Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La talidomida y la farmacóloga rigurosa

Su compromiso con el método y el rigor de la ciencia llevaron a una revolución que ha beneficiado a todos los consumidores de medicamentos en los últimos 50 años.

La Dra. Frances Oldham Kelsey
(Foto D.P. US FDA, vía Wikimedia Commons)
En 1960, Frances Oldham Kelsey era una de las apenas 7 personas encargadas por la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de los Estados Unidos de aprobar las solicitudes para la comercialización de medicamentos. Llevaba sólo una semana en su pequeña oficina cuando le llegó la solicitud de aprobación de un nuevo medicamento, el Kevadon, un tranquilizante y analgésico dirigido a tratar las náuseas matinales de mujeres embarazadas... y se rehusó a aprobar el producto, cuyo nombre técnico era “talidomida”, por falta de estudios y datos.

La canadiense de 46 años no era una simple burócrata. Nacida en Vancouver en 1914, había estudiado farmacología en la Universidad de McGill en Montreal y después entró como estudiante de posgrado al nuevo Departamento de Farmacología de la Universidad de Chicago, donde el investigador E.M.K. Geiling la aceptó pensando que era un hombre que escribía mal su nombre “Francis”.

Frances fue asistente de Geiling cuando éste fue encargado de averiguar las causas de 100 muertes relacionadas con el llamado Elíxir Sulfanilamida. El medicamento pertenecía al grupo de las sulfas o sulfonamidas, descubiertas apenas en 1935 y que eran los primeros antibióticos comercialmente disponibles (la penicilina, ya descubierta por el escocés Alexander Fleming, no llegaría al mercado sino hasta 1945). Geiling descubrió que la causa de las muertes era el glicol dietileno utilizado para disolver la sulfanilamida. Nadie sabía hasta entonces que el glicol dietileno era tóxico.

El resultado fue la primera legislación estricta sobre la autorización de medicamentos, alimentos y cosméticos en los Estados Unidos.

Frances obtuvo su doctorado en farmacología a los 24 años, con un interés especial en los factores responsables de las malformaciones genéticas y se quedó en la universidad como profesora y realizando sus estudios de medicina.

Después fue editora de la Asociación Médica Estadounidense (AMA), evaluando los testimonios que los médicos escribían sobre determinados medicamentos, donde identificó a algunos médicos que hacían de redactores a sueldo de los laboratorios y siempre daban testimonios favorables. Pasó a trabajar a la Universidad de South Dakota de 1954 a 1960, y de allí pasó a la FDA y a su encuentro con la talidomida.

El medicamento había sido desarrollado en 1954 por los laboratorios alemanes Grünenthal GmbH y su uso se había autorizado en Canadá y en más de 20 países de Europa y África. La empresa estadounidense Richardson Merrell deseaba producirlo y comercializarlo en Estados Unidos como tratamiento de las incomodidades del embarazo.

Pero Frances Oldham notó que algunos de los médicos que daban testimoniales favorables eran los redactores a sueldo de algunos laboratorios que había conocido en su trabajo en la AMA. Un análisis más a fondo fue encendiendo las alarmas sucesivas: los estudios de toxicidad crónica del nuevo medicamento no habían durado lo suficiente, no había datos suficientes sobre cómo el cuerpo del paciente lo absorbía y cómo se deshacía de él, los estudios en animales y los estudios clínicos no eran lo bastante detallados y la documentación era insuficiente y contradictoria.

Sólo como un ejemplo, en los estudios con ratas no se había encontrado que hubiera una dosis tan alta que fuera letal, y la sustancia no provocaba sueño en estos animales. Esto podía interpretarse como una alentadora inocuidad del producto, pero también podía significar que el metabolismo de las ratas no podía absorber la talidomida, mientras que el humano claramente lo hacía.

Frances le dijo a la compañía que se necesitaban más datos y marcó la solicitud como incompleta.

La empresa respondió presionándola e intentando intimidarla, llamándola a su casa, pidiéndole que dijera cómo reescribir las instrucciones a los pacientes, ofreciendo darle datos informalmente por teléfono o de modo privado, pero sin documentación de apoyo.

La doctora Oldham se afirmó en su posición y rechazó una segunda solicitud del laboratorio también por estar incompleta.

En febrero de 1961 Kelsey obtuvo los primeros informes de que la talidomida provocaba la inflamación de los nervios del sistema periférico, provocando problemas funcionales y dolor. Y si afectaba los nervios de los adultos, ¿qué riesgo tenía para los fetos en formación?, se preguntó la revisora. Ella había visto, como investigadora, medicamentos capaces de traspasar la barrera placentaria, ¿tenía datos el laboratorio de que la talidomida no pudiera hacerlo? Saberlo exigiría tiempo y dinero que la empresa no quería invertir.

En total, Frances Oldham rechazó la solicitud seis veces entre 1960 y 1961 pese a las presiones de la poderosa compañía. En noviembre de 1961 estalló el escándalo: numerosos defectos congénitos, principalmente graves malformaciones producto del desarrollo incompleto de las extremidades, aparecían vinculados a la talidomida en Europa. El medicamento fue retirado del mercado alemán a fines de 1961 y a principios de 1962 Richardson-Merrel retiró su solicitud de comercialización.

De los más de 10.000 niños afectados en todo el mundo, sólo 72 fueron estadounidenses, debidos a la distribución “experimental” del medicamento por parte de la empresa.

En 1962, Frances Kelsey Oldham recibió de manos de John F. Kennedy la Medalla del Presidente al Servicio Civil Distinguido por su buen juicio y su valor al resistir las presiones corporativas.

Frances siguió trabajando en la FDA hasta 2005, cuando se retiró a los 90 años de edad, diseñando nuevos y mejores mecanismos de autorización de medicamentos, exigiendo que demuestren su seguridad y efectividad, la obtención del consentimiento informado de los pacientes en los estudios clínicos de potenciales medicamentos y que las reacciones adversas se reporten bajo pena de graves sanciones. Sus mecanismos han sido adoptados por prácticamente todo el mundo, mejorando continuamente la seguridad de los medicamentos que consumimos.

Al escribir estas líneas, Frances Oldhan Kelsey sigue vive en su casa de Maryland, con 99 años de edad, un ejemplo del profesionalismo de la ciencia y su compromiso con el bienestar de los seres humanos.

La talidomida hoy

Después de haber sido prohibida en los 60, la talidomida hoy se está explorando como un medicamento útil en el tratamiento de ciertos tipos de cáncer y como coadyuvante en la quimioterapia. También ha demostrado promesa en el tratamiento ciertos efectos que algunas víctimas del VIH sida sufre después de comenzar la terapia antirretroviral. Después de todo, como muchos otros medicamentos de hoy en día, simplemente tiene una importante contraindicación: el embarazo.

La era espacial, parte II

El futuro de la exploración espacial puede estar lejos de los cohetes tradicionales... y más cerca de la empresa privada.

El revolucionario motor Sabre británico.
(Foto CC del Museo de Ciencia de Londres, vía Wikimedia Commons)
El espacio siempre ha sido un sueño costoso. Principalmente por la energía necesaria para arrancar cualquier objeto o ser vivo de la influencia gravitacional de nuestro planeta.

Hoy, poner en órbita un kilogramo de peso cuesta unos 20.000 euros, mucho dinero pero ciertamente una bicoca comparado con los más de 50.000 euros que costaba en el pasado, cuando el dinero valía mucho más. Y poner un kilo de peso en la Luna costó diez veces más.

Como comparación, un kilo de oro cuesta actualmente unos 47.000 euros. Así que es mucho más barato darle a alguien su peso en oro que ponerlo en órbita, aunque sea baja, donde se encuentra la Estación Espacial Internacional. Para llegar a órbitas de mayor altura, como aquéllas donde se encuentran los satélites responsables de nuestras comunicaciones y nuestros GPS, la factura se dispara.

Se necesita mucho combustible para levantar ese kilo. Y más combustible para levantar el peso del propio combustible y los tanques que lo contienen. Para poner en la Luna a 3 astronautas con un peso combinado de 250 kg en un módulo de comando y descenso lunar de 45.000 kg, se requirió un cohete Saturno V con dos millones ochocientos mil kg de peso.

Por ello, la era espacial que se inauguró con el lanzamiento del Sputnik en 1957 está buscando una refundación renovadora... y menos costosa.

Se están desarrollando dos estrategias principales. Una continúa principalmente la inversión pública en la UE, Gran Bretaña, Japón y China, buscando mayor eficiencia. La segunda, promovida principalmente por Estados Unidos, es poner el espacio en manos de empresarios privados... el libre mercado en gravedad cero.

El Sabre británico

Cuando la exploración espacial era sólo un vago proyecto, el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower desarrolló un plan en el cual las fronteras más allá de nuestro planeta serían exploradas primero por naves robóticas a las que seguirían humanos en elegantes espacioplanos o aeroplanos espaciales, que podrían despegar de tierra, ir hasta el espacio y volver sin tener que quemar etapas (como los cohetes tradicionales) o usar tanques y motores externos (como haría el transbordador espacial), que llevan consigo además del combustible (hidrógeno líquido) el agente oxidante que los hace funcionar, el oxígeno.

El gobierno británico apuesta por una versión siglo XXI del espacioplano de Eisenhower, con el nombre “Skylon”, un avión espacial que, dicen sus creadores, podría poner gente en órbita en sólo 15 minutos, bastante menos de lo que se tarda un vuelo Madrid-Barcelona y que sería totalmente reutilizable, un paso adelante de los cohetes de un solo uso y de la reusabilidad limitada del transbordador espacial.

Es lo que técnicamente se conoce como vehículo SSTO, siglas de “una sola etapa para entrar en órbita”.

La clave del Skylon es un innovador motor llamado “Sabre”, que significa “sable”, pero que está formado por las siglas en inglés de “motor cohete sinergético respirador de aire”, lo que hace referencia a que no lleva oxidante, sino que absorbe el aire de la atmósfera para cumplir ese papel... al menos mientras está dentro de la atmósfera. Una vez a cierta altura, utilizaría sus propios suministros para impulsarse, pasando de una función de turbina a la de cohete.

¿Por qué no se han utilizado las turbinas de los aviones tradicionales a reacción para ir al espacio? Básicamente porque no pueden ir más allá de un cierto punto sin sobrecalentarse. Por ello, la gran innovación de la empresa que ha diseñado el Sabre es un sistema de refrigeración que creen que puede permitir el gran salto.

Y la ESA, la agencia espacial europea, también lo cree, después de hacer pruebas de factibilidad de la tecnología fundamental del cohete. Gracias a ello, el gobierno británico ha aportado varias decenas de millones de euros para el desarrollo del proyecto, que se espera entre en período de pruebas en 2019 con la meta de hacer su primera visita a la Estación Espacial Internacional en 2022.

Sólo hay otro proyecto de SSTO en desarrollo en el mundo. Es el de la asociación rumana para la cosmonáutica y la aeronáutica, ARCA, que utiliza un globo aerostático para elevarse hasta el punto en el que puede disparar sus cohetes y lanzarse al espacio.

La empresa que desarrolla el cohete Sabre es una empresa privada que recibe fuerte financiamiento público. ARCA es una ONG. En Estados Unidos, el impulso a los avances del espacio pertenece hoy y desde el vuelo del último transbordador, únicamente a la empresa privada, con mínimo financiamiento gubernamental.

XCOR Aerospace está desarrollando un espacioplano llamado Lynx (lince), pero es de sólo dos plazas (piloto y pasajero), hará sólo vuelos suborbitales y su principal objetivo es hacer negocio con turistas espaciales dispuestos a pagar más de 70.000 euros por viaje. También suborbital y también pensados para el turismo, están los proyectos SpaceShip Two, diseñado por Virgin Galactic, la empresa del peculiar multimillonario Richard Branson, y Armadillo, un cohete de despegue vertical.

En las grandes ligas de los vuelos orbitales que necesita la Estación Espacial para mantenerse operativa y tripulada, además de que son los que ponen en órbita los satélites que utilizamos, están la compañía ATK, cuyo sistema de lanzamiento Liberty (Libertad) empezará a hacer vuelos de prueba en 2014; Blue Origin, del fundador de Amazon Jeff Bezos que constará de una etapa reutilizable y un vehículo para hasta siete pasajeros; Dream Chaser, un pequeño espacioplano que espera entrar en operación para 2016, y la cápsula CST-100 del gigante aeroespacial Boeing, destinada específicamente a atender a la estación espacial.

De momento, la organización que va al frente de la carrera privada por el espacio en lo referente a Estados Unidos es SpaceX, empresa cuya cápsula parcialmente reutilizable llamada Dragon fue la primera nave espacial comercial que llegó a la estación espacial el 25 de mayo de 2012.

Pese a los éxitos, las empresas que han entrado en el negocio espacial en la tierra del rock’n roll siguen dependiendo de contratos gubernamentales y subsidios para poder seguir adelante con sus proyectos. Pero, de una u otra forma, el futuro de la exploración espacial, de la puesta en órbita de nuestros aparatos y de los viajes al espacio, tendrá un rostro muy distinto del que fue habitual en la segunda mitad del siglo XX.

Los otros jugadores

Fuera de Estados Unidos, otras empresas privadas están tratando de hacerse un lugar en la exploración espacial en muchos otros países, aunque con dimensiones y alcances mucho más modestos, en Bélgica, Noruega, Francia, Japón, e, inesperadamente, la Isla de Mann.

Herencia y síndrome de Down

La herencia de todos los seres vivos se logra con un mecanismo asombrosamente preciso, pero que en ocasiones falla, presentando un desafío para investigadores y médicos.

Un cariotipo de un paciente de Down muestra los tres
cromosomas 21 responsables del síndrome.
(Imagen D.P. del gobierno de los EE.UU. vía Wikimedia Commons) 
La reproducción sexual es una delicada maquinaria gracias a la cual se combinan los genes de los padres y se mutiplica la diversidad de las características genéticas mejorando las posibilidades de éxito de la especie.

Los cromosomas que llevan nuestra carga de ADN se presentan en pares. Si nuestras células, normalmente, se dividen duplicando todas sus características, incluidos los 23 pares de cromosomas que nos identifican individualmente, las células reproductoras se desarrollan de otra forma: los óvulos y los espermatozoides no se duplican, sino que en su última etapa separan su carga genética de modo que cada uno tiene uno de cada par de cromosomas. Al unirse las células de dos padres se forma una nueva con 23 pares de cromosomas, la base que, al desarrollarse, dará lugar a un individuo nuevo y diferente de sus padres.

Por ejemplo, en el cromosoma 9 de los 23 que tenemos los seres humanos hay un gen que determina si tenemos tipo de sangre AB, A, B o 0 (cero, no la letra “O”, como suele creerse), según la herencia de cada uno de nuestros padres.

Hay enfermedades, afecciones o trastornos que dependen de las alteraciones de los genes, mutaciones concretas que se pueden heredar.

Pero hay otras afecciones que son producto de fallos al dividirse las células reproductoras, cuando puede haber cromosomas de más trisomías, si son tres, tetrasomías si son cuatro, etc.) o de menos (monosomías).

El ejemplo mejor conocido de las trisomías, que es al mismo tiempo la más común de las anormalidades cromosómicas pues ocurre en 1 de cada 800 nacimientos, es el síndrome de Down, debido a una copia adicional del cromosoma 21, por lo que se le conoce también como “trisomía 21”.

De John Langdon Down a la promesa del tratamiento

No sabemos cuántas personas padecieron el síndrome de Down antes del siglo XIX, ni qué percepción tenía de ellos su sociedad. ¿Eran sólo considerados un poco lentos? ¿Eran violentamente rechazados? ¿Eran aceptados con más o menos recelo?

El motivo de nuestra ignorancia es que hasta el siglo XIX no se habían reconocido como una unidad las características que distinguen a quienes lo padecen. En 1838, el psiquiatra francés Jean Etienne Dominique Esquirol hizo la primera descripción del síndrome o conjunto de signos y síntomas de una afección. En 1844 hubo otra descripción clínica a cargo de Édouard Séguin y, finalmente, John Langdon Down hizo en 1866 la más completa descripción de la trisomía 21, que desde entonces es conocida con su nombre, “síndrome de Down” o, simplemente, “Down”. Tuvo que pasar casi un siglo para que el genetista Jérôme Jean Louis Marie Lejeune descubriera la causa de este trastorno: el cromosoma adicional del par 21.

El cromosoma adicional puede provenir del padre o, en la mayoría de los casos, de la madre, y es más frecuente cuando la madre tiene más de 35 años. Sin embargo, esto no quiere decir que la mayoría de las madres de niños con Down tengan más de 35 años, sino sólo que estadísticamente aumenta la probabilidad. De ahí en fuera, el Down afecta de modo igual a personas de todos los orígenes étnicos, edades y situaciones socioeconómicas. No se puede evitar y ciertamente no es “culpa” de nadie.

Las personas afectadas con síndrome de Down tienen un perfil facial distintivo, con el puente nasal plano, nariz pequeña, ojos almendrados con un pliegue característico en la esquina interior del ojo, boca pequeña, un gran espacio entre el dedo gordo del pie y los demás, manos anchas y una talla y peso inferiores al promedio al momento de nacer. Pero dado que otras personas sin la trisomía 21 pueden presentar estas características, es necesario hacer un estudio de sus cromosomas para confirmar o rechazar el diagnóstico.

Y el diagnóstico es necesario porque las personas con Down son propensas a problemas cardiacos, de oído y de vista, trastornos de la tiroides, deficiencia inmunológica y problemas respiratorios y gastrointestinales.

Los afectados por síndrome de Down además se caracterizan además por una buena disposición emocional, son afables y afectuosos, y muestran deficiencias cognitivas que pueden ir de moderadas a graves. Pero ni ellos ni sus familias, con gran frecuencia, se consideran “enfermos” en sentido estricto, sino únicamente diferentes. Y aunque en el pasado tenían una esperanza de vida menor a la del resto de la población, esto ha cambiado hasta que hoy se aproximan bastante a la esperanza media de vida.

Sin embargo, al ser los representantes más visibles del “retraso mental”, los afectados por Down fueron, a principios del siglo XX, objeto de acciones atroces como la esterilización forzada en países que adoptaron las creencias eugénicas (la idea de mejorar las características de la población eliminando del fondo genético a quienes se percibía como inferiores, una posición política apenas disimulada con malas interpretaciones del conocimiento científico) e, incluso, el exterminio masivo en la Alemania nazi. La denominacion racista “mongoloide” que se impuso a las víctimas de este trastorno desde la descripción de John Langdown Down no fue eliminada sino hasta la década de 1960.

Pese a que las personas con Down pueden vivir vidas plenas, felices y satisfactorias, existe la esperanza de desarrollar tratamientos que puedan paliar esta condición. La más reciente aproximación exitosa implica la utilización de la terapia genética, mediante la cual un equipo de investigadores de la escuela médica de la Universidad de Massachusets insertaron un gen llamado XIST en células madre de una persona con Down. El XIST consiguió, en el laboratorio y con células en cultivo, desactivar o “silenciar” la copia extra del cromosoma 21.

Es apenas un principio, pero es un ejemplo más de cómo la medicina genética va demostrando, paso a paso, que puede combatir incluso las afecciones más profundas, aquéllas que están en nuestra misma composición genética y cromosómica.

Y de paso nos recuerda que esa composición genética no es forzosamente determinante, es sólo la base sobre la cual construimos lo que somos cada uno de nosotros.

El mito XYY

Una trisomía que ha sido objeto de una leyenda negra es la XYY, en la cual existe un cromosoma Y, masculino, adicional. Además de un ritmo de crecimiento acelerado en la adolescencia, no hay ninguna anormalidad detectable en quienes lo padecen (aproximadamente 1 de cada 1.000 hombres). Sin embargo, estudios incompletos mal interpretados por los medios dieron pábulo a la creencia de que los hombres XYY tienden a ser más asociales y violentos que la media de hombres con cromosomas XY. Pese a que el mito se demostró falso en 1969, ha persistido.

De la cerradura a la contraseña y más allá

Proteger nuestras posesiones, físicas o inmateriales es una de nuestras principales preocupaciones e inspiración de los más diversos métodos de garantizar su seguridad.

Llaves romanas de hierro del siglo II-III de la Era Común.
(Foto CC de Matthias Kabel vía Wikimedia Commons)
Todo a nuestro alrededor está salvaguardado con cerraduras, pestillos, combinaciones y contraseñas, todo destinado a mantener a salvo de las personas incorrectas todos nuestros bienes, sean nuestra información personal o los grandes secretos de gobiernos y empresas.

El otro lado de esta preocupación lo conforman, por supuesto, quienes buscan hacerse de nuestros bienes.

Quizá esta guerra comenzó cuando nuestros ancestros quisieron poner a salvo sus bienes, ocultándolos acaso en un agujero o sitio insospechado. Pero bastaba que el ladrón conociera el lugar secreto para que se hiciera con ellos. Se precisaba un sistema más seguro, una combinación de un cierre y algo único que lo pudiera abrir: una llave.

Hay evidencias de cerraduras de hace más de 4.000 años en Egipto, y la primera encontrada hasta ahora, de madera, es del año 700 antes de la Era Común y se halló en lo que hoy es Khorsabad, capital de la antigua Asiria. Su mecanismo es muy similar al de la cerradura de tambor de pines común en la actualidad: unos tacos de madera tenían que alinearse con una enorme llave también de madera para que pudiera girar el pestillo.

Los romanos tomaron los diseños egipcios usando hierro y bronce en lugar de madera para la cerradura y la llave. Estas cerraduras sirvieron para salvaguardar, más o menos, las posesiones humanas hasta que, en 1778, Robert Barron creó una nueva cerradura de cilindro de pines y disparó una serie de innovaciones que siguen sucediéndose hasta llegar a la tarjeta con chip o banda magnética, cuya información es leída para darnos, o negarnos, acceso a lugares o servicios como nuestra cuenta bancaria.

Las cerraduras de combinación, conocidas desde el imperio romano, fueron objeto del interés de ingenieros árabes medievales y estudiosos del Renacimiento, pero no se popularizaron sino hasta el siglo XIX, cuando se dio una plaga de ladrones capaces de abrir con ganzúas las cerraduras de la época y el alemán Joseph Loch le dio a la joyería Tiffany’s de Nueva York una cerradura de combinación segura y eficiente.

Sobre estas bases, en los albores de la informática, se hizo evidente que era necesario tener un sistema llave y cerradura para evitar los accesos no autorizado a programas, datos y demás servicios. Las contraseñas fueron utilizadas por vez primera en el sistema operativo llamado Sistema de Tiempo Compartido Compatible, el primeros que podía ser utilizado por varios usuarios al mismo tiempo, compartiendo su tiempo, y que se puso en marcha en el legendario Massachusets Institute of Technology en 1961.

Este sistema, CTSS por sus siglas en inglés, fue pionero en muchos aspectos que hoy nos resultan familiares: permitía intercambiar correo electrónico, podía tener máquinas virtuales, incluyó el primer sistema de mensajería instantánea y dio a sus usuarios la posibilidad de compartir archivos. Según cuenta la revista Wired, la idea de utilizar como identificación un nombre de usuario y contraseña fue el científico Fernando Corbató, responsable del proyecto, que lo vio como una solución sencilla para controlar el acceso.

De modo cada vez más generalizado, la combinación de nombre de usuario y contraseña se convirtió en el sistema preferido de protección de datos y de acceso a espacios, programas y servicios en máquinas individuales, servidores y sitios o servicios de Internet.

Y así como el siglo XVIII vio el florecimiento de los expertos en apertura de cerraduras tradicionales, el siglo XX y el XXI han asistido a la multiplicación de los hackers que, por diversión o por negocio, se esfuerzan por romper la seguridad de individuos, instituciones, empresas y gobiernos.

En realidad, las contraseñas son relativamente fáciles de romper, si uno cuenta con los programas y la experiencia mínima necesarias. Simplemente ocurre que, como en el caso de muchas cerraduras, el esfuerzo no vale la pena en la mayoría de los casos. Pero en algunas ocasiones la tentación aumenta proporcionalmente a los beneficios de distintos tipos que el hacker puede obtener.

El siguiente paso en las cerraduras que protejan nuestra vida digital, que es cada vez más nuestra vida real, donde ocurren cosas tan delicadas como nuestras comunicaciones de negocios o sentimentales, nuestras operaciones bancarias y nuestra compra de bienes y servicios, es la seguridad llamada “biométrica”, en la cual las “llaves” de acceso pueden ser diversas características biológicas únicas de cada individuo. Entre las más conocidas (sobre todo gracias a las especulaciones del cine de ciencia ficción) son el patrón de vasos sanguíneos de la retina, los pliegues del iris del ojo, las huellas digitales, la voz, el ADN y ciertos patrones electroencefalográficos popularmente conocidos como “contraseñas mentales” captados por electrodos superficiales en nuestra cabeza, similares a un juego de auriculares.

Todos estos sistemas tienen sus lados negativos. Las huellas dactilares, por ejemplo, pueden verse alteradas por cortes, quemaduras o ser difíciles de leer por el desgaste que sufren debido a ciertas actividades (como la interpretación de ciertos instrumentos musicales). Igualmente, el reconocimiento de voz puede verse anulado por un simple resfriado. El reconocimiento del iris depende de la dilatación o contracción de las pupilas y requiere, entre otras cosas, quitarse gafas y lentillas para ser más o menos preciso. Finalmente, el ADN sería un sistema bastante seguro a no ser porque, claro, hacer un reconocimiento personal por ADN es todavía demasiado costoso y tardado (al menos varios días) y porque es muy fácil robar el ADN de otra persona simplemente consiguiendo un cabello todavía con raíz, como saben los espectadores de CSI.

Así que, mientras la tecnología no avance de manera notable, parece que tendremos que convivir con el sistema de seguridad de las contraseñas y números de identificación personal durante muchos años. Y allí, claro, la mejor recomendación es no ser obvio. Esto incluye no usar su cumpleaños, el nombre de su mascota y todas las contraseñas fáciles de adivinar que ha visto en el cine y la televisión.

Cifrado y santo y seña

La seguridad de datos se ha buscado utilizando cifrados o sistemas criptográficos que, en su versión actual, son parte importante de la protección mediante contraseñas. Otro elemento relacionado con ellas era el “santo y seña”, una palabra o frase secreta que demostraba que quien la pronunciaba tenía derecho a conocer una información, franquear un paso o dar una orden, tal como se usaba en el ejército romano y que es el ancestro directo de su contraseña de correo electrónico.