Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Nuestro cuerpo se defiende

Fotografía de Marko Žunec
(CC via Wikimedia Commons)
Las más comunes respuestas de nuestro cuerpo a las agresiones físicas y biológicas: moratones, inflamación y fiebre, sin las cuales no podríamos sobrevivir.

Nuestro cuerpo cuenta con un sistema de defensas del que nos hacemos conscientes solamente cuando algo anda mal y experimentamos inflamaciones, fiebre, moratones y otras reacciones de una complejidad mucho mayor que la aparente a primera vista.

¿Equimosis?

Todos hemos visto con fascinación el desarrollo de los moratones (moretones, cardenales, moraduras, magulladuras, hematomas o equimosis) y sus peculiares cambios de color, que cuentan toda una historia de manejo de desastres a nivel celular.

El moratón comienza con una lesión que provoca una hemorragia bajo la piel, liberando sangre a los espacios entre las células de la piel, en el lugar de la lesión y con frecuencia en la forma del objeto que la pueda haber provocado, como solemos ver en los dramas forenses de la televisión.

Conforme la sangre fluye hacia los tejidos circundantes, puede presionar las terminaciones nerviosas de la zona, provocando dolor. Lo percibimos con esos moratones que no duelen hasta que, inquietos, los presionamos… hasta que aparece el esperado dolor.

Desde el principio de la lesión se ponen en marcha procesos para reparar el daño y eliminar la sangre que no debe estar allí, en una secuencia tan precisa que un médico experimentado puede decir cuántos días han pasado desde la lesión con solo verla, al menos en los casos más comunes, cuando no hay factores de salud o edad que alteren significativamente el proceso. La lesión tiene primero un aspecto rojo debido a la hemoglobina, una proteína con hierro que da a la sangre su color característico. Al cabo de uno o dos días, por la degradación de la hemoglobina asume un color azul negruzco o morado.

En esa sangre acumulada ya están trabajando los leucocitos o glóbulos blancos responsables de nuestro sistema de defensas, comiéndose, consumiendo y reciclando la sangre del moratón. En esta auténtica digestión, para el sexto día la hemoglobina se ha convertido en biliverdina, dando al hematoma el extraño color verdoso que tanto nos divierte de niños. Después, la biliverdina es convertida en bilirrubina, dando el siguiente cambio de tono, el amarillo, a los ocho o nueve días. Finalmente, los leucocitos convierten la bilirrubina en hemosiderina, que tiene un color marrón dorado y que sirve como depósito del hierro de la hemoglobina que es luego retirado para reutilizarlo, y el moratón finalmente desaparece al cabo de dos o tres semanas.

La inflamación

Lo que los médicos llaman “proceso inflamatorio” no es únicamente la hinchazón o aumento del volumen, sino que incluye otros tres aspectos: enrojecimiento, calor y dolor. Es decir, la hinchazón puede existir sin que haya una “inflamación” en términos técnicos, aunque el lenguaje popular tienda a utilizarlos como sinónimos.

La hinchazón característica es una respuesta a los estímulos perjudiciales. Los tejidos muertos y lesionados, así como las plaquetas rotas o dañadas liberan dos sustancias químicas: la bradiquinina y la histamina, cuya presencia dispara el reflejo inflamatorio. El proceso comienza con la dilatación de los vasos sanguíneos, lo que aumenta el flujo sanguíneo a la zona donde está la lesión o infección y provoca el color rojizo de la inflamación. Los vasos sanguíneos, además, responden experimentando un cambio en la estructura de sus paredes, permitiendo la salida del llamado “exudado inflamatorio”, un un líquido derivado del plasma sanguíneo. Lo componen anticuerpos generales, fibrinógeno (una proteína del plasma que se se convierte en fibrina para crear el tejido fibroso de las cicatrices que reparan los tejidos lesionados) y multitud de células especializadas, entre ellas leucocitos o glóbulos blancos como los neutrófilos, que atacan a las bacterias responsables de las infecciones y los macrófagos que rodean y digieren tanto a las bacterias muertas como a los tejidos dañados.

El exudado inflamatorio sigue saliendo de los vasos sanguíneos mientras existan tejidos muertos y lesionados que el cuerpo debe reparar. Conforme van eliminándose estos tejidos dañados, los disparadores químicos van disminuyendo y la inflamación cede. Si en la lesión hay, además, hemorragia, puede haber un proceso paralelo de moratón o hematoma.

Aunque la inflamación es una respuesta defensiva, puede convertirse en un problema cuando se desarrolla de modo anormal, se dispara sin causa o se vuelve crónica. La artritis reumatoide o la enfermedad de Crohn son dos ejemplos de inflamación crónica.

Fiebre

Fiebre, calentura… el aumento de la temperatura del cuerpo es también un mecanismo de defensa… aunque realmente todavía no se ha descubierto exactamente cómo contribuye a la curación. Hay estudios, sí, que indican que los animales de sangre caliente se recuperan más rápido de infecciones y enfermedades graves cuando debido a la fiebre, y se sabe que hay algunas reacciones inmunológicas que se aceleran si aumenta la temperatura del cuerpo, además de que se crea un entorno más hostil a algunos patógenos.

El hipotálamo es el responsable de controlar la temperatura del cuerpo y mantenerla en su rango normal, alrededor de los 37 grados centígrados. Cuando hay presencia de algunas sustancias llamadas pirógenos y que pueden ser producidas por el propio cuerpo o por alguna invasión infecciosa, el hipotálamo libera una hormona llada PGE2 que dispara una reacción en todo el cuerpo que por un lado genera más calor aumentando el tono muscular y liberando otras hormonas como la epinefrina, y por otro conserva ese calor, provocando la constricción de los vasos sanguíneos cerca de la piel. La temperatura se mantiene alta mientras estén presentes los pirógenos.

La utilidad que tienen reacciones como la inflamación y la fiebre en la lucha contra las lesiones, infecciones y enfermedades hace recomendable que sólo se combatan cuando se vuelven en sí un problema, como en los casos de infección crónica o fiebres demasiado altas que pueden ocasionar desde alucinaciones hasta la deshidratación. Lo mismo que nos está curando puede ser una importante incomodidad, lo que hace que el uso de antiinflamatorios o antipiréticos (medicamentos que reducen la fiebre) a veces no sea buena idea si no es con la recomendación de un médico.

La primera línea de defensa

La primera y más importante defensa que tiene el cuerpo humano es la piel, una barrera altamente eficaz para impedir la entrada de agentes infecciosos y cuerpos extraños y que regula la hidratación y la temperatura de todo el cuerpo. No es sólo una barrera física, sino que también secreta sus propios antibióticos, los péptidos antimicrobianos. Es además el mayor órgano humano con un área de entre 1,5 y 2 metros cuadrados.

El físico y los bongós

Richard Feynman con otros físicos en Los Álamos
(D.P. vía Wikimedia Commons)
La presencia en la cultura popular de Richard Feynman, el más iconoclasta de los físicos teóricos, parece crecer al paso de los años.

Le gustaba la fiesta, frecuentaba asiduamente clubes nocturnos, era un Don Juan inveterado, tocaba los bongós y otras percusiones, e incluso llegó a ser parte de una escuela de samba, exhibiendo a lo largo de toda su vida una actitud desenfadada, divertida y aventurera. Y sin ser una estrella del mundo del espectáculo, sino uno de los más brillantes físicos teóricos del siglo XX: Richard Feynman, Premio Nobel en 1965 que detestó, hasta el fin de su vida, haber ganado el premio, “un dolor de…” que le había impedido hacer cosas “como la gente normal”. Porque, decía, el verdadero premio es “el placer de averiguar las cosas, el golpe del descubrimiento, observar a otras personas usarlo… ésas son las cosas reales”.

Si algo distinguió a Richard Feynman fue seguir siempre su propio camino como independiente, antiautoritario y audaz figura de un siglo en el que la física avanzó más que en toda la historia humana previa.

Nacido en el condado de Queens, en Nueva York, en 1918, en familia de inmigrantes, él ruso y ella polaca, se vio impulsado hacia la ciencia por su padre (a quien citaría abundantemente a lo largo de toda su vida, en entrevistas, conferencias y conversaciones) y por su propia inquietud. Su facilidad y gusto por las matemáticas se hicieron evidentes muy pronto, y lo llevaron a obtener el campeonato de matemáticas de Nueva York cuando cursaba su último año de bachillerato.

A los 17 años entró al Massachusets Institute of Technology para estudiar matemáticas, pero el deseo de aplicarlas al mundo real lo llevó a la física. Obtuvo la licenciatura en ciencias en 1939 y pasó a Princeton a realizar su doctorado, que finalizó en 1942.

Todavía estaba en Princeton cuando se le propuso ser parte del Proyecto Manhattan para el desarrollo de una bomba atómica. Se unió al proyecto como físico junior, por miedo a la posibilidad de que la Alemania nazi desarrollara la bomba antes que Estados Unidos, y pronto se encontró a cargo de la división de física teórica.

Mientras trabajaba tratando de adelantarse a los nazis, la personalidad de Feynman se expresó en los laboratorios secretos de Los Álamos. Decidió estudiar libros sobre cómo abrir cajas fuertes y a conocer el funcionamiento de los cerrojos de combinación que se usaban en el proyecto. Se dedicó a abrir muebles, incluidos los escritorios de sus colegas, con los documentos más secretos, dejando atrás notas bromistas que no causaron muchas sonrisas en el ejército, que llegó a temer que todo fuera obra de un espía.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, Feynman pasó a ser profesor de física teórica en la Universidad de Cornell hasta 1950, pasando a ocupar el mismo puesto en el California Institute of Technology, universidad en la que permanecería durante el resto de su carrera profesional, dando clases y desarrollando sus ideas sobre la mecánica cuántica.

Llegó así 1965 y el Premio Nobel, que se le concedió “por su trabajo fundamental en la electrodinámica cuántica, que tiene profundas consecuencias para la física de las partículas elementales”. Sería sólo uno de los muchos galardones que recibió por su trabajo.

Pero el físico brillante capaz de desarrollos matemáticos que admiraban a sus geniales contemporáneos era también hombre de muchas inquietudes. Algunas de ellas, musicales, como su reconocida afición a los bongós, que tocaba con suficiente profesionalismo como para llegar a escribir una partitura de percusiones para un pequeño ballet en Nueva York. A él no le parecía tan extraño y, cuando en 1964 mencionaron que tocaba los bongós al presentarlo en unas conferencias sobre física en la Universidad de Cornell, observó con sorna “En las escasas ocasiones en que me han llamado para tocar los bongós en un lugar formal, el presentador nunca encontró necesario mencionar que también hago física teórica”.

Fue dos veces a Brasil. En la segunda, mientras coqueteaba con azafatas de Pan American Airlines que se hospedaban en su mismo hotel, le ocurrieron dos cosas relevantes. Primero, en un momento descubrió que tenía deseos de beber una copa sin que hubiera ninguna razón social, y esto le preocupó tanto que no volvió a beber en su vida (aunque seguiría yendo a centros nocturnos donde hacía apuntes de física teórica mientras las strippers hacían lo suyo en la barra o el escenario). Segundo, se interesó por la música brasileña, tanto que aprendió a tocar un pequeño instrumento llamado “frigideira”, una pequeña sartén que se golpea con una varilla metálica y terminó participando con el correspondiente traje visualmente impactante en el Carnaval de Río de Janeiro con una escuela de samba.

Y en medio de todo esto, Feynman llegó a la conciencia pública debido a su pasión por explicar la ciencia, por ser profesor no solo de física teórica, sino del valor de la ciencia en nuestra sociedad, de la importancia del pensamiento riguroso y ordenado, del peligro de las creencias irracionales incluso referidas a la ciencia, pues solía decir que “la ciencia”, como tal, no demuestra nada, lo que demuestra las cosas es el experimento, el trabajo, los datos. En una entrevista de 1981 decía: “Puedo vivir con la duda y la incertidumbre y el no saber. Creo que es mucho más interesante vivir sin saber que tener respuestas que puedan estar equivocadas”. Una actitud que intentó enseñarle no sólo a sus alumnos, sino a una sociedad necesitada de comprender la postura del científico.

El último trabajo públicamente relevante de Richard Feynman fue en 1986 como miembro del comité designado para investigar la causa de la explosión del transbordador espacial Challenger, que estalló poco después de su despegue, y donde no sólo descubrió que las juntas tóricas de los motores habían sido la causa del problema, sino que detectó y denunció los problemas de falta de comunicación entre los ingenieros y los ejecutivos de la NASA.

Feynman había sido operado de un cáncer estomacal en 1979, con un buen resultado que daba esperanzas de que se hubiera extirpado totalmente el mal. Sin embargo, el cáncer recurrió en 1987 y finalmente causó su muerte el 15 de febrero de 1988. Estuvo dando clases y entrevistas hasta dos semanas antes de esa fecha.

Según su biógrafo, el periodista científico James Gleick, las últimas palabras de Feynman fueron: “Odiaría morir dos veces. Es tan aburrido”.

Para leer a Feynman

Dos libros reúnen las conversaciones informales y divertidas de Richard Feynman con Ralph Leighton, un baterista aficionado y productor de cine que fue gran amigo del físico. El primero “¿Está usted de broma, Sr. Feynman?” fue reeditado en España en 2010. El segundo, “¿Qué te importa lo que piensen los demás?” fue reeditado este mismo 2011.

Y la ciencia se hizo arte

La ciencia y el arte nunca han estado divorciados, pero quizá nunca han estado tan unidos como desde principios del siglo XX.

Pablo Picasso, el pintor
de la cuarta dimensión
(D.P. via Wikimedia Commons)
‘La crucifixión’ de Dalí, pintura de 1954 también lleva el título de ‘Corpus hypercubus’. Su Cristo está crucificado flotando ante una cruz bastante poco usual, formada por ocho cubos. Estos ocho cubos tridimensionales, plegados en una hipotética cuarta dimensión espacial serían un hipercubo o teseracto, del mismo modo en que seis cuadrados de dos dimensiones representados en papel se pueden doblar en tres dimensiones para formar un cubo. Muchos de nosotros hicimos este ejercicio en la escuela.

Por supuesto, el concepto de una cuarta dimensión espacial sale totalmente de nuestra experiencia y apenas podemos hacer ejercicios de imaginación sobre cómo se verían las cosas en ese espacio que los matemáticos definen, de modo intrigante, como una dimensión ‘perpendicular a las otras tres’.

Pero Dalí y muchos artistas de su corriente creativa, el surrealismo, y muchos otros como los cubistas, intentaron tomar los más revolucionarios conceptos de la física, las matemáticas y la ciencia en general y llevarlas a sus lienzos, cambiando para siempre la forma en que vemos el arte. Y no sólo la cuarta dimensión espacial, sino los conceptos del tiempo como cuarta dimensión del “continuo espaciotemporal” de Einstein.

Así, los relojes derretidos de Dalí en ‘La persistencia de la memoria’ y el cuadro con el nada enigmático título de ‘En busca de la cuarta dimensión’ son la representación visual del concepto del tiempo relativo einsteiniano, que cautivó al mundo: el tiempo era –es– elástico, impreciso; un año para una persona puede ser unos breves días para alguien que viaja a velocidades cercanas a la de la luz. El mundo no era lo que hasta entonces había parecido. La búsqueda de lo surreal, lo que está “por encima de la realidad” se veía validada, así fuera metafóricamente, por una nueva física y una nueva matemática que decían que había una realidad más allá, y no sólo una realidad mística o fantástica, sino tan real como la que percibíamos.

Era un gran pretexto para el arte: inspirarse en los asombros del conocimiento, utilizarlo como metáfora, como alimento para el proceso creativo, que veían como distinto o incluso opuesto a la lógica de la ciencia. En palabras del poeta y pionero del surrealismo Guillaume Apollinaire, “Los nuevos pintores no se proponen, como tampoco lo hicieron sus predecesores, ser geómetras. Pero se puede decir que la geometría es a las artes plásticas lo que la gramática es al arte del escritor. Hoy en día, los académicos ya no se limitan a las tres dimensiones de Euclides. Los pintores han sido llevados de modo muy natural, diríase que por intuición, a preocuparse por las nuevas posibilidades de la medición espacial que, en el idioma de los estudios modernos, se designan con el término cuarta dimension”.

El pintor y el matemático

El cubismo tiene una fecha precisa de nacimiento: 1907, con el óleo de Pablo Picasso ‘Les demoiselles d’Avignon’. Allí, por primera vez, un cuerpo es visto al mismo tiempo desde varias perspectivas… la mujer está de espaldas, pero vemos su rostro, o al menos parte de él, como si fuera de algún modo transparente y a la vez vista desde un ángulo totalmente nuevo.

Arthur I. Miller, profesor emérito de historia y filosofía de la ciencia del University College de Londres, contaba en un artículo de 2007 para la revista ‘New Scientist’ en celebración de los 100 años del cubismo, que esa quinta figura del revolucionario cuadro de Picasso fue objeto de literalmente cientos de bocetos, como era habitual en el artista malagueño. Pero el concepto, previo al primer boceto, era muy anterior.

Picasso, como artista, se había visto fascinado por el descubrimiento y popularización de los rayos X, que interpretaba como una prueba de que lo que se ve no es “la realidad” completa, además de los conceptos sobre distintos tipos de radiación que permeaban el universo sin que los pudiéramos ver. El espectro electromagnético demostraba que lo que podemos ver está muy limitado. Y la obligación del artista es, en todo caso, trascender lo que se ve para representar lo que se siente, lo que se vive, las emociones y las dudas.

En ese 1907, además, Picasso conoció al matemático y actuario Maurice Princet, quien se hizo parte del círculo bohemio parisino de artistas y literatos de vanguardia. Según relata Miller, en junio de 1907, cuando Picasso luchaba con la composición de su cuadro, recibió la visita de Princet, que le mostró un libro escrito por su colega matemático Esprit Jouffret, ‘Tratado elemental de la geometría de cuatro dimensiones’, que presentaba a nivel de divulgación los trabajos del matemático Henri Poincaré. Jouffret describía posibles objetos en cuatro dimensiones, como el hipercubo, y los proyectaba sobre el papel, un plano de sólo dos dimensiones.

No sabemos, pero podemos fantasear, que la idea de la cuarta dimensión espacial representó toda una epifanía para el joven pintor (tenía entonces 26 años). Ahí había todo un universo, toda una dimensión, absolutamente nueva. Podían pintarse las cosas por detrás y por delante al mismo tiempo, o como si las viéramos desde todos lados a la vez, girando a su alrededor, sumando en una sola percepción todos los fotogramas, por ejemplo, de una película que rodeara nuestro sujeto. Y los cuerpos se podían representar también al mismo tiempo por dentro y por fuera, como si fueran vistos por los rayos X. O includo representarlos en distintos momentos, como eran ayer, hace cinco meses, hoy o dentro de cuarenta años, ideas que además reforzaba el cinematógrafo que apasionaba a los vanguardistas.

A partir de ese momento, Picasso comenzaría a jugar en el arte sobre los temas del tiempo y el espacio como lo estaba haciendo, casi al mismo tiempo, Albert Einstein en Suiza, desde la trinchera de la física teórica. Sus cuadros de los años siguientes son desarrollos sobre esta visión absolutamente original. Para muchos, además, comprender esta visión “tetradimensional” del cubismo puede servir para ver, si es posible, la pintura cubista (y otras corrientes pictóricas del siglo XX) desde otra perspectiva.

Las otras fascinaciones de Dalí

Además de la teoría de la relatividad y la geometría de más de tres dimensiones, no euclidiana, Salvador Dalí estuvo fascinado siempre por la ciencia y la técnica, reinterpretados a través de su peculiar visión; la energía atómica (“Idilio atómico y uranio melancólico”), la física de partículas (“Santo rodeado de tres mesones pi”), las imágenes estereoscópicas, el descubrimiento del ADN y la holografía, de la cual fue pionero. Decía Dalí: “Creo que los artistas deberían tener nociones científicas para caminar sobre otro terreno, que es el de la unidad”.

Cataclismos cósmicos

Keplers supernova
Los restos de la supernova de Kepler
(Foto D.P. de NASA/ESA/JHU/R.Sankrit y W.Blair,
vía Wikimedia Commons
Todas las explosiones que puede imaginar y fingir Hollywood no son sino un petardo sin importancia junto a los acontecimientos más violentos del universo real: las supernovas.

Era el año 185 de la Era Común y en el imperio romano las legiones se amotinaban contra el emperador Cómodo, que dilapidaba el tesoro romano con su pasión por los juegos gladiatorios, en los que él mismo gustaba de participar. En Asia se acercaba el fin de los más de 400 años de dominio de la Dinastía Han ante otras rebeliones, como la de los turbantes amarillos o la de los cinco montones de arroz del año 184. Fue el año en que los astrónomos imperiales anotaron en “Los anales astrológicos del libro de Han posterior” el avistamiento de una “estrella visitante”, como llamaron a una luz brillante que apareció súbitamente en el cielo nocturno, que titilaba como una estrella, no se movía a diferencia de los cometas y, en ocho meses, se desvaneció.

Los astrónomos creen hoy que es muy posible que aquellos sabios chinos hayan hecho el primer registro de la historia humana de una supernova. En la zona donde los astrónomos imperiales describieron esa misteriosa estrella, modernos instrumentos como los telescopios espaciales Chandra y XMM-Newton han encontrado una capa gaseosa que podría ser la huella de la supernova SN185, llamada así por el año en que ocurrió.

Desde entonces, el ser humano ha visto más de mil acontecimientos similares, estrellas que surgen de súbito y se desvanecen en cosa de días o meses.

Fue el danés Tycho Brahe el primero que, en su libro de 1573 “Sobre la nueva estrella” señaló que las “nuevas estrellas” (o “novas”) no eran fenómenos que ocurrían cerca de nuestro planeta. Sus cuidadosas observaciones de la “nova de Tycho” de 1572 demostró que estaba mucho más allá de las supuestas “esferas celestiales” perfectas e inmutables de Platón, Aristóteles y Ptolomeo. El modelo precientífico era incorrecto. Sólo doce años después, Giordano Bruno promovería la idea de que las estrellas eran, en realidad, cuerpos iguales a nuestro sol, pero a grandes distancias, y que podrían incluso tener planetas (su idea de que podrían albergar vida le costó la ejecución a cargo de la Inquisición).

Si las estrellas eran soles, las “novas”, y las aún más colosales “supernovas” son soles que de pronto brillan más intensamente. Hoy sabemos por qué.

Novas y supernovas

Las estrellas brillan debido a las reacciones nucleares que ocurren en su interior, donde los átomos de hidrógeno, con un protón en su núcleo, se fusionan formando átomos de helio con dos protones y, al hacerlo, producen una enorme cantidad de energía. La fusión depende de la masa de la estrella: mientras más masa posee, puede fusionar componentes más pesados, es decir, con más protones en su núcleo.

Cuando se va agotando su capacidad de sostener la fusión nuclear, una estrella con una masa de menos de cinco veces nuestro sol crece convirtiéndose en gigante roja para luego encogerse como “enana blanca”, una estrella muy densa compuesta principalmente de oxígeno y carbono. Si esta estrella es parte de un sistema doble, o binario, algo muy común en el universo (nuestra vecina más cercana, Sirio, es una estrella doble), puede por gravedad hidrógeno y helio de su vecina hasta que estos elementos entran en una violenta reacción nuclear de fusión descontrolada. Es lo que conocemos como una “nova”.

Una “supernova” es un fenómeno muchísimo más violento y espectacular, que puede ser mil millones de veces más brillante que nuestro sol.

Las supernovas de tipo “I” ocurren cuando la enana blanca tiene una masa mucho mayor y su atracción gravitacional puede acumular gran cantidad de materia de su vecina, hasta tener una densidad de dos millones de kilogramos por centímetro cúbico. Entonces, la superficie de la estrella cae velozmente hacia su centro, comprimiéndose por su fuerza gravitacional; el carbono y el oxígeno de su núcleo comienzan una reacción de fusión descontrolada y ocurre la gigantesca explosión que forma los objetos más brillantes que conocemos en el universo. Para darnos una dea de la densidad necesaria para que una enana blanca estalle como supernova, un dado pequeño, de 1 centímero por lado, que tomáramos de ella pesaría lo que cuatro buques petroleros grandes llenos.

Las otras supernovas, las de “Tipo II”, son producto de un proceso distinto que ocurre en estrellas de una masa muy superior, desde 8 hasta 50 veces la de nuestro sol. Esta enorme masa impide que puedan convertirse en enanas blancas, y al irse agotando su combustible ocurren complejas reacciones en su interior formando distintas capas, como una cebolla, con un núcleo de hierro y las capas superiores formadas de elementos cada vez más ligeros, con fuerzas colosales que producen por fusión nuclear todos los elementos naturales conocidos, hasta que la estrella se colapsa y se produce la explosión.

Cuando una estrella ha estallado como supernova, deja como huella una nube de gas y, en el centro, un cuerpo extraordinariamente denso. Si tiene entre 1,4 y 3 veces la masa de nuestro sol, su núcleo se convierte en una “estrella de neutrones” supermasiva. Y si tiene más de 3 veces la masa del sol, se convertirá en un agujero negro.

No todas las estrellas se convierten en novas o supernovas, el ciclo vital de una estrella puede llevar a otros finales bastante menos espectaculares. Lo que nos han enseñado las supernovas es tan espectacular como su propio aspecto. Como ejemplo, el premio Nobel de física de este año se concedió a tres físicos que, estudiando 50 supernovas lejanas, demostraron que la expansión de nuestro universo es cada vez más rápida, lo que implica que hay una fuerza aún desconocida que impulsa esta expansión, una fuerza que llamamos “energía oscura”.

En nuestra galaxia no hemos visto una supernova desde la de 1604, que estalló a unos 13.000 millones de años luz y fue estudiada por Johannes Kepler. Muchos astrónomos desearían poder observar otra supernova tan cerca de nosotros y en condiciones claramente visibles. Con los delicados instrumentos que hoy están a nuestra disposición, podríamos aprender mucho más sobre el universo al estudiar estos cataclismos estelares. Tanto como aprendieron Tycho Brahe y Johannes Kepler.

La supernova de las supernovas

La más brillante supernova registrada hasta hoy ha sido la que se observó el 4 de julio de 1054 y que se pudo ver de día durante 23 días, y después alrededor de dos años en la noche, y fue registrada por astrónomos chinos, japoneses, coreanos, árabes y, probablemente europeos. En 1942, los astrónomos Nicholas Mayalll y Jan Oort concluyeron, más allá de toda duda razonable, que la Nebulosa del Cangrejo situada en la constelación de Tauro no es sino los restos de la masiva explosión de la supernova de 1054.

El acertijo de las enfermedades fantasma

La capacidad de diagnosticar es requisito previo de la aplicación del tratamiento correcto. En ocasiones es imposible un diagnóstico preciso, y la enfermedad se vuelve un desafío terrible para médicos y pacientes.

Una tomografía de emisión de positrones
muestra las zonas del cerebro activadas por
un dolor de cabeza.
(imagen CC del Dr. A. May via CK-Wissen)
La lucha contra las enfermedades no es sólo el proceso de encontrar remedios o, al menos, paliativos para los males que nos afectan, es también la capacidad de diagnosticar dichas enfermedades.

Antes de la teoría de los gérmenes de Louis Pasteur y Robert Koch, en la segunda mitad del siglo XIX, las enfermedades se caracterizaban de modo general como lo hacen aún algunas prácticas que ofrecen remedios “para el dolor de estómago”, sin importar si es producto de acidez, cáncer, úlceras, infecciones, etc.

Junto a esa caracterización había intentos de diagnóstico. Las creencias tradicionales chinas, por ejemplo, le tomaban el pulso al paciente en varios puntos, suponiendo que así se podían percibir procesos complejos de todas las enfermedades. Otras tradiciones buscaban inspiración en sus dioses, en el vuelo de las aves o en las líneas de las manos.

El diagnóstico médico certero tuvo que esperar a que el médico canadiense William Osler desarrollara los principios del diagnóstico clínico. Para Osler, el médico tenía que utilizar los síntomas para identificar las enfermedades y tratar éstas. Según su teoría, la tarea del médico ante un dolor de estómago era encontrar las causas de ese dolor.

Con los nuevos conocimientos de la biología, la química y la física, surgieron los estudios, análisis y pruebas para el diagnóstico: análisis químicos; biopsias, la exploración de nuestro interior (rayos X, tomografías, resonancia magnética, etc.), la medición de la tensión sanguínea y cuanto nos asombra en series de ficción como “House”, dedicada al llamado diagnóstico diferencial que desentraña enfermedades con síntomas similares y tratamientos distintos.

Pero la capacidad de diagnóstico reunida topa, en ocasiones, con afecciones fantasma, donde los pacientes informan de síntomas que les provocan un enorme sufrimiento físico y emocional, pero cuyas causas no pueden ser identificadas con claridad.

Estas afecciones, como la fibromialgia, descrita apenas en 1981, o el síndrome de fatiga crónica, identificado en 1986, así como muchas afecciones relacionadas con el comportamiento como el trastorno de déficit de atención o hiperactividad en niños, se diagnostican por exclusión. Es decir, el médico debe realizar las pruebas necesarias para eliminar las causas conocidas y razonables de los síntomas del paciente y, al eliminarlas, quedar con un diagnóstico de “origen desconocido”.

Aunque se realizan continuamente estudios variados para identificar las posibles causas de estas enfermedades, una de las hipótesis es que estas afecciones pueden no tener un origen físico, sino psíquico. Esto no significa en modo alguno que los pacientes estén fingiendo, sufran enfermedades mentales ni mucho menos que “se están imaginando” los síntomas que padecen. Más bien, en palabras de los investigadores Anindya Gupta y Alan Silman, de la Escuela de Epidemiología y Ciencias de la Salud de Manchester, Inglaterra, se trata de determinar si hay un determinante físico o se trata de una respuesta del cuerpo ante el estrés psicológico. Pese a la desazón que esto puede ocasionar entre los pacientes, no se puede descartar esta hipótesis sin investigarla con tanto cuidado como se investigan las posibles causas genéticas, virales, autoinmunes o fisiológicas de estas afecciones.

Existen otros trastornos igualmente “fantasmales”, como las llamadas “sensibilidad química múltiple” o la “electrosensibilidad”, en las cuales los pacientes aseguran que el origen de sus síntomas se encuentra en ciertos aspectos de su entorno, como las que consideran “sustancias químicas artificiales” o la radiación electromagnética.

Estudios de provocación

Una forma de comprobar si los síntomas son realmente producto de aquello que los pacientes ven como su problema es realizar “estudios de provocación” donde el sujeto es sometido aleatoriamente a la influencia del elemento que considera culpable de sus síntomas, sin que sepa en qué momento está activo. Por ejemplo, a una persona que dice experimentar determinados síntomas al estar cerca de una fuente de radio como los teléfonos móviles, se le pide que identifique, según la intensidad de los síntomas, cuándo un teléfono móvil está activo y cuándo no.

Para que estos estudios sean rigurosos y que los sujetos no se vean condicionados por el experimentador, que puede dar sutiles señales para indicar el estado del estímulo, el propio experimentador ignora cuándo el estímulo es efectivo y cuándo es un placebo. Esto se conoce como un experimento de “doble ciego”, el mismo procedimiento científico que se utiliza para determinar si un medicamento tiene efectos reales o no.

Sin negar el sufrimiento de los pacientes, la medicina debe enfrentar el hecho de que ningún estudio de provocación sobre la sensibilidad química múltiple y la sensibilidad electromagnética ha conseguido demostrar que efectivamente el estímulo al que culpan los pacientes sea responsable de los síntomas, sino que, en palabras de un estudio del Instituto de Psiquiatría de Londres sobre sensibilidad química los resultados sugieren que “el mecanismo de acción no es específico de la sustancia química en sí, y puede estar relacionado con las expectativas y las creencias previas”. Algo muy similar señalaba un estudio sobre sensibilidad a los campos electromagnéticos de 2005 al notar que “no había encontrado evidencia de una mayor capacidad para detectar campos electromagnéticos en los participantes ‘hipersensibles’”, por lo cual los síntomas, por reales que sean, “no están relacionados con la presencia de campos electromagnéticos”.

La capacidad de la medicina para mejorar la calidad de nuestra vida y aumentar su duración hasta el doble de hace un siglo (cuando la expectativa media de vida en el mundo era de 31 años comparada con los más de 67 de hoy) a veces nos hace olvidar que apenas estamos comprendiendo nuestro cuerpo, incluido nuestro cerebro y sus complejísimas funciones. Las enfermedades de difícil diagnóstico y orígenes aún imprecisos nos recuerdan el largo camino que aún tiene que recorrer la ciencia.

El diagnóstico bioquímico

Las ideas de William Osler sobre el diagnóstico fueron ampliadas y consolidadas por su sucesor, Archibald Edward Garrod, el primero que se planteó la posibilidad de que algunas enfermedades fueran producto de errores congénitos de nuestro metabolismo aprovechando la teoría de la herencia de Gregor Mendel, abriendo todo un campo de la medicina desconocido hasta entonces, y que sólo se apreció en todo su valor cuando conocimos el ADN y su codificación genética.