pierna, está dedicado totalmente a la experiencia que sufrió Oliver Sacks al perder el control de una de sus piernas a resultas de una caída. Igualmente, en uno de los ensayos de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, habla de un alumno de medicina de 22 años de edad que después de una noche de fiesta con el consumo de al menos tres drogas distintas, despierta para encontrase que su sentido del olfato se ha intensificado tremendamente. Años después, confesaría que el personaje era él mismo.

Los personajes-pacientes de los libros de Oliver Sacks, multipremiado como escritor científico, divulgador y ensayista, no son sólo fenómenos que se exhiben como rarezas, son inevitablemente seres humanos, vistos como tales en todo caso y, de modo muy especial, el neurólogo se ocupa de analizar y explicar cómo los pacientes consiguen adaptarse a las más extrañas e incapacitantes afecciones neurológicas para seguir adelante con vidas felices y, en muchos casos, productivas.

El más reciente libro de Sacks, Musicofilia, es nuevamente un relato de afecciones peculiares, en este caso relacionadas con la música, retomando una fascinación que siempre ha caracterizado al autor sobre los efectos benéficos e incluso terapéuticos de la música. En él encontraremos a un cirujano que se obsesiona con Chopin después de ser alcanzado por un relámpago, a un psicoanalista que alucina con un rabino cantor y a un músico amnésico con una memoria de sólo unos pocos segundos, pero que sin embargo puede tocar en el piano largas fugas de Bach. Otra forma de ver nuestra relación con la música.


Una ópera

Además de la adaptación al cine de su libro Despertares, esta obra también fue la inspiración para la obra teatral A kind of Alaska, del conocido dramaturgo Harold Pinter, y otros de sus trabajos se han adaptado al cine y la televisión. Pero nada más inesperado que el ensayo que da título a su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero se convirtiera en una ópera de cámara para tenor, barítono y soprano, del compositor minimalista Michael Nyman, estrenada en Londres en 1986.