Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La extraña forma de andar a dos pies

Somos el único primate completamente bípedo, característica que adquirimos de modo relativamente reciente y de la cual aún queda mucho por saber.

Reproducción del esqueleto de "Lucy" y reconstrucción
en el Museo Nacional de Naturaleza y Ciencia de Tokio.
(Foto CC de Momotarou2012, vía Wikimedia Commons) 
Durante largo tiempo se vivió un debate intenso intentando determinar si, en la evolución que ha llevado hasta los humanos modernos, había aparecido primero una gran capacidad craneal o el bipedalismo, nuestra curiosa forma de locomoción. Los especialistas comparaban datos, especulaban con base a la evidencia existente y cotejaban puntos de vista.

Ambas adaptaciones, son esenciales para lo que nos hace humanos. La gran capacidad craneal implica un mayor cerebro en relación al cuerpo, permitiendo la aparición de funciones cerebrales que todo parece indicar que sólo tiene el ser humano, como el cuestionamiento de la realidad y un lenguaje conceptual capaz de transmitir conocimientos de una generación a la siguiente. Pero el bipedalismo a su vez era fundamental para liberar nuestras extremidades superiores, permitiendo que se desarrollaran capacidades como la de hacer y manipular herramientas complejas con un control muy fino, del que son incapaces nuestros más cercanos parientes primates, que aún utilizan las extremidades superiores para la locomoción, como el gorila, el chimpancé o el orangután.

A principios del siglo XX, los pocos fósiles que se tenían de homininos (es decir, de las especies que se separaron de los chimpancés abriendo una nueva línea que desembocó en las varias especies humanas que conocemos) tenían cerebros relativamente grandes, al menos en comparación con los otros primates. Esto apoyaba la idea de que la gran capacidad craneal había sido el primer paso hacia la humanización: la inteligencia había forjado al cuerpo.

Pero en 1924, en una cantera sudafricana, se encontraron algunos fragmentos de un fósil nuevo, un joven de unos 2,5 millones de años de antigüedad al que se bautizó como el Niño de Taung, por la zona donde fue descubierto. Era una nueva especie y un nuevo genus, el Australopitecus africanus. La reconstrucción que se hizo sugería que, pese a tener un cerebro de tamaño comparable al de los chimpancés modernos, parecía tratarse de un ser que se había trasladado sobre dos pies. El debate seguía, pero con nuevos datos.

En 1974, el paleoantropólogo Donald Johanson encontró lo que es un sueño para cualquiera de sus colegas: un esqueleto muy completo de una hembra de la especie Australopithecus afarensis, con una antigüedad de 3,2 millones de años a la que es bautizó como “Lucy” porque en la celebración de su hallazgo los miembros del grupo de Johanson estuvieron escuchando la canción de Los Beatles “Lucy in the sky with diamonds”.

Y la cadera, los huesos de las piernas, las vértebras y el cráneo de Lucy no dejaban lugar a dudas: era un pequeño ser de 1,1 metros de estatura, con una capacidad craneal apenas mayor que la de un chimpancé de su tamaño, pero claramente bípeda.

Antes de usar herramientas, antes de poder hacer arte o filosofía, nuestra estirpe había caminado sobre dos pies. El debate estaba zanjado. Primero fue el bipedalismo. Y descubrimientos posteriores han confirmado esta conclusión de modo clarísimo, indicando que nuestra línea es bípeda al menos desde hace 7 millones de años.

Pero la respuesta obtenida por la ciencia abría nuevas preguntas. ¿Por qué nuestro linaje se volvió bípedo?

De una parte, la aparición de esta característica coincidió con un evento climático de súbita disminución de la temperatura, aumento de los hielos de la Antártida y descenso del nivel del mar. Es posible que al hacerse menos densos los bosques, el medio favoreciera que nuestros ancestros arborícolas cambiaran su forma de locomocion, siendo más eficientes en la sabana y, de paso, más capaces de ver a su alrededor para protegerse de los depredadores. Además, esto les permitía llevar en los brazos comida en distancias más largas, era más eficiente que el cuadrupedalismo de otros primates y daba lugar a una característica singular del ser humano: la capacidad de correr a lo largo de enormes distancias.

Son pocos los animales que pueden competir con el ser humano en las largas distancias. Nuestra capacidad de desprender calor mediante el sudor y gracias a la falta de pelo corporal nos pone en una liga muy selecta de animales capaces de correr más de 30 kilómetros a una velocidad sostenida, como los perros, lobos, caballos, camellos y avestruces. Esto eventualmente permitió a los primeros cazadores seguir a una presa hasta conseguir agotarla sin tener que correr más rápido que ella, simplemente a base de persistencia.

Andar del modo peculiar en que lo hacemos permitió a los australopitecinos manejar mejor su medio ambiente y convertirse, eventualmente, en cazadores capaces de usar herramientas y armas. Los desafíos y la mejor alimentación del recolector-cazador desembocaron en lo que somos nosotros.

Y sin embargo, hay muchas indicaciones de que caminar sobre dos pies es un acontecimiento novedoso en términos de la evolución y su lento decurso, y que buena parte del diseño de nuestro cuerpo es el resultado de compromisos entre el bipedalismo y otras funciones. El parto difícil de la hembra humana, por poner el ejemplo más conocido, es resultado del rediseño de la columna vertebral y la pelvis, que hizo del canal de parto un recorrido difícil y peligroso para el hijo y para la madre, donde el bebé debe hacer un giro de 90 grados para poder salir por un espacio estrecho y curvado. Distintas presiones de selección en distintos momentos llevaron a un resultado satisfactorio, pero ciertament eno perfecto. Y ello lo vivimos también en nuestros problemas de espalda, la aparente fragilidad de nuestras rodillas, la propensión al pie plano.

Pero todo ello es el resultado de un cambio fundamental y revolucionario que en el fondo resulta una maravilla de la ingeniería. Y para recordarlo, basta tener presente lo difícil que ha sido para los más avezados diseñadores de robots hacer un autómata bípedo que camine como nosotros. Ni siquiera el más avanzado robot es capaz de recuperarse de un empujón y, mucho menos, de dar los pasos de danza de una bailarina profesional con los que nuestra forma de locomoción se convierte en medio para crear belleza y emoción.

Una nueva hipótesis

Un reciente estudio de la Universidad de York sugiere que nuestro peculiar modo de locomoción puede haber tenido su origen no en la expulsión de nuestros ancestros de los bosques por motivos climatológicos, sino por su migración hacia los terrenos abruptos del oriente y sur de África, zonas rocosas a las que se habrían visto atraídos tanto por el refugio que ofrecían como por tener mejores oportunidades de atrapar a sus presas allí, un terreno que pudo contribuir a desarrollar nuestras habilidades cognitivas.

La técnica y la ética de la clonación

Clonar seres nos permite conocer mejor la transmisión genética y, sobre todo, de cómo el medio ambiente determina si nuestros genes se activan o no. Un conocimiento que aún provoca temores.

La oveja Dolly, el primer mamífero superior clonado está
expuesta actualmente en el Museo de Edimburgo.
(Foto CC de Tony Barros, vía Wikimedia Commons) 
Si dos animales tienen la misma carga genética, como los gemelos, trillizos, cuatrillizos o quintillizos idénticos, son clones. No son siquiera fotocopias, sino que son como dos grabados producidos a partir de la misma plancha. Y pese a ser muy comunes, los clones nos siguen pareciendo desusados.

En el mundo de la agricultura, la clonación es una técnica ordinaria y no precisamente una tecnología de vanguardia. Consta en cortar un brote de una planta e injertarlo en otra, de modo que la segunda dé exactamente los mismos frutos que la primera, con exactamente la misma composición genética.

El injerto es la mejor forma de obtener un producto de una calidad, sabor, aroma, color y tamaño razonablemente uniformes. Cien manzanos procedentes de cien semillas pueden tener frutos muy distintos. Por ello, cuando tenemos un árbol con manzanas muy deseables, se injertan sus brotes en otros manzanos, y en poco tiempo tendremos un huerto uniforme donde todos los árboles nos dan manzanas iguales. Es el caso de la variedad Granny Smith: manzanas genéticamente idénticas que se remontan, todas, a un único árbol del que tomó sus primeros injertos, en 1868, María Ann Smith en Australia.

Así podemos productos agrícolas al gusto del consumidor sin sorpresas desagradables. Y, sabiéndolo o no, todos consumimos grandes cantidades de clones vegetales.

Si hay clones vegetales procedentes de manipulaciones humanas, los clones animales suelen ocurrir sin intervención del ser humano. Las camadas de animales idénticos, organismos como la planaria, pequeño gusano plano con frecuencia plaga de los acuarios, y que para clonarlo basta cortarlo cuidadosamente en dos, y cada mitad regenerará su otro lado, dejándonos con dos clones. Y reptiles que se reproducen por partenogénesis, que es una forma de clonación.

Sin embargo, cuando la gente se refiere al proceso de clonación no está pensando en un campesino injetando un brote. Piensa en un proceso más complejo para crear un nuevo ser viviente a partir de otro, al estilo del thriller de Michael Crichton Parque jurásico.

La complejidad de la clonación

La teoría detrás de la clonación es bastante simple: tomamos una célula de una persona, le extraemos el núcleo, donde está toda la información genética e introducimos ese núcleo en un óvulo cuyo núcleo propio haya sido destruido. El núcleo toma el control y el óvulo se desarrolla normalmente hasta que tengamos un bebé genéticamente idéntico al donante del núcleo original, un gemelo nacido muchos años después.

Pero no es necesario plantear la clonación de seres completos. Clonar únicamente nuestros pulmones, hígado, riñones, páncreas y otros órganos podría, se ha especulado, permitirnos trasplantes sin problemas de rechazo, salvando muchas vidas.

La posibilidad de llevar a cabo este proceso se empezó a hacer realidad en 1901, cuando Hans Spemann dividió un embrión de salamandra de dos células y vio que ambas se convertían en salamandras completas y sanas, indicando que ambas células tenían toda la información genética necesaria para crear un nuevo organismo. Poco después, Speman consiguió transferir un núcleo de una célula a otra y en 1938 publicó sus experimentos y propulo lo que llamó un “experimento fantástico” para transferir el núcleo de una célula a otra que no lo tuviera.

Apenas empezábamos a saber cómo funcionaba el ADN cuando, en 1962, John Gurdon afirmó que había clonado ranas sudafricanas. En 1963, el excéntrico biólogo J.B.S. Haldane usó el término “clonar” en una conferencia y, en 1964, F.E. Steward produjo una zanahoria completa a partir de una célula de la raíz.

Conforme los descubrimientos científicos iban avanzando claramente y a velocidad acelerada hacia la posibilidad de clonar mamíferos superiores y, eventualmente, al ser humano, se empezaban a formular las cuestiones éticas que representaba la clonación. Las distintas corrientes religiosas en general expresaban su rechazo a la idea basados en su concepción del origen excepcional del ser humano. Pero aún fuera de la religión las dudas las resume la Asociación Médica estadounidense en cuatro puntos que merecen atención: la clonación puede causar daños físicos desconocidos, daños psicosociales desconocicos que incluyen la violación de la privacidad, efectos imprevisibles en las relaciones de familia y sociedad, y efectos posibles sobre la reserva genética humana.

El debate se hizo más urgente en febrero de 1997, cuando el embriólogo Ian Wilmut de Escocia anunció la clonación exitosa del primer mamífero superior: la oveja Dolly, que de inmediato entró en la historia y el debate dentro y fuera del mundo científico.

Y los problemas también se hicieron evidentes muy pronto. En vez de vivir los 12 años normales de una oveja, Dolly murió a los seis afectada de enfermedades propias de ovejas de mucha mayor edad, como artritis y enfermedad pulmonar progresiva. Una de las peculiaridades que se observó en el material genético de Dolly es que los extremos de sus cadenas de ADN tenían telómeros demasiado cortos. Los telómeros son variedades de ADN que se van acortando al paso del tiempo y se utilizan como indicadores de la edad de un ser vivo. Desde entonces, se estudian intensamente los telómeros y otros aspectos que pueden obstaculizar el que un ser clonado tenga una vida larga y normal.

El debate volvió a encenderse en mayo de 2013, cuando un grupo de científicos anunció que había conseguido producir embriones humanos a partir de células de piel y óvulos. El proceso está muy lejos de generar finalmente un ser humano clonado completo, y no tiene ese objetivo, es más bien una forma de obtener células madre para el tratamiento de distintas enfermedades a través de la medicina genómica personalizada, donde el material genético del propio paciente se usa para producir las sustancias o elementos necesarios para su curación.

¿Tiene sentido clonar a un ser humano? Muchos científicos consideran que la única razón para intentarlo es todo lo que podemos aprender en el proceso, pero el fin último de la investigación en esta área no es crear seres humanos idénticos entre sí. Después de todo, parece ser que el procedimiento que hemos empleado para crear nuevos seres humanos hasta hoy es bastante eficiente, sencillo y, claro, divertido.

Antiguas clonaciones

La primera referencia histórica que tenemos de la clonación procede del diplomático chino Feng Li, que en el año 5000 antes de nuestra era ya clonaba melocotones, almendras, caquis, peras y manzanas como un emprendimiento comercial. Aristóteles, en el 300 antes de nuestra era, escribió ampliamente sobre la técnica.

Chris Hadfield: la emoción del espacio

La aventura espacial sigue siendo uno de los más relevantes emprendimientos del ser humano. Simplemente, al parecer, lo habíamos olvidado.

Chris Hadfield en su histórica interpretación de
Space Oddity en la Estación Espacial Internacional
Desde fines del siglo XIX, la posibilidad real de salir de los límites de la atmósfera terrestre disparó un duradero entusiasmo por los viajes al espacio, alimentado por la primera obra de ficción que trató la posibilidad con seriedad: “De la Tierra a la Luna” de Jules Verne.

En 1903, el ruso Konstantin Tsiolkovsky publicó dos monografías sobre la exploración espacial y, basado en sus ecuaciones, propuso el uso de cohetes de varias etapas para alcanzar una órbita alrededor del planeta. Poco después, en Estados Unidos, Robert Goddard presentó en 1919 sus teorías sobre viajes en cohetes y las llevó a la práctica en 1926, lanzando el primero de muchos cohetes de combustible líquido.

Los viajes al espacio se empezaron a hacer realidad como parte de la “guerra fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Y el entusiasmo por ellos era universal, ya estuviera uno en la órbita soviética o en la estadounidense: era una gran aventura, con el añadido de la competencia que le daba mayor emoción, una gran carrera espacial, como se conoció.

Pero una vez alcanzada la Luna, el objetivo que los contendientes se habían planteado como premio de su enfrentamiento, el entusiasmo empezó a decaer junto con los presupuestos. Después de la llegada a la Luna, las siguientes seis misiones a la Luna (de las que llegaron cinco y fracasó la Apolo XIII) fueron cada vez menos interesantes para el público, sin importar los beneficios que el proyecto espacial estaba empezando a entregar “en tierra” (por mencionar sólo uno, la microminiaturización de componentes forzada por el coste de envío al espacio de cada gramo, que desembocó en los ordenadores personales y la revolución que provocaron).

Mientras la NASA sufría recortes continuos desde 1970, sus adversarios se ocuparon de los viajes orbitales... hasta que la Unión Soviética se desmoronó en 1991. Los entusiastas del espacio siguieron teniendo motivos de alegría, pero para el público en general la exploración espacial pasó a ser algo que estaba allí, con científicos y técnicos, astronautas de una glacial seriedad y tan poco emocionante como un trabajo de fontanería.

Y llegó el canadiense

Cierto, se había intentado suavizar la imagen de los astronautas. En abril de 2011, la astronauta Candy Coleman en el espacio y el mítico líder de Jethro Tull, Ian Anderson, hicieron un dueto de flauta celebrando los 50 años del vuelo orbital de Yuri Gagarin. José Hernández, “Astro_José”, el astronauta de origen mexicano, alcanzó cierta relevancia en Twitter. Pero siempre dejaban la impresión de que todo estaba demasiado coreografiado, que estaban haciendo relaciones públicas para la NASA. Eran como dijo Kevin Fong, director del centro de medicina espacial del University College de Londres, “una orden monástica silenciosa”.

Incluso el hecho mismo de que existiera un grupo de rock formado exclusivamente por astronautas, llamado Max Q, era asunto que sabían muy pocas personas, pese a que la banda ya tiene 26 años de existencia y por ella han pasado 19 hombres y mujeres que han estado en el espacio.

Todo cambió cuando Chris Hadfield, bajista y vocalista de Max Q, fue nombrado como tripulante de la Estación Espacial Internacional.

Durante cinco meses, pero especialmente durante los tres en los que fue comandante de la Expedición 35 de la ISS, Hadfield se convirtió en el astronauta que humanizó el espacio y devolvió a muchos, especialmente a los jóvenes, el entusiasmo por lo que pasa más allá de los confines de nuestro planeta.

Y no lo hizo asombrándonos con los elementos técnicos más desarrollados, sino llevando a tierra, mediante vídeos, fotos y sus cuentas en las redes sociales, la cotidianidad del espacio, a veces lo más simple, lo cotidiano.

Así, explicó lo que pasa si uno llora en el espacio (se crea una bola de agua en el ojo, acumulando las lágrimas, por lo que debe quitarse con un pañuelo desechable, las lágrimas no caen), por qué los astronautas no pueden llevar pan a la estación (las migas que se desprenden del pan flotan e incluso pueden aspirarse por la nariz, en vez de ello comen tortitas mexicanas, llamadas allá “tortillas”), cómo lavarse los dientes, cómo afeitarse, cómo dormir... la vida diaria compartida por un comunicador entusiasta, eficaz, con carisma y capaz de hacer que la gente, como dijo en una sesión de preguntas y respuestas de la red social Reddit “experimentara un poco más directamente cómo es la vida a bordo de una nave de investigación en órbita”.

Pero además de las fotografías y momentos ligeros, como su conversación con William Shatner, actor canadiense que dio vida al Capitán James Kirk en la serie original de televisión Star Trek y en las primeras 6 películas de la franquicia, también llevó a quienes lo seguían en las redes sociales a las emociones reales de la vida en órbita, como una fuga de amoníaco que puso en riesgo el suministro de electricidad de la estación, cuya reparación contó por Twitter mientras la preparaban, o un paseo espacial de emergencia de dos de los astronautas bajo su mando.

La culminación de la estancia del comandante Hadfield fue, sin duda, su interpretación, como guitarrista y cantante que es, de la canción “Space Oddity” de David Bowie, a modo de despedida. Poco después de subir el vídeo, las redes sociales hervían comentándolo.

Lo que se supo después es que primero Hadfield tuvo que se convencido por sus hijos de que sería buena idea llevar su misión a las redes sociales, y luego él tuvo que convencer a la agencia espacial canadiense y a la NASA de darle los medios y el tiempo para hacerlo.

Gracias a ello, y a su forma de responder preguntas, a sus explicaciones, su buen humor y su evidente entusiasmo por su trabajo, muchos jóvenes que no habían prestado demasiada atención a las evoluciones de los astronautas han recuperado el entusiasmo por la exploración del espacio, por las posibilidades que ofrece, por grandes desafíos como el mítico viaje a Marte que algunas agencias espaciales, como la de China, se están planteando seriamente.

Y si hay el entusiasmo necesario, se podrá hacer realidad la sentencia de Tsiolkovsky: “La Tierra es la cuna de la humanidad, pero uno no puede vivir para siempre en una cuna”.

En el aire y en el espacio

Chris Hadfield nació en Ontario, Canadá, en 1959 y estudió ingeniería mecánica al tiempo que era piloto de la Real Fuerza Aérea canadiense. Al espacio en 1995, en la misión 74 del transbordador espacial y en 2001 en la número 100. Fue enlace de la NASA con todos sus astronautas y su representante en el centro Yuri Gagarin. En diciembre de 2012 subió a la ISS, de la que fue comandante del 13 de marzo al 12 de mayo de 2013.

El juego del gato

La que hoy es la mascota más popular del mundo fue considerada maligna y diabólica durante cientos de años.

El gato salvaje africano, Felis silvestris lybica, ancestro
del gato común.
(Foto CC de Rute Martins (www.leoa.co.za),
vía Wikimedia Commons)
Si una proverbial civilización extraterrestre tuviera acceso a Internet, bien podría concluir que los gatos juegan un papel absolutamente esencial en la sociedad humana viendo el número de imágenes de gatos que pueblan de modo desbordante la red mundial.

Sin llegar a tanto, lo cierto es que el gato, junto con el perro, han formado con los seres humanos una relación entre especies que no tiene paralelo en el mundo vivo. A partir de una relación mutuamente beneficiosa en términos de alimentos, protección y seguridad, se desarrolló otra que satisface necesidades más subjetivas, emocionales, de compañía y amistad.

Si el perro comenzó su relación con el hombre, hasta donde sabemos, rondando a los grupos de cazadores para aprovecharse de sus sobrantes alimenticios y después integrándose a las partidas de caza, el gato entró en escena mucho tiempo después, probablemente atraído por otro animal que se adaptó al ser humano: el ratón.

Según el arqueólogo J.A. Baldwin, el proceso de domesticación del gato se produjo a raíz del desarrollo de la agricultura por parte de los seres humanos. Cuando aún no había formas de conservar frutas y verduras, los cereales se añadieron a la dieta humana y se domesticaron por lo relativamente sencillo que es secarlos y almacenarlos en grandes cantidades sin que pierdan sus propiedades alimenticias o se pudran como otros productos agrícolas. Pero un granero era una tentación para los ratones, una fuente de alimento para los duros meses de invierno y una protección de sus depredadores habituales. La abundancia de grano trajo la abundancia de ratones, como lo demuestran, según los estudios, las grandes cantidades de esqueletos de ratones encontrados en los sótanos de las viviendas del neolítico en el Oriente medio. Y eso era a su vez una invitación a sus depredadores, para los cuales un granero era en realidad un almacén de ratones, un coto de caza. Y los principales eran unos gatos salvajes.

Un estudio genético de 979 gatos domésticos, publicado en la revista Science en 2007, concluyó que la domesticación del gato coincidió efectivamente con la aparición de las primeros poblados agrícolas en el creciente fértil de oriente medio. Y determinó que todos los gatos domésticos de hoy, (cuyo nombre científico es Felis sylvestris catus) proceden del gato salvaje de Oriente Medio o gato salvaje africano, Felis sylvestris lybica, aunque en distintos momentos ha habido cruzas con las otras cuatro subespecies de gatos silvestres: el europeo, el de Asia central, el de Sudáfrica y el del desierto de China.

La primera evidencia de la domesticación data de unos 10.000 años, en un enterramiento humano neolítico de Chipre estaba acompañado de un gato y de una escultura que mezclaba rasgos gatunos y humanos.

Uno de los científicos del estudio genético, Carlos Driscoll, sugirió que los gatos de hecho se domesticaron a sí mismos. Entraron por su cuenta en la vida humana y, al paso del tiempo, los seres humanos fueron alimentándolos y favoreciendo rasgos más dóciles y más amables, como ocurrió con el perro. Esto habría implicado prolongar la duración de algunos rasgos y comportamientos infantiles, lo que los biólogos evolutivos conocen como “neotenia”, proceso responsable de que perros y gatos adultos aún gusten de jugar. Implicó también la reducción del tamaño del animal, de sus secreciones hormonales y de su cerebro, haciéndolo más tolerante a la convivencia con humanos.

Un proceso difícil porque el lobo al que convertimos en perro ya era un animal gregario, acostumbrado a la estructura de la manada y la vida ordenada de una sociedad, pero el gato silvestre era (y es) un depredador solitario, como la mayoría de sus parientes de mayor tamaño.

La primera época de gran popularidad de los gatos se vivió en el Antiguo Egipto a partir del año 2000 antes de nuestra era, cuando empezaron a aparecer en el arte y en enterramientos. Se les consideraba valiosos por el control de distintas plagas y se les consideraba parte de la familia. En el panteón de dioses con cabezas animales de la religión egipcia, Bastet, diosa de los gatos, del calor del sol y, según algunos, del amor, tenía cabeza de león cuando estaba en guerra o de gato en sus advocaciones más amables, estableciendo la relación de los felinos con la sensualidad.

Hacia el año 900, la ciudad dedicada a la diosa, que hoy es la ciudad de Zagazig, se convirtió en capital de Egipto y por tanto la adoración de los egipcios por la diosa Bastet creció enormemente. Locales y peregrinos visitaban el gran templo de Bastet, donde merodeaban numerosos gatos, considerados reencarnaciones o ayudantes de la diosa, y le presentaban como ofrenda gatos momificados. En él se han encontrado más de 300.000 de estas momias y se calcula que debe haber millones más, resultado de cientos de años de adoración a la diosa. Para abastecer a los peregrinos, se establecieron los primeros criaderos de gatos, que además los sacrificaban y momificaban para su venta a los fieles.

En los siglos siguientes, el gato se fue extendiendo por el mundo como mascota, apreciado por su utilidad o por su belleza. Pero a partir del siglo XI empezó a identificarse con la maldad, con el diablo y con las brujas que dominaron el imaginario tardomedieval. Diversos herejes (entre ellos los templarios) fueron acusados de adorar al diablo, que se aparecía como un gran gato negro. En 1232, el papa Gregorio IX emitió una bula que describía el uso de gatos en rituales satánicos, lo cual azuzó el rechazo popular a los gatos, y alentó la práctica de cazar y matar gatos, especialmente mediante el fuego, que se mantuvo durante 500 años.

Pero, después de siglos de tristezas y mala publicidad, a partir del siglo XVIII los gatos volvieron a ser considerados compañeros útiles y apreciados, apareciendo primero como mascotas en París. De allí en adelante, la explosión demográfica de los gatos se ha desarrollado sin cesar hasta convertirlos en las mascotas más populares del mundo. Hoy existen más de 50 razas de gatos y se calcula que existen más de 200 millones de gatos que la gente mantiene como mascotas en todo el mundo, y un número indeterminado de gatos asilvestrados.

Y, dicen algunos, parece que casi todos ellos aparecen en alguna foto o vídeo en Internet.

Los gatos y la peste negra

Algunos estudiosos especulan que la práctica del sacrificio de gatos por sus rasgos diabólicos fue un factor responsable, al menos en parte, de la gran epidemia de peste negra de 1348-1350. De haber habido más gatos, no habrían proliferado tanto las ratas que diseminaron a las pulgas que transmitían la peste, y que fue responsable de entre 75 y 200 millones de muertes en Europa.