Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Cirugía reconstructiva: rescatar nuestro rostro

Operendo2017
El cirujano reconstructivo colombiano
Pedro Antonio Sánchez Mesa operando
(Foto GDFL o CC de Pasm,
vía Wikimedia Commons) 
Los rasgos distintivos de nuestro rostro no son únicamente las claves por las que los demás nos reconocen. Solemos considerarlos también nuestra identidad. Ante el espejo, ese rostro somos nosotros, sin importar que filosóficamente podamos decir que “lo importante es el interior” o que “la verdadera belleza es la que no se ve”, despreciando la superficialidad.

Una persona “desfigurada” es quien tiene profundamente destruidos o alterados sus rasgos faciales. Su problema no es únicamente enfrentar el hecho de que su rostro ha sido dañado, sino que la gente suele reaccionar ante un intenso desfiguramiento de un modo especialmente intenso, tanto que la mutilación (como la amputación de orejas y narices) se ha empleado –y se sigue empleando – como castigo.

Es por ello que reconstruir las facciones deformadas ha sido una búsqueda incesante. En la India, hace unos 2.500 años, el autor Sushruta describe intervenciones para reconstruir lóbulos de las orejas y narices empleando piel de otras partes del rostro, como las mejillas y la frente. En el siglo I de la Era Común, el enciclopedista romano Aulus Cornelius Celsus escribe el tratado “De Medicina”, donde explicaba cómo reconstruir labios, narices y orejas. Y en el siglo IV, el autor griego Oribasius, médico del emperador bizantino Julián El Apóstata, recopiló los textos médicos de su época en su “Synagogue Medicae”, describiendo procedimientos en las cejas, frente, mejillas, nariz y orejas, dando recomendaciones sobre la eliminación de tejidos dañados o muertos (desbridamiento) y el uso de colgajos de piel para los transplantes.

Como tantas otras cosas, los conocimientos antiguos sobre cirugía pasaron a los sabios islámicos mientras que en Europa, aunque las guerras daban a los médicos muchas oportunidades para ejercer y experimentar, la Edad Media suspendió el avance de la cirugía, a tal grado que, en el siglo XII, el Cuarto Concilio Laterano incluyó entre sus disposiciones la prohibición de que los sacerdotes, diáconos y subdiáconos practicaran la cirugía.

La aparición de la anestesia a mediados del siglo XIX, sin la cual todos los procedimientos conocidos hasta entonces eran experiencias escalofriantes de dolor y sufrimiento, disparó los avances de la cirugía, incluida, claro, la reconstructiva, y a fines de ese mismo siglo aparece la cirugía estética, de la mano del médico estadounidense John Roe, quien emprende la remodelación de narices tan popular hasta la actualidad.

Hay casos en los que reconstruir es imposible y es necesario sustituir tejidos. El caso más extremo es el transplante de cara, que ha sido motivo de tratamientos debidamente exagerados en la literatura y el cine, como en la película francesa de 1960 “Les yeux sans visage”, los ojos sin cara, donde un clásico médico enloquecido trasplanta sin éxito sucesivos rostros a su hija. El principal temor expresado por la literatura de horror es que el cambio en aspecto implique un cambio psicológico para mal, especialmente si se ve “la cara de otro” (título, por cierto, de una película japonesa sobre el tema) en el espejo.

El primer transplante parcial de cara puso finalmente a la realidad frente a frente con las especulaciones. El 27 de noviembre de 2005, un equipo de cirujanos franceses trasplantó un triángulo con la piel de la parte inferior del rostro (nariz, boca, barbilla y parte de las mejillas) a Isabelle Dinoire, que por entonces tenía 38 años, a quien su perro le había destrozado la parte inferior del rostro en mayo de ese año.

Entre las pruebas que se le hicieron previo a la decisión de operarla hubo algunas tan esenciales como las resonancias magnéticas que ayudaron a determinar que su corteza cerebral seguí teniendo capacidad de ordenar el movimiento de sus músculos pese a la ausencia de ellos, hasta estudios psicológicos que intentaron determinar si la paciente tenía la entereza emocional necesaria para “vivir con el rostro de otra persona”.

Un año después de la operación, cuando Isabelle Dinoire informó que había conseguido volver a sonreír, algo que pensó que nunca iba a poder volver a hacer. Y, al mismo tiempo, ninguno de los más inquietantes temores sobre la vida “con el rostro de otra persona” se hicieron realidad. De hecho, aunque con labios más gruesos y una nariz más ancha, la Isabelle Dinoire de hoy es razonablemente semejante a la anterior al ataque del animal.

Ante el éxito de esta intervención y de 10 transplantes parciales más que la siguieron, el 20 de marzo de 2010 un equipo de 30 médicos del hospital Vall D’Hebron, en Barcelona, realizó el primer transplante total de cara en una operación de 22 horas de duración. En este caso, no sólo se utilizaron la piel, músculos y ligamentos del donante, sino también parte de los huesos de la zona inferior de la cara, incluidos los pómulos, el paladar, el maxilar superior y la mandíbula.

Pero, ¿por qué el rostro de un receptor de trasplante no es “el de otra persona”, sino que tiende a parecerse al receptor? La reconstrucción facial forense nos ofrece la clave. Los tejidos del rostro tienen una profundidad media determinada, como suelen mostrarlo (a veces fantasiosamente) las series de televisión sobre ciencias forenses.

Las mediciones de profundidad de los tejidos faciales, comenzadas en 1894 por el anatomista alemán Wilhelm His, quien tenía por objeto la reconstrucción del rostro de Johann Sebastian Bach, han continuado hasta la actualidad, dando cuenta de variaciones étnicas y de otro tipo para mejorar la precisión de las reconstrucciones. Esta labor nos han permitido conocer el rostro de personajes como Iván el Terrible, Tutankamón, el hombre del hielo Ötzi y, claro, numerosas víctimas que, al ser identificadas por sus familiares, permiten muchas veces también atrapar a los responsables de su muerte.

Estas mediciones también nos han enseñado que, más allá de la máscara de piel y músculos que nos cubre, nuestro rostro está marcado, sobre todo, en nuestro cráneo, lo que elimina fantasías sobre el transplante de cara que es la esperanza de muchas personas de poder volver a tener un rostro con un aspecto y funcionalidad adecuados. Que no es poco.

Rechazo e inmunosupresión

La cirugía reconstructiva puede utilizar injertos de piel o músculo tomados del propio individuo afectado o de otra persona. En este segundo caso, suele presentarse una reacción llamada “rechazo”, pues el sistema inmune del receptor detecta el tejido extraño y lo ataca como lo haría con cualquier infección. Para disminuir el riesgo de rechazo, se buscan donantes que tengan similitud con el receptor en genes que disparan la creación de anticuerpos por parte del organismo receptor. Aún así, en muchos casos los receptores deben tomar durante toda su vida medicamentos que suprimen al sistema inmune, para evitar el rechazo.

Cómo nos construyen las proteínas

Traducción del ARN en los ribosomas para sintetizar proteínas.
(imagen CC LadyofHats traducida por Parri,
vía Wikimedia Commons)
El cuerpo humano se puede considerar como una edificación de largas y complejas moléculas formadas por cadenas de aminoácidos llamadas proteínas, sustentada sobre un entramado mineral de huesos, accionada por sustancias energéticas y que utiliza otros compuestos y sustancias para desarrollar sus actividades, como vitaminas o minerales.

Un buen ejemplo de la presencia de estas moléculas orgánicas (es decir, basadas en el carbono) son las varias formas del colágeno, que forma el 35% de todas las proteínas que nos componen. El colágeno es esencial en estructuras tales como los ligamentos y tendones, de la piel, los vasos sanguíneos y la córnea, y está en los huesos, el sistema digestivo, los músculos… y en en la superficie de las células. De todas nuestras células.

Hay muchos tipos de proteínas, como la queratina que forma nuestro cabello y uñas, la miosina y la actina, responsables de la contracción de nuestros músculos, la albúmina que forma gran parte de nuestro plasma sanguíneo (pariente de la albúmina de las claras de huevo), los ácidos nucleicos (el ADN y el ARN), todas las enzimas que promueven multitud de reacciones químicas en nuestras células, y todas, todas nuestras hormonas, desde la insulina que nos ayuda a metabolizar el azúcar hasta los neurotransmisores y las hormonas sexuales.

Estas son proteínas muy abundantes en nuestro cuerpo, pero hay muchas más. En total, se calcula que nuestro cuerpo tiene al menos dos millones de proteínas que actúan como reguladoras, para defenderlo (anticuerpos), transportar oxígeno (hemoglobina) y de muchas otras formas.

Asombrosamente, estos millones de proteínas, y las al menos diez millones más que son parte de los demás seres vivos (que comparten algunas) son producidas con sólo 20 aminoácidos principales como materia prima.

¿Cómo es esto posible? Pensemos en la escala musical que conocemos: tiene 12 notas, pero las escalas tradicionales usan sólo siete de esas notas, aunque las armonías modernas pueden usar más.

Con sólo doce notas, la capacidad humana ha creado literalmente millones de variaciones, desde la música más chabacana y sencilla hasta las más complejas creaciones de Bach, desde las tonadillas publicitarias hasta las obras conceptuales de Pink Floyd, de las nanas al heavy metal. La enorme variedad de la música nos permite olvidar fácilmente que, pese a todo, son sólo doce notas.

Los más o menos 25.000 genes capaces de crear proteínas que tenemos en los núcleos de nuestras células pueden sintetizar esa millonaria variedad formando largas cadenas de aminoácidos unidos entre sí. Para producir una proteína, el ADN del núcleo forma primero una cadena de ARN mensajero a la que le traslada su código químico para llevarlo fuera del núcleo. El lenguaje del ARN tiene cuatro letras únicamente, AGCU o adenina, guanina, citosina y uracilo. Cada grupo de tres bases o letras del ARN se llama “codón” porque codifica la captura de un aminoácido determinado. La secuencia de codones se traduce en la secuencia de aminoácidos de la proteína.

Como hay 64 palabras posibles combinando en grupos de tres las cuatro letras del lenguaje del ARN, hay “palabras” redundantes. Por ejemplo, los codones o palabras “UAU” y “UAC” corresponden al aminoácido llamado tirosina, mientras que otros aminoácidos como la arginina pueden ser codificados con hasta seis codones. Así, se van “escribiendo” o sintetizando proteínas que pueden ser cadenas de menos de 10 aminoácidos o llegar a tener más de 100.

En palabras de uno de los descubridores del ADN, Sir Francis Crick, “el ADN hace ARN, el ARN hace proteínas… y las proteínas nos hacen a nosotros”.

Nuestro cuerpo puede producir 10 de los 20 aminoácidos que utiliza para hacer todas sus proteínas, pero los otros 10 tiene que obtenerlos por medio de su dieta, no hay opción. Y siendo tan relevantes, parecería curioso que ningún alimento se anuncie como fuente de algún aminoácido u otro, digamos, cereales ricos en metionina, o galletas con valores elevados de triptofano y valina.

Esto se debe a que los aminoácidos que consumimos no se nos presentan aislados sino, precisamente, en forma de proteínas. Aunque los distintos seres vivos tienen proteínas distintas de las humanas, específicas de cada especie, podemos comerlos y derivar nutrición de ellos precisamente porque nuestro proceso digestivo se ocupa en parte de descomponer las proteínas que consumimos separando los aminoácidos que las forman para poder reutilizarlos. Cada proteína tiene como contraparte a otra proteína, llamada proteasa, que es la enzima que la descompone en sus aminoácidos.

Es como si el ADN de un organismo utilizara los aminoácidos para tejer un tapiz asombrosamente complejo, y luego, durante la digestión, las proteasas pudiera destejer este tapiz, separando sus hilos de distintos colores y grosores para llevarlo a las células donde se tejerán otros tapices distintos reciclando esos hilos.

Y, para llevar el paralelo un poco más allá, nuestro cuerpo también puede producir 10 de los hilos que necesita partiendo de distintas materias primas. Así, nuestras células pueden tomar el ácido glutámico, responsable del sabor llamado “umami”, que es característico de las algas, entre otros alimentos, y modificarlo para crear tres de los aminoácidos no esenciales.

Podemos almacenar algunos de los nutrientes que necesitamos. Pero los aminoácidos excedentes no se guardan como tales, sino que se convierten en glucosa para obtener energía o en ácidos grasos para guardarlos como tejido adiposo. Es por ello que necesitamos proteína en nuestros alimentos diarios para mantener la maquinaria de producción de nuestras propias proteínas en marcha. Cuando no tenemos aminoácidos suficientes en nuestra dieta, el cuerpo puede tomar las proteínas de nuestros músculos y descomponerlas para llevar sus aminoácidos a órganos más esenciales.

Queda, claro, el origen del nombre de estas moléculas fundamentales. Fue el químico suizo Jöns Jakob Berzelius quien en 1838 se convirtió en el primero en describirlas y en quien les puso nombre. Creó el nombre “proteína” tomando la raíz griega “prota”, que significa “de principal importancia”.

Las proteínas y los vegetarianos

Uno de los problemas que presenta la opción alimenticia de los vegetarianos estrictos, que no comen lácteos ni huevo, es que deben elegir con cuidado sus alimentos. La carne, la leche y el huevo son fuentes de “proteínas completas”, ya que sus proteínas más largas y complejas contienen todos los aminoácidos esenciales. Pero ningún vegetal tiene tales proteínas completas, de modo que el vegetariano consciente debe combinar sus alimentos para no sufrir deficiencias. Un solo aminoácido faltante puede tener efectos negativos en la salud. Ser vegetariano requiere especial atención.

Niels Bohr: cuando la física se hizo mayor

Niels Bohr (a la derecha) con
Albert Einstein en 1930.
(Foto D.P. de Paul Ehrenfest,
vía Wikimedia Commons) 
Una de las mentes clave de la época en que los físicos no sólo revolucionaron el conocimiento, sino que asumieron la importancia moral, filosófica y política de su labor.

Entre 1900 y 1945, poco más o menos, el mundo de la física fue no sólo una apasionante vorágine del conocimiento y de la audacia intelectual que logró avanzar como nunca antes en la historia humana en la comprensión del universo e impuso nuevos desafíos a los científicos.

Hasta el siglo XIX, la ciencia se había ocupado de las cosas, por así decirlo, a escala humana: lapsos de tiempo medidos en segundos o años, espacios medidos en milímetros o kilómetros. Especialmente desde Newton, la física se ocupó de los objetos a su alrededor y sus leyes, de la óptica, de los gases, de los choques, del electromagnetismo, de la gravedad, del movimiento.

A principios del siglo XX se habían dado las condiciones para escudriñar los extremos, lo enormemente grande y lo enormemente pequeño, donde no sirve el sentido común, forjado por la evolución para permitirnos vivir en la escala media.

En la escala de lo grande había cuerpos y galaxias en un espacio medido en años luz y en un tiempo de millones y miles de millones de años. La teoría de la relatividad de Einstein nos mostró que el espacio es curvo, que la velocidad de la luz es la única constante del universo, que un campo gravitacional muy fuerte puede curvar la luz o que el tiempo puede transcurrir más rápido o más lento en función de la velocidad.

En la escala de lo pequeño, la situación era aún más desafiante. En 1901, Max Planck sentó las bases de la mecánica cuántica, al determinar que la energía se emite en “paquetes” o “cuantos” y no de forma continua. Einstein aplicó esta visión al efecto fotoeléctrico (por el cual recibió su único Premio Nobel) viendo a la luz no como un flujo continuo de energía, sino una corriente de cuantos, paquetes de energía que hoy llamamos “fotones”.

En el huracán de avances que siguieron, Niels Bohr incorporaría un ejemplo singular de esfuerzo intelectual y de las preocupaciones filosóficas y sociales por el enorme poder que la física puso en manos humanas.

Niels Henrik David Bohr nació en 1885 en Copenhague, Dinamarca, en una familia dedicada ya a la ciencia, pues su padre, Christian, era profesor de fisiología en la Universidad de Copenhague. A ella ingresó Niels en 1903 para estudiar matemáticas y filosofía, aunque pronto se pasaría a la física, disciplina en la que se doctoró a los 26 años.

En 1913, Bohr revolucionó la física al unir el modelo atómico de Ernest Rutherford con las todavía novedosa ideas de los “cuantos” de Planck, y sugirió que los electrones del átomo existían a cierta distancia del núcleo (formado de neutrones y protones) según la energía de que dispusiera cada electrón. Si recibía un cuanto de energía, pasaba a un nivel más alto, mientras que si emitía un cuanto de energía, pasaba a uno inferior.

El modelo de Bohr por primera vez daba una explicación compatible con las observaciones obtenidas en los experimentos que se llevaban a cabo en los laboratorios de física de su época. Hoy en día, con algunas modificaciones menores, sabemos que su modelo es correcto, es decir, que los átomos se comportan tal como decían las ecuaciones del danés. Por este logro, obtuvo el Premio Nobel de física en 1922.

La mecánica cuántica planteaba problemas que muchos físicos, incluso Einstein y Planck esperaban que se disiparan con el tiempo. No fue así. Niels Bohr planteó el Principio de la Complementariedad, según el cual la materia puede exhibir al mismo tiempo propiedades de partícula o de onda, y que ambos puntos de vista no son contradictorios, sino complementarios. Junto con el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, que dice que no podemos conocer todas las propiedades de un sistema cuántico al mismo tiempo, y lo desconocido sólo lo podemos expresar como probabilidades, estableció claramente que la cuántica era un mundo distinto de la física clásica.

La descripción cuántica de grandes sistemas, sin embargo, da los mismos resultados que la física clásica. Es decir, los desafíos al sentido común que plantea la cuántica no son visibles ni relevantes a escala humana (algo que suelen olvidar quienes quieren aplicar las observaciones de la mecánica cuántica a nuestra vida cotidiana).

El debate intelectual se enfrentó de pronto al hecho político. La toma del poder de los nazis en Alemania exigía tomas de posición. Niels Bohr, casado y con seis hijos, recibió en su casa de Copenhague a numerosos colegas que huían de la barbarie de Hitler y donó su medalla de oro del Premio Nobel al esfuerzo Finlandés de guerra.

Fue Bohr quien informó a los Estados Unidos en 1930 que los científicos alemanes estaban tratando de dividir el átomo, el primer paso para aprovechar y usar la energía nuclear. Esta información promovió el lanzamiento del Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica estadounidense.

Después de tres años de ocupación nazi en Dinamarca, Bohr huyó a Estados Unidos, donde colaboró en el Proyecto Manhattan. Preocupado por las consecuencias que implicaba la existencia de un arma nuclear, Bohr propuso a los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña que se compartieran los secretos atómicos con la Unión Soviética, lo que provocó que Winston Churchill legara a considerar al físico un riesgo de seguridad “cercano a la comisión de crímenes mortales”.

No resulta extraño que, al terminar la guerra, Niels Bohr dedicara todos sus esfuerzos al control del armamento nuclear y a los esfuerzos por el uso pacífico de la energía atómica, organizando el congreso “Átomos por la paz” en Ginebra, Suiza, en 1955.

El trabajo de Bohr por la física, sin embargo, no se detuvo, y además de encabezar el instituto hoy llamado precisamente Niels Bohr en la Universidad de Copenhague, realizó un esfuerzo titánico por crear un laboratorio internacional dedicado al conocimiento de la estructura interna de la materia, lo que hoy conocemos como CERN. Allí, el mayor instrumento científico jamás creado por el hombre, el LHC, continúa tratando de explicar cómo es el tejido del universo

Los debates Bohr Einstein

Entre 1927 y 1955 (cuando murió Einstein), ambos físicos tuvieron una serie de debates públicos sobre la interpretación de la teoría cuántica. A Einstein le molestaba la incertidumbre que postulaba la cuántica, mientras que Bohr la defendía como un hecho al que hay que plegarse. Como ambos científicos cambiaron de posición sobre distintos temas al paso del tiempo, los amables debates (resumidos en un libro por Bohr) son una lección sobre filosofía de la ciencia, pero también sobre la honesta actitud del científico capaz de abandonar aún sus teorías más amadas si hay otra más coherente con la realidad.

La evolución: diseño no tan inteligente

Primate skull series no legend
Cráneos de macaco, orangután, chimpancé
y ser humano.
 (Foto CC de Christopher Walsh, modificada
por Tim Vickers, vía Wikimedia Commons)
El mismo proceso evolutivo que nos ha hecho humanos es responsable de algunos de nuestros problemas y malestares, desde las hernias hasta el dolor de parto.

El guepardo es hoy el animal terrestre más rápido, como resultado de un proceso evolutivo que le permite cazar gacelas, animales que a su vez han adquirido una capacidad creciente de correr velozmente y huir del guepardo.

Los guepardos han evolucionado así porque los que por azar son más rápidos cazan más gacelas, y pueden alimentar mejor a sus crías, probablemente resultan parejas más atractivas y tienen así más probabilidades de que sus genes sobrevivan y se difundan entre las poblaciones futuras.

Partiendo de la variación natural, del hecho evidente de que las crías de cualquier ser vivo son distintas de sus padres y entre sí, y mediante la interacción de esa variación con el medio ambiente, se favorecen algunos rasgos y las poblaciones sucesivas cambian como si hubieran sido moldeadas a propósito.

Pero la velocidad del guepardo tiene un precio. En la evolución, todo cambio es resultado de un toma y daca entre varios aspectos y las ventajas que dan unos a cambio de otras desventaja. La evolución, también, puede dejar intocados ciertos rasgos antiguos que ya no tienen ninguna utilidad.

El precio que paga el guepardo por su velocidad es que suele terminar la cacería en un estado de agotamiento tal que resulta fácil para otros cazadores como los leones robarles su presa. Su velocidad ha implicado una desventaja que puede costarle incluso la supervivencia como especie, pues probablemente no tenga tiempo suficiente para emprender otro camino y finalmente su creciente velocidad lo vuelva inviable como especie.

Nosotros también hemos pagado un precio por ser como somos. Un precio del que no solemos estar conscientes-

El ser humano imperfecto

Un ejemplo del precio que hemos pagado es la curiosa relación entre nuestros dientes y nuestro cerebro. En el proceso de evolución, una mutación nos permitió tener cráneos más espaciosos que albergaran cerebros mayores, lo cual nos ha permitido entender y alterar nuestro mundo. Esa mutación apartó parte del hueso de nuestras mandíbulas, haciéndolas más pequeñas y delgadas, pero no afectó a nuestros dientes, que siguen teniendo el mismo tamaño que antes. Así, nuestras muelas del juicio con frecuencia “no caben” en nuestras bocas y es necesario extraerlas.

El habla es otra característica peculiarmente humana por la que pagamos un claro riesgo de muerte. En la mayoría de los animales, la tráquea y el esófago están orientados de tal modo que son totalmente independientes y permiten a sus dueños respirar y tragar al mismo tiempo. La evolución de la tráquea para el habla y nuestra posición erguida llevaron a ambos conductos en una posición tal que para tragar tenemos que dejar de respirar y viceversa, so pena de correr el riesgo de ahogarnos.

Según podemos reconstruir la historia de nuestra especie, un paso clave que nos diferenció de otros primates ocurrió hace unos cuatro millones de años, cuando nuestro ancestro Australopithecus pasó a andar sobre dos pies. Las importantes ventajas del bipedalismo para la especie fueron tales que se desarrolló y se conservó pese al precio que nos impone, y del que no siempre estamos conscientes.

Al andar a cuatro patas, los órganos de los animales cuelgan de la columna vertebral, alineados y sostenidos por los músculos del abdomen. Al pasar a una posición erguida, nuestros órganos se apilaron unos sobre otros, creando una presión que que facilita la aparición de hernias, que ocurren cuando un esfuerzo excesivo crea tensión en el abdomen y desgarra los músculos abdominales.

La propia columna vertebral, al pasar a una posición vertical, se vio sometida a fuerzas para las que no estaba diseñada, pues incluso otros animales bípedos, como los dinosaurios o los avestruces, mantienen la columna horizontal. La nuestra se encontró “de pronto” (en términos evolutivos) recta, con las vértebras unas sobre otras, presionándose y asumiendo una forma de “S” poco frecuente en el mundo animal. El resultado son problemas en los discos intervertebrales, escoliosis y los dolores en la parte baja de la espalda que afectan a muchas personas.

Nuestros pies y piernas son otras víctimas que pagan nuestra postura erguida. Las venas varicosas sufren de los efectos de la gravedad como nuestros órganos internos. La presión de la sangre sobre las venas de nuestras piernas aumenta su tamaño y debilita sus válvulas dándoles un aspecto hinchado y grisáceo.

Al mismo tiempo, el pie pasó de ser un órgano prensil a una plataforma para sostener el cuerpo, desarrollando un arco que le da una locomoción más eficaz donde el peso pasa del talón al borde externo del pie y hasta el dedo gordo, pasando por las articulaciones entre los metatarsos y las falanges. Pero el arco también puede fallar, dando lugar a los pies planos. De hecho, entre un 20 y 30% de todas las personas nunca desarrollan el arco del pie.

Pero uno de los más dramáticos cambios producidos por el bipedalismo, grave desventaja que se pagó para andar de pie, son los problemas y dolores del parto.

Para sostener el cuerpo erguido, la pelvis humana se vio presionada para desarrollar un tremendo cambio. Se hizo más corta, apoyando la columna vertebral más cerca de las articulaciones de las piernas, que a su vez se hicieron más grandes y fuertes, y evolucionó hacia una forma que le permite gestionar mejor el equilibrio y la locomoción. El ángulo de la pelvis cambió y el canal del parto se hizo más estrecho.

La pelvis femenina debía dejar paso a las crías para su alumbramiento, pero mientras la pelvis cambiaba, también las crías iban naciendo con cabezas cada vez más grandes. Así, en el proceso del parto el bebé debe realizar un extraño giro, infrecuente entre los demás primates, en el que varias cosas pueden salir mal.

Las numerosas complicaciones del parto humano, que están presentes desde que aparecimos como especie claramente diferenciada y que no tienen otras especies, no son pues un castigo, ni producto de la modernidad y sus problemas, sino una parte del precio que pagamos por ser quienes somos, y un testimonio de nuestro pasado, de lo que fuimos y de cómo devinimos en Homo sapiens

La inútil piel de gallina

Ante el frío y ciertas emociones, nuestra piel adopta el aspecto de “piel de gallina”, por la contracción simultánea de los pequeños músculos erectores que tenemos en cada folículo piloso. El objetivo de esta contracción es erizar el pelo para que el animal parezca más amenazante o para crear una capa de aire caliente contra el frío. Aunque hemos perdido casi todo el pelo corporal, mantenemos esa reacción como un vestigio inservible que nos recuerda cuando tuvimos una lustrosa piel peluda.