Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El acertijo de la luz

El intento por comprender la luz fue la clave, al paso de 2500 años, para permitir al ser humano comprender el universo en el que vive.

Fuegos artificiales, una de las formas en que
los seres humanos nos divertimos con la luz.
(Fotografía ©Mauricio-José Schwarz)
Pensándolo atentamente, la luz es en sí un fenómeno misterioso. Para nosotros, seres eminentemente visuales, es el principal medio por el cual conocemos el universo a nuestro alrededor, y sin embargo no es tan evidente por sí misma como lo pueden ser otros elementos de nuestra realidad.

Seguramente los seres humanos se hicieron preguntas sobre la luz mucho antes, pero la primera teoría que conocemos acerca de la luz fue la que propuso Empédocles de Acragas (actual Agrigento) en el siglo V antes de la Era Común. Después de proponer la teoría de que todo el universo está formado por cuatro elementos (que dominó el pensamiento hasta el Renacimiento), sugirió que la luz era un fuego que no quemaba y que que fluía del ojo hacia los objetos, chocaba con ellos y provocaba que se formara su imagen en nuestra mente. Filósofos como Platón o Ptolomeo, se adhirieron a la teoría de Empédocles, mientras que otros como Pitágoras pensaban que la luz era emanada de los objetos luminosos y caía en el ojo produciendo la visión.

Pero éstas eran sólo especulaciones sin bases experimentales.

Los primeros experimentos con la luz que conocemos fueron los de Euclides en el siglo III aEC, con espejos planos y cóncavos, y cuyos resultados están en su libro “Catóptrica”. Cuatrocientos años después, en Alejandría, Claudio Ptolomeo desarrollaría el trabajo de Euclides con datos experimentales adicionales para escribir su libro “Óptica”. Este trabajo fue desarrollado en el siglo XI por el sabio Alhazén, originario de Basora, en lo que hoy es Iraq. También llamado al-Haytam, uno de los padres del método científico, realizó experimentos demostrando que la visión se producía cuando el ojo recibía la luz, ya fuera reflejada por los objetos o emitida por ellos, y que la luz viaja en línea recta. Su “Libro de la óptica” fue la base teórica de la invención de las lentes para ver, gafas o anteojos, doscientos años después en Europa.

Parece, pero no es

Los avances en la óptica nos permitieron comprender el comportamiento de la luz, pero no nos dieron información sobre qué era ese fenómeno, cómo era esa fuerza que se comportaba de modo tan predecible. Se entendía cómo se reflejaba o difractaba la luz y ese conocimiento permitió la creación de lentes cada vez más perfectos, a su vez indispensables para la invención del microscopio y del telescopio, pero su composición seguía siendo motivo de debate.

Las observaciones de Isaac Newton, el genio que revolucionó la física y las matemáticas en el siglo XVII, lo llevaron a pensar que la luz estaba formada por partículas físicas que se reflejaban al golpear una superficie del mismo modo en que una pelota rebota al chocar con una superficie dura. En parte concluyó esto al observar que los rayos de luz no interferían unos con otros, el fenómeno llamado difracción, que sí ocurre cuando las ondas que se propagan en un medio interfieren entre sí.

Sin embarto, el físico holandés Christian Huygens, contemporáneo de Newton, con buenos argumentos y otros datos, sostenía que la luz se emitía en una serie de ondas que se extendían en todas direcciones como pasa con las ondas de un estanque cuando cae una piedra en él, y que no eran afectadas por la gravedad.

Sin embargo, el enorme prestigio de Newton ayudó a que su hipótesis fuera generalmente aceptada hasta que un experimento en el siglo XIX revivió la hipótesis de las ondas demostrando que la luz sí podía difractarse. La luz que Newton había observado era la luz del sol, que incluye una amplia gama de frecuencias y su amplitud varía rápidamente, por lo que no se puede observar la difracción. Al usar una luz con frecuencias coherentes, Thomas Young demostró que sí se difractaba. El conocimiento volvía al principio.

A fines del siglo XIX, James Clerk Maxwell desarrolló cuatro ecuaciones que describían las ondas magnéticas y eléctricas, y siguiendo esas ecuaciones no sólo se obtenía la velocidad de la luz, sino que tanto la luz visible como las demás ondas electromagnéticas no eran hechos distintos, sino el mismo fenómeno pero con diferentes frecuencias. La luz era una forma de energía electromagnética cuya única característica especial es que, debido a la historia evolutiva de nuestra especie, podemos verla. Algunos otros animales, como ciertos reptiles, pueden detectar la radiación infrarroja, mientras que otros como las abejas y algunas aves, pueden ver la luz ultravioleta, de frecuencia un poco más alta que la luz visible.

Fue necesario que se desarrollara una aproximación completamente nueva de la física para resolver el dilema. En 1901, el físico alemán Max Planck determinó que la radiación electromagnética sólo se podía emitir en paquetes de energía con un valor determinado que llamó “cuantos”, y al estudiar el efecto fotoeléctrico, Einstein determinó que la luz se emitía en cuantos. Al fin sabíamos lo que era.

La luz, y toda la radiación electromagnética, tienen propiedades que nos pueden parecer contradictorias, pero que en realidad no lo son. Decimos que toda la realidad exhibe una “dualidad onda-partícula” que se descubrió primero en la luz y hoy sabemos que es una propiedad de toda la materia. Pero esto se debe a que se habían usado ejemplos (como pelotas chocando u ondas en un estanque) que no se aplicaban a la realidad de la materia pero parecían de sentido común. También era de sentido común la creencia de Aristóteles de que un objeto diez veces más pesado que otro cae diez veces más rápido. La demostración de Galileo de que la velocidad de caída no dependía del peso fue, en su momento, también opuesta al sentido común.

Con su teoría de la relatividad, Albert Einstein determinó que la velocidad de la luz en el vacío es el único hecho independiente del marco de observación en un universo donde todos los fenómenos son relativos. La velocidad de la luz nos permite comprender el sorprendente hecho de que la materia y la energía son intercambiables.

Al conseguir finalmente entender la luz y su comportamiento a nivel cuántico, encontramos la clave para comprender el universo en toda su grandeza, la llave que abrió espacios de conocimiento y preguntas que seguramente habrían entusiasmado a Empédocles, Pitágoras y Euclides.

La radiación electromagnética

La radiación electromagnética es una forma de energía que emiten y absorben las partículas cargadas, y puede tener desde frecuencias muy bajas hasta muy altas formando un espectro o continuo. De menor a mayor frecuencia, el espectro electromagnético tiene las ondas largas, las que utilizamos para transmitir radio y televisión, las microondas, la luz infrarroja, la luz visible, la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma.

El estudio del sexo

Quizá el tema más apasionante para el ser humano no fue objeto de estudio científico sino hasta el siglo pasado, y siempre provocando una gran inquietud.

Fresco romano en la Casa
de los Epigramas de Pompeya
(Foto D.P. de By WolfgangRieger,
vía Wikimedia Commons)
En 1929, uno de los fundadores de la psicología científica, John Watson, escribía “El estudio del sexo sigue plagado de peligros… Es, ciertamente, el tema más importante de la vida. Es, ciertamente, lo que causa más naufragios en la felicidad de los hombres y las mujeres. Y, sin embargo, nuestra información científica sobre él es tan escasa. Incluso los pocos hechos que tenemos deben ser contemplados más o menos como material de contrabando”.

Cuando Watson escribió esto, sólo existía una institución en el mundo dedicada a la comprensión de la sexualidad humana, el Instituto de Sexología fundado en Berlín en 1919 por el doctor Magnus Hirschfeld, pionero de la sexología, del feminismo y de la defensa de los derechos de las minorías sexuales. En los siguientes años, el instituto reunió gran cantidad de datos y desarrolló algunos procedimientos terapéuticos.

Sin embargo, los “peligros” a los que hacía referencia Watson se hicieron evidentes. En mayo de 1933, los camisas pardas nazis atacaron el instituto y se llevaron toda su documentación, estudios y libros, que fueron pasto de las llamas en la infame quema de libros del 10 de mayo de 1933 en la Plaza de la Ópera de Berlín. Hirschfeld, que estaba en una gira de conferencias, nunca volvería a Alemania.

Los más antecedentes del estudio científico de la sexología no estaban demasiado lejos en el pasado. Se hallaban en un libro sobre psicopatías sexuales del alemán Richard Freiherr von Krafft-Ebing de 1886, que narraba los casos de más de 230 pacientes psiquiátricos, y en un estudio médico del sexólogo británico Havelock Ellis sobre la homosexualidad. Ambos, sin embargo, se basaban en especulaciones no sustentadas con datos objetivos, y por tanto, como Freud, no son considerados aún sexólogos científicos, aunque su curiosidad y audacia fueron esenciales para llegar a una aproximación más rigurosa.

En 1947, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, el biólogo estadounidense Alfred Kinsey fundó el Instituto para la Investigación Sexual en la Universidad de Indiana, inspirado claramente en el instituto de Hirschfeld. Un año después, Kinsey denunciaba que, en ese momento, teníamos un conocimiento científico más amplio sobre la sexualidad de los animales de granja que sobre la humana. Como resultado del trabajo de su instituto, en 1948 y 1953, Kinsey publicó dos informes sobre la sexualidad humana, el primero sobre el macho humano y el segundo sobre la hembra humana.

Los reportes Kinsey servirían para comenzar la demolición de una enorme cantidad de mitos sobre la sexualidad, gracias a su visión objetiva y rigurosa, producto de la formación biológica del investigador, de la diversidad de prácticas sexuales humanas. Kinsey y su equipo de investigadores recorrieron los Estados Unidos entrevistando a todo tipo de personas en todo tipo de circunstancias. Aunque además de las entrevistas Kinsey realizó experimentos y observaciones de la actividad sexual, no los referenció directamente por mantener la confidencialidad de sus sujetos.

Repitiendo la persecución de Hirschfeld, el Comité de Actividades Antiestadounidenses del Congreso investigó a Kinsey a partir de 1953, suponiendo que su interés en el sexo podría tener alguna relación con el comunismo, lo que llevó a la suspensión del financiamiento público de su instituto.

No fue extraño, entonces, que unos años después, en 1966, la publicación de La respuesta sexual humana de William Masters y Virginia Johnson fuera al mismo tiempo objeto de una atención apasionada que convirtió a este libro en un bestseller y de un abierto escándalo público. Más allá de entrevistas y encuestas, de 1957 a 1965 se habían dedicado a observar la sexualidad en el laboratorio. Esto implicaba analizar la respuesta fisiológica, ritmo cardiaco, anatomía y otros aspectos del cuerpo humano durante la actividad sexual, en solitario y en pareja, con atención especial a la estimulación y al orgasmo.

Donde Alfred Kinsey había estudiado qué prácticas sexuales realizaba la gente, Masters y Johnson buscaron averiguar cómo funcionaban esas prácticas desde el punto de vista fisiológico, anatómico y psicológico. Por ello, algunos de los aspectos del diseño experimental de Masters y Johnson eran verdaderamente escandalosos para la sociedad estadounidense de los años 60. Por ejemplo, en lugar de utilizar parejas ya existentes, pidieron voluntarios dispuestos a ser “asignados” a una pareja sexual arbitrariamente.

En total, la pareja de investigadores estudió a 382 mujeres y 312 hombres, abriendo brecha en áreas de investigación tales como la satisfacción sexual de la mujer, la sexualidad de los humanos ancianos, la homosexualidad y el tratamiento eficaz de disfunciones sexuales como la impotencia, la frigidez y otras que habían sido tratadas, en todo caso, con psicoterapias que se podían prolongar durante años.

La labor de Masters y Johnson abrió las puertas a la sexología moderna, al estudio del fenómeno de la sexualidad como cualquier otro asunto del universo que merece la atención de la ciencia, aunque a ojos de muchos, por motivos de convicciones morales, religiosas o políticas, el sexo debería estar protegido de los ojos cuestionadores y la visión crítica de los científicos, una visión que actualmente no comparte la mayoría de la gente, independientemente de su visión política o social, aceptando lo que establecía Kinsey como compromiso de su trabajo: “Somos los registradores e informantes de los hechos, no los jueces de los comportamientos que describimos”.

El estudio de la sexualidad tiene implicaciones que van mucho más allá del placer que suelen despertar la suspicacia de ciertos sectores, incide en la felicidad y bienestar humanos, en la salud física y emocional, en la reproducción exitosa (y la anticoncepción), en la comprensión de diversas patologías y en el desarrollo de terapias para resolver los conflictos que esta poderosa fuerza de la naturaleza nos provoca. Y aunque la sexología ha avanzado en muchos aspectos, podría decirse que sigue siendo una ciencia apenas en la pubertad.

El arte de amar

Antes de que existiera una aproximación científica a la sexualidad humana hubo libros dedicados a la obtención e intensificación del placer sexual como el Kama Sutra o El arte de amar del poeta romano Ovidio, cuyas descripciones revelan su conocimiento empírico: “Si das en aquel sitio más sensible de la mujer, que un necio pudor no te detenga la mano; entonces observarás cómo sus ojos despiden una luz temblorosa, semejante al rayo del sol que se refleja en las aguas cristalinas”, poética descripción de lo que un moderno sexólogo llamaría “el punto G”.

El mundo de von Humboldt

Uno de los pocos genios universales verdaderos, Von Humboldt fue también quizá el último.

Alexander von Humbold, autorretrato
en París, de 1814.
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Cuando en 1839 Charles Darwin publicó el El viaje del Beagle sobre el recorrido del que se desprendería su teoría de la evolución mediante la selección natural, uno de los primeros ejemplares lo dedicó y envió al naturalista prusiano Friedrich W.K.H. Alexander von Humboldt, que había sido la inspiración para que el joven Charles se lanzara a la aventura del Beagle.

Humboldt con su característica acuciosidad, no sólo analizó cuidadosamente el libro en una larga carta de respuesta, sino que animó a Darwin a seguir su trabajo, señalando agudamente dónde Darwin lo había superado y concluyendo que, puesto que que el inglés le atribuía parte de sus deseo de viajar a tierras distantes como naturalista, “Considerando la importancia de su trabajo, Señor, éste puede ser el mayor éxito que pudo traer mi humilde trabajo”.

Quizá, nuevamente, Humboldt había animado a Darwin a que persistiera en el camino que lo llevaría a publicar El origen de las especies en 1859, el mismo año de la muerte de su inspirador y modelo.

La humildad de Humboldt era un rasgo de cortesía que, sin embargo, la realidad no sustentaba. Desde su infancia como hijo de una familia de nobles y militares prusianos, en la que nació en 1769, se había caracterizado por su interés en recolectar y etiquetar diversos especímenes vegetales y animales. Más adelante, los intentos de su familia por convertirlo en un profesional de las finanzas, quizá un político relevante como lo sería su hermano mayor Wilhelm se vieron saboteados una y otra vez por la pasión de Alexander por la naturaleza.

La visión de los naturalistas del siglo XIX, antes de que la abundancia de información llevara a la división en especialidades como la biología o la geología, era integral y universal. A Humboldt le interesaban por igual los insectos que los fósiles, la geografía y la botánica, basado en su filosofía de que ningún organismo ni hecho de la naturaleza podía entenderse aislado de los demás. Así, de las finanzas pasó pronto a la filosofía y después estudió ciencias naturales y minería en Friburgo, además de idiomas.

En los años siguientes, además de estudiar la geología de su zona, Humboldt se apasionó por los trabajos de Galvani con la electricidad y en 1797 publicó “Experimentos con la fibra muscular y nerviosa estimulada”, donde además especulaba sobre los procesos químicos de la vida, algo que era casi una herejía en ese momento.

A los 30 años de edad, el joven naturalista ya era uno de los más respetados geógrafos de Europa, habiendo producido trabajos importantes en las áreas de la geografía y la física de la tierra. Pero para ser universal no bastaba hacer viajes en Alemania o Europa, así que ese año de 1799 emprendió el viaje a la misteriosa América con el botánico Aimé Bonpland.

En este viaje que duraría cinco largos años, los amigos reunieron una cantidad colosal de información absolutamente nueva. Cierto, Suramérica y Centroamérica habían sido colonizadas más de 250 años atrás, pero no habían sido estudiadas con el ojo de un naturalista, sino con una visión más bien comercial.

Humboldt y Bonpland entraron a selvas donde ningún europeo había estado, escalaron los Andes, describieron especies, hicieron descubrimientos geológicos y, adicionalmente, realizaron un primer trabajo antropológico y sociológico estudiando y describiendo las costumbres, política, idiomas y economía de las zonas que visitaron, y que pocos años después se convertirían en los países que hoy son Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador, Perú y México.

El viaje llegó a su fin con una visita al entonces joven país que era Estados Unidos de América, donde Von Humboldt estableció una firme amistad con Thomas Jefferson, el principal autor de la declaración de independencia estadounidense en 1776 y por entonces presidente de la nación.

No era una amistad extraña. Además de la capacidad intelectual y el inagotable interés científico por la realidad que le animaban, Humboldt fue además un progresista defensor del pensamiento ilustrado que Jefferson también animaba, y tuvo la osadía necesaria para oponerse al racismo, al antisemitismo y a toda forma de colonialismo, cuando su sociedad (y su clase social, además de su posición nobiliaria) dependían precisamente del sistema colonial.

Los datos reunidos en el largo viaje hicieron que Simón Bolívar, a quien Humboldt conoció en París a su regreso, considerara que el naturalista alemán era “el verdadero descubridor de América”. Los resultados del viaje dieron origen a Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, que los dos aventureros empezaron a publicar en 1807.

Pero ese primer tomo era apenas el principio. Radicado en París, durante los siguientes 20 años Humboldt publicó 33 tomos más de esta impresionante obra que no sólo incluía la narrativa del viaje, sino que echó mano de famosos pintores y grabadores para representar gráficamente los paisajes, los animales y las plantas de América en 400 láminas.

A los 59 años de edad, Humboldt decidió conocer el otro lado del mundo y emprendió un recorrido de más de 13.000 kilómetros cruzando Rusia, pasando los montes Urales y llegando a la frontera con China, todo financiado por el zar Nicolás I que deseaba conocer mejor ciertas zonas de su vasto imperio. Este  viaje dio como resultado, entre otros escritos, el libro en dos volúmenes llamado Fragmentos de geología y climatología asiáticas.

La totalidad de la obra de Humboldt es difícil de reunir pues además de sus ambiciosos libros (cuya edición muchas veces financió él mismo gracias a la fortuna familiar hasta agotarla) publicó numerosísimas monografías y estudios.

Al momento de su muerte, en 1859, Alexander von Humboldt era el más famoso científico de Europa, fundador de la ciencia que hoy llamamos geografía física y uno de los más grandes impulsores de la investigación y la visión científicas como resultado de un pensamiento libre y progresista según el cual el conocimiento científico es riqueza y fuerza para el bien.

Esa superioridad del conocimiento y el pensamiento hicieron a Humboldt señalar que “la visión del mundo más peligrosa es la de quienes no han visto el mundo”.

“Cosmos”, Humboldt antes de Carl Sagan


La visión universalista de Alexander von Humboldt incluía el interés por llevar el conocimiento científico a la gente no especializada, la divulgación o popularización de la ciencia. Entre 1827 y 1828 dictó un ciclo de conferencias sobre geografía y ciencias naturales al que dio por título “Cosmos”, en su acepción de “el todo”. Entre 1845 y 1858 las usó como base para su monumental serie de 5 libros del mismo nombre, que además de divulgar con gran éxito se propuso la unificación de todas las ciencias naturales.