Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La pandemia de gripe de 1918, lecciones y temores

La gripe suele ser una molestia anual que pagamos como impuesto inevitable. Pero de cuando en cuando se puede convertir en uno de los peores genocidas que hemos conocido.

Hospital improvisado en Camp Funston, Kansas.
(Foto D.P. vía Wikimedia Commons)
En 1997, en Hong Kong, 18 personas sufrieron una infección de gripe y seis de ellas murieron.

Este acontecimiento disparó las alarmas epidemiológicas en todo el mundo. Lo especial de este caso no era la infección de gripe, ni que causara algunas muertes, sino que se trataba de un virus de la gripe que nunca antes, hasta donde sabemos, había infectado a seres humanos.

La denominación científica del virus es H5N1. Su nombre popular, gripe aviar, surgió porque el virus se había identificado en 1996 en gansos de la provincia de Guangdong, en China. Detectado en granjas avícolas y en mercados de animales vivos en Hong Kong, el virus de pronto dio el poco frecuente salto de las aves a los seres humanos causando la muerte del 33% de los afectados.

En 2003, el virus volvió a hacer su aparición en China y en la República de Corea, y en 2004 se detectó en Vietnam, Tailandia y Japón, provocando varias muertes. Un año después llegaba a Indonesia. Y en enero de 2014 se registró la primera muerte por gripe aviar en Norteamérica, en la provincia de Alberta, Canadá.

En el caso de la gripe aviar, así como en el caso de la gripe porcina o gripe A que provocó una gran preocupación en 2009 (preocupación que resultó excesiva, pero en el momento no había modo de saberlo y era mejor errar del lado de la precaución) el temor a la posibilidad de una pandemia se hallaba en uno de los capítulos más atroces de la enfermedad humana, la pandemia de gripe de 1918 que dejó a su paso el aterrador saldo de más de 50 millones de víctimas y probablemente hasta 100 millones, ocho millones de ellas en España. En sólo un año, se cobró tantas víctimas, o poco menos, como las que se estima que provocó la peste negra de 1348-51 en Europa.

La pandemia de 1918

Todos los inviernos, la gripe estacional provoca molestias, malestares y algunas muertes, principalmente entre niños con pocas defensa, gente mayor y personas que ya tienen problemas respiratorios o de inmunodepresión. Pero el invierno de 1918
era diferente, más virulenta, más contagiosa y, sobre todo, más mortal, especialmente para personas entre 15 y 35 años de edad.

Era una época en que la población europea había sido ya diezmada por los terribles combates de la Primera Guerra Mundial, iniciada en 1914 y que llegaría a su fin en noviembre de 1918. En total, más de 9 millones de seres humanos habían sucumbido en los combates de ésa que entonces se llamó la Gran Guerra. Y, de pronto, una enfermedad venía a complicar las cosas brutalmente.

Ya en 1889-90 otra pandemia de la llamada “gripe rusa”, causada por un virus H2N2 había recorrido el mundo desde oriente hasta Estados Unidos dejando un millón de muertos, la más terrible epidemia del siglo XIX. Este antecedente provocó preocupación cuando en la primavera de 1918 apareció un virus en los Estados Unidos que pronto saltó a Europa, infectando a grandes cantidades de jóvenes combatientes en el frente de batalla, la mayoría de los cuales se recuperaron sin problemas. Muchos, sin embargo, desarrollaron una agresiva neumonía frecuentemente mortal.

En sólo dos meses, la gripe, desusadamente contagiosa, pasó de la población militar a la civil y salió de Europa llegando a Asia, Áfica, Sudamérica y Norteamérica. Después de sufrir lo que al parecer fue una nueva mutación, en agosto se presentaron nuevos brotes en Europa, África y Estados Unidos, no sólo altamente contagiosos, sino desusadamente mortales.

Donde la gripe estacional sólo causaba la muerte del 0,01% de las personas infectadas, esta nueva cepa mataba al 2,5% de los afectados, aunque en países como India llegó a un índice de mortalidad del 5%. Y lo hacía de modo cruel, a través de una neumonía que literalmente asfixiaba a sus víctimas.

Finalmente, en la primavera de 1919 el mundo fue golpeado por un tercer brote pandémico, al término del cual, uno de cada cinco seres humanos de todo el mundo se habían contagiado. Y, por supuesto, la medicina en ese momento no tenía armas para enfrentar el problema, apenas podía tratar los síntomas y buscar que los pacientes sobrevivieran. No había vacunas, que aparecerían hacia 1940, ni medicamentos antivirales. La única terapia que tenía cierta efectividad era la transfusión de sangre a pacientes enfermos procedente de pacientes que se habían infectado y habían sobrevivido, y que funcionaba como una especie de vacuna.

Cada oleada de gripe duró unas 12 semanas: atacaba con fuerza y luego desaparecía, como lo hace la gripe estacional.

Curiosamente, una de las razones por las cuales se conoce a esta pandemia como la “gripe española” es que los informes sobre ella estaban cuidadosamente censurados en los países participantes en la Primera Guerra Mundial. Pero en la España neutral, donde incluso Alfonso XIII sufrió el contagio y llegó a enfermar gravemente, los diarios informaban libremente sobre la enfermedad, dando la impresión de que en España era mucho más grave que en el resto de Europa. Habiendo llegado de Francia, sin embargo, en España se le conoció como “gripe francesa”.

Desde entonces, los profesionales de la salud han estado preocupados por la posibilidad de que se repita una pandemia con esas características mortales. El temor se ha visto reavivado por otros brotes alarmantes: la pandemia de gripe asiática de 1957 causó 2 millones de muertes, y la de gripe de Hong Kong de 1968-1970 se cobró un millón más. Todo esto explica también las medidas, afortunadamente innecesarias, que se tomaron ante la gripe A que apareció en 2009 y sigue activa: una mutación del virus podría volver a poner en peligro a millones de personas.

El hecho de que el virus de la gripe tenga tendencia a mutar fácilmente, lo que le permite anular las defensas que el cuerpo humano pueda haber criado con anteriores infecciones, es su mayor peligro. Por ello, quizá sería razonable, cuando los organismos mundiales encargados de la salud dan la voz de alerta, pensar que están haciendo su mejor esfuerzo para evitar otra tragedia.

Clasificación de los virus de la gripe

El tipo más común de virus de la gripe en humanos es el A, que se clasifica según dos proteínas importantes en su envoltura exterior: la hemaglutinina y la neuraminidasa. Hay 16 subtipos de la primera y 9 de la segunda, y los anticuerpos para uno de ellos no afectan a los otros. Así, hay virus H1-H16 y N1-N9. El virus H1N1, de origen porcino y comúnmente llamado “gripe A” tiene los tipos 1 de ambas proteínas, y distintas variedades del mismo fueron responsables de las gripes de 1918 y de 2009. El ser humano sólo puede ser infectado por virus H1, 2, 3, 5, 7 y 9 y N1 y 2.

El sistema de señales de tu cuerpo

Nuestro complejo sistema nervioso, nuestra ventana al mundo y la base de nuestra personalidad, es resultado de al menos 600 millones de años de evolución que aún no comprendemos del todo.

Representaciones de los distintos
sistemas nerviosos del reino animal.
(Ilustración CC de Xjmos, vía
Wikimedia Commons) 
Una parte decididamente importante de nosotros está formada por células, las neuronas, que reaccionan ante estímulos del medio ambiente: la luz, la temperatura, el sonido, el movimiento, la textura de las cosas, el olor... y se comunican con otras células que llevan la información a los centros de interpretación y procesamiento de nuestra cabeza, y que a su vez toman decisiones o actúan. Cuando emprendemos una acción, otras neuronas llevan información a tejidos como los músculos, estimulándolos para que se contraigan o relajen.

Son las células de nuestro sistema nervioso, nuestro aparato para interactuar con el mundo exterior e incluso con nuestro mundo interior, con sistemas de alarma como los de dolor o irritación... o de placer como al degustar un alimento que nos satisface.

Podemos argumentar que nuestro encéfalo, el centro de procesamiento y toma de decisiones, es el mecanismo más complejo que conocemos en todo el universo.

No sabemos aún exactamente cómo funciona. Hemos determinado qué función tienen algunas regiones, hemos descubierto cómo se transmiten los impulsos nerviosos de una neurona a otra mediante las sustancias llamadas neurotransmisores, pero estamos muy lejos de comprender a cabalidad cómo funciona ese órgano que es, finalmente, el que nos hace ser nosotros mismos.

Pero más allá de su funcionamiento, nos ofrece otro misterio no menos intrigante: ¿cómo evolucionó?

Los humildes orígenes

Todo animal multicelular necesita una forma de percibir su entorno y que sus células actúen coordinadamente para funcionar, su sistema nervioso.

Sólo el animal más primitivo, la esponja, carece de sistema nervioso. Después de todo, su única actividad es filtrar el agua que pasa por ella, y cada célula captura sus nutrientes. Pero para tener actividad, hace falta tener neuronas.

Todas las células perciben su entorno y reaccionan a él, de distintas formas. Los seres unicelulares ciliados, por ejemplo, se mueven activamente hacia la luz o el alimento y se retiran si perciben sustancias venenosas. Pero los seres multicelulares requirieron especializar distintas células en tejidos dedicados a funciones concretas como el movimiento, la digestión o la transmisión de impulsos.

Incluso unas pocas neuronas o células nerviosas pueden bastar para sobrevivir, como ocurre con los diminutos gusanos redondos llamados Caenorhabditis elegans o, como prefieren abreviar los biólogos, C. elegans. Los hermafroditas de esta especie tienen, todos y cada uno de ellos, únicamente 302 neuronas, y con ellas se las arreglan para sobrevivir. Parecen pocas, hasta que descubrimos que cada uno tiene únicamente 959 células (que aumentan a 1031 cuando se convierten en machos).

La uniformidad en el funcionamiento de las células nerviosas en todos los animales parece un indicio de que estas peculiares células todas provienen del mismo antecesor común. Uno de los mejores candidatos para serlo parece ser un organismo similar a los gusanos llamado Urbilateria, que vivió hace unos 600 millones de años.

El sistema nervioso más sencillo es la “red nerviosa” de animales como las medusas o las anémonas (los cnidarios). Sus neuronas nerviosas forman un sistema difuso donde la estimulación de cualquiera de ellas se transmite a todas las demás, que además se comunican en ambos sentidos. Es de suponerse que así fueron los primeros animales que tuvieron sistemas nerviosos.

A lo largo de la evolución, la comunicación entre las neuronas se “polarizó”, es decir, empezó a ocurrir sólo en un sentido: los impulsos visuales van por sus neuronas sólo de los ojos a la corteza visual, no de vuelta; hay otras neuronas encargadas de enviar impulsos para mover el ojo o contraer la pupila, pero ésas no reciben información a su vez.

Una característica singular del proceso evolutivo de nuestro sistema nervioso es que nos cuenta cómo llegamos a tener cabeza.

En la ciencia ficción o la fantasía es fácil pensar en un ser que tenga los ojos en el pecho o el sentido del olfato en los codos... o incluso el cerebro junto al hígado, por decir, algo. Pero los animales tienden a tener sus sentidos agrupados en la cabeza. Ésta es una tendencia evolutiva que los biólogos llaman “cefalización”, es decir, la concentración órganos sensoriales (como los ojos, la nariz y el oído) y el órgano nervioso más importante en la cabeza. Se especula que, dado que los animales se mueven hacia adelante, es ventajoso que los órganos sensoriales estén a la vanguardia, para evaluar su medio ambiente.

Conforme las redes nerviosas se fueron organizando y especializando, se alinearon en cordones organizados. Los animales que tienen simetría bilateral (es decir, que su lado izquierdo es imagen reflejada de su lado derecho) centralizaron estos cordones formando lo que se llama, precisamente, sistema nervioso central. En el caso de los vertebrados, alrededor del cordón dorsal se desarrolló una protección en forma de columna vertebral.

El camino evolutivo del sistema nervioso humano pasa por los pequeños primeros mamíferos que convivieron escurriéndose entre las patas de los dinosaurios hace unos 225 millones de años, dotados de pequeños cerebros como el de la musaraña, que pesa menos de dos décimas de gramo. A lo largo de este tiempo, la corteza cerebral fue ampliándose, creciendo junto con nuestro cráneo hasta asumir su forma actual, la más desarrollada de los primates, hace alrededor de 100.000 años. Somos, entonces, una especie joven con un encéfalo de aproximadamente kilo y medio, gris y de aspecto arrugado debido a los pliegues de la corteza que, se cree, permiten aumentar su superficie y las conexiones entre sus neuronas.

Finalmente, siempre conviene tener presente que, aunque identificamos al encéfalo con nuestra personalidad, voluntad y percepción, nuestro sistema nervioso está también a cargo de todo lo que hace nuestro cuerpo sin que nosotros lo asumamos conscientemente: el ritmo cardiaco, la respiración, el tono muscular, los movimientos de nuestros órganos digestivos, la secreción de hormonas, el hambre, el impulso sexual, y todo, todo lo que somos.

Nuestro encéfalo

El centro nervioso humano está formado por algo menos de cien mil millones de células nerviosas unidas por medio de, se calcula, al menos un billón de conexiones que nos permiten desde comer con cubiertos hasta resolver ecuaciones de la mecánica cuántica, disparar un balón con efecto al ángulo de la portería contraria o escribir un poema, abrazar a nuestros seres queridos y construir aviones cada vez más seguros. Y es la única estructura conocida que se ocupa en tratar de entenderse a sí misma.

Las bacterias, ¿lado oscuro y lado luminoso?

Las pocas veces que hablamos de bacterias suelen ocuparse de las enfermedades causadas por estos seres unicelulares, pero sin ellas sería inconcebible nuestra propia vida.

Ejemplares de Eschirichia coli captados con un microscopio
electrónico.
(Foto DP NIAD, vía Wikimedia Commons)
Pese a que hay 40 millones de bacterias en un solo gramo de tierra y que biólogos como Michael Hogan calculan que la masa total de ellas en nuestro planeta es mayor que la masa de todas las plantas y animales que existen sumados, estos seres fueron desconocidos para la humanidad hasta 1676, cuando el holandés Anton Von Leeuwenhoek informó haber visto pequeños seres unicelulares, que llamó “animálculos”, con sus primitivos microscopios.

Pero esas formas de vida que luego se llamarían bacterias no son animales. Son una categoría de seres vivos unicelulares, que miden apenas unas micras (millonésimas de metro) y cuyo ADN no está agrupado en un núcleo, sino que existe en una sola, larga cadena. Por eso se les llama “procariotes” a diferencia de los “eucariotes”, células cuyo ADN sí está encerrado en un núcleo.

En los años siguientes a su descubrimiento, científicos como Louis Pasteur y Robert Koch demostraron que las bacterias eran causantes de muchas enfermedades, como la tuberculosis, la neumonía, la salmonelosis, el tétanos, la sífilis y muchas más. Y en el siglo XX Alexander Fleming desarrolló los primeros antibióticos salvadores de vidas ante estas afecciones.

Pero sólo el 1% de las bacterias que conocemos son nuestros enemigos biológicos. Muchas otras tienen una actividad que nos puede resultar beneficiosa, agradable o, incluso, esencial incluso para nuestra vida.

Nuestro cuerpo tiene, de media y según un cálculo publicado a fines de 2013, algo más de 37 billones (millones de millones, 37 con doce ceros) de células de todo tipo, desde los glóbulos rojos que llevan el oxígeno a todo el cuerpo hasta las neuronas que forman el sistema nervioso o las fibras musculares que nos permiten movernos. Por cada una de ellas, albergamos entre tres y diez bacterias que han evolucionado junto con nosotros durante millones de años, para bien y para mal, formando el pequeño ecosistema dinámico que somos nosotros.

Cuando hablamos de “flora intestinal”, por ejemplo, nos referimos a varios tipos de organismos, principalmente bacterias que cumplen varias funciones en nuestro aparato digestivo: ayudan a absorber nutrientes, apoyan el sistema inmune, producen enzimas que para digerir diversos alimentos, sintetizan vitaminas que necesitamos, como la K y la B12, y son importantes auxiliares en el combate contra organismos que nos provocan enfermedades, estimulando la producción de anticuerpos e impidiendo con su presencia que colonicen nuestro tracto intestinal.

Las muchas funciones de las bacterias en nuestro organismo es buena señal de la enorme variabilidad que tienen las bacterias en cuanto a su forma de supervivencia.

Algunas de ellas necesitan oxígeno para generar energía, pero otras no, por lo que se les llama anaeróbicas. Su respiración se realiza mediante el proceso que llamamos fermentación, que convierte los azúcares en ácidos, gases o alcohol sin presencia de oxígeno, de modo que se emplean para producir ácido láctico, acético, butírico, acetona, alcohol etílico e incluso hidrógeno, como posible forma de obtener este elemento para almacenar energía de modo limpio. La fermentación bacteriana más conocida convierte la lactosa de la leche en ácido láctico, el principio del proceso de fabricación del queso. Esta fermentación bacteriana es también la que se utiliza para producir el yogurt.

Algunas bacterias se alimentan de otros organismos, mientras que otras variedades pueden producir su propio alimento, ya sea mediante la fotosíntesis, como las plantas, o mediante la llamada síntesis química, que hacen bacterias como las llamadas “extremófilas”, que han llegado a los medios de comunicación en los últimos años debido a que son seres capaces de vivir en condiciones, precisamente, extremas, como las que viven en las profundidades heladas y oscuras en un lago que está bajo una enorme capa de hielo en la Antártida.

Pero también este proceso es el que usan las bacterias que, en las raíces de las plantas, convierten el nitrógeno de la atmósfera (el gas más abundante en nuestra atmósfera, de la que forma casi el 80%) en compuestos de nitrógeno fijo como los nitratos, que las plantas pueden utilizar en su metabolismo. Para valorar su importancia, recordemos que los fertilizantes aportan a las plantas nutrientes en forma de compuestos, principalmente de nitrógeno, además de otras sustancias como fósforo, potasio y azufre. Sin las bacterias nitrificantes, que producen el 90% del nitrógeno fijo del planeta, no podría vivir la mayoría de las plantas... ni, por tanto, nosotros.

Las bacterias fueron los primeros organisms modificados genéticamente, en este caso para sintetizar sustancias que necesitamos, a parti de 1978, cuando se insertó el gen humano que sintetiza la insulina en la bacteria E. coli. Así, desde principios de la década de 1980, la gran mayoría de la insulina que, en distintas variedades, utilizan los diabéticos para controlar su afección se produce así, lo cual es mucho mejor que usar insulinas procedentes de animales que no son exactamente iguales a la humana. Otras bacterias se han modificado para sintetizar hormona del crecimiento humano gracias a la cual se pueden tratar las formas de enanismo causadas por la deficiencia de esta hormona. Y también se utilizan a fin de producir factor de coagulación para el tratamiento de hemorragias como las provocadas por la hemofilia.

Entre las investigaciones que se están llevando a cabo actualmente sobre bacterias genéticamente modificadas destacan las orientadas a conseguir variedades que sean más eficientes en la producción de biocombustibles, haciéndolos económicamente competitivos frente a los destilados del petróleo.

Si la abundancia de bacterias es tal que, en palabras de Andy Knoll, investigador de Harvard, vivimos en el mundo de las bacterias más que ellas en el nuestro, el conocimiento que seguimos reuniendo sobre ellas nos permite vivir mejor en ese mundo, combatiendo las enfermedades que algunas nos provocan algunas y aprovechando las capacidades bioquímicas de otras.

En el principio...

Si bien no sabemos aún cómo comenzó la vida, sí sabemos que las bacterias son los primeros descendientes del ancestro común de todos los seres vivos. Las primeras bacterias aparecieron hace alrededor de 3.800 millones de años y dominaron la Tierra durante 2 mil millones de años antes de que hicieran su aparición las células con núcleo y, mucho después, los seres multicelulares. Es decir, todos los seres vivos, incluidos nosotros, tenemos como nuestro humilde origen un ancestro común que fue una bacteria. Somos bacterias con cientos de millones de años de evolución.

Cuando Hubble descubrió el universo

Así concluía un camino desde los inicios de la civilización, cuando se creía que todas las estrellas estaban fijas en una esfera que giraba alrededor de la Tierra.

Edwin Hubble y el telescopio Hooker
del monte Wilson con el que descubrió
el corrimiento al rojo de las galaxias.
(Foto de Hubble DP, foto del
telescopio CC de Andrew Dunn,
vía Wikimedia Commons)
 
El 1º de enero de 1925 podría ser considerado como el primer día de la existencia del universo. O al menos el primer día que los seres humanos nos enteramos de ella.

El descubrimiento lo había hecho algo más de un año atrás un joven astrónomo, Edwin Powell Hubble, pero ese día se lo dio a conocer a los ochenta astrónomos de la Sociedad Astronómica Estadounidense que celebraban su reunión anual en la ciudad de Washington.

Los astrónomos sabían que existía el universo, claro, pero el concepto que tenían de él era muy distinto del que se tuvo desde ese día. La Vía Láctea era considerada como el universo entero. Esa banda luminosa del cielo nocturno era objeto de reflexión desde la antigua Grecia, cuando filósofos precursores de la ciencia como Anaxágoras y Demócrito especulaban que la formaban innumerables estrellas, pero Aristóteles discrepaba. Había sido Galileo quien, en 1610, confirmó que estaba formada por millones y millones de estrellas.

El problema lo planteaban ciertos manchones difusos de luz llamados “nebulosas” y que, en 1845, un aristócrata irlandés que se había permitido el mayor telescopio de su época, William Parsons, había descubierto que tenían forma de espiral. ¿Eran tales nebulosas espirales parte de la Vía Láctea o, como suponían algunos pocos, eran otros universos, otras galaxias?

En 1920, el tema fue objeto de un encuentro conocido simplemente como “El gran debate” entre Harlow Shapley y Heber Curtis, dos astrónomos estadounidenses. En ese momento, Estados Unidos ya era la mayor potencia astronómica al tener los mayores y mejor situados telescopios del mundo, y ambos científicos estaban en la vanguardia de la especialidad. El primero argumentaba, basándose en su interpretación de algunos datos, que las nebulosas espirales eran simplemente parte de la galaxia, posición mayoritaria. El segundo usaba otros datos y otras interpretaciones para sostener que eran otras muy lejanas galaxias.

Edwin Hubble estaba del lado de Curtis, y pronto tendría datos para demostrarlo.

El profesor insatisfecho

Edwin Powell Hubble nació en el Medio Oeste de los Estados Unidos, en el estado de Missouri, el 20 de noviembre de 1899. La familia se mudó a Chicago, donde el joven estudió el bachillerato y se enamoró de la joven literatura de ciencia ficción, especialmente del trabajo de Julio Verne y Henry Rider Haggard, además de desarrollar sus habilidades deportivas en el atletismo, el baloncesto y el boxeo.

Pese a haber obtenido su licenciatura en matemáticas y astronomía en 1910, cuando obtuvo una preciada beca para ir a la universidad de Oxford, en Inglaterra, prefirió dedicarse al derecho. Al volver a los Estados Unidos en 1913 se instaló como abogado, además de ser profesor de español y física en un instituto. Pronto confirmó que su vocación era la astronomía y volvió a estudiar.

Su carrera se vio interrumpida en 1917, apenas obtenido su título, cuando decidió enrolarse en el ejército debido a la Primera Guerra Mundial. Al terminar el conflicto en 1919 y con el grado de mayor del ejército, entró finalmente a ejercer su profesión como astrónomo en el observatorio del Monte Wilson, que tenía el que era en ese momento el telescopio más potente del planeta. Allí se encontró con Harlow Shapley, quien había conseguido ni más ni menos medir con precisión la Vía Láctea: 300.000 años luz. Que era, según creía, el tamaño de todo el universo.

En octubre de 1923, Hubble descubrió, en una de las nebulosas que observaba, un destello que creyó que se trataba de una nova, una estrella que estalla al final de su vida. Pero comparando diversas placas fotográficas tomadas por otros astrónomos determinó que se trataba de una estrella de la clase de las cefeidas, que se distinguen por ser variables.

El brillo de cada una de las cefeidas aumenta y disminuye en ciclos muy precisos. El de algunas dura uno o dos días terrestres, mientras que el de otras puede durar decenas de días. Dado que los cambios de las cefeidas dependen del brillo que tienen si se descuentan variables como la distancia o la interferencia de polvo interestelar, la astrónoma Henrietta Leavitt descubrió la relación entre el ciclo de cambios de brillo y la luminosidad intrínseca, lo que permite calcular la distancia a la que cada una de ellas está de nosotros.

La cefeida observada por Hubble en la nebulosa llamada M31 o, más popularmente, Andrómeda, se encontraba entonces a un millón de años luz... muy lejos de la Vía Láctea. Andrómeda era otra galaxia, otro cúmulo de estrellas como la nuestra.

Si Copérnico había sacado a la Tierra del centro del sistema solar y después habíamos descubierto que nuestro sistema solar no estaba en el centro de la Vía Láctea, Hubble había determinado que, además, nuestra galaxia era sólo una entre tantas, hoy sabemos que entre cientos de miles de millones de galaxias.

Una vez habiendo confirmado y reconfirmado sus cálculos, Hubble presentó su descubrimiento ese 1º de enero de 1925. De hecho, no lo hizo él. Por alguna causa que quedó en el misterio, dejó que fuera el astrónomo Henry Norris Russell quien lo hiciera saber al congreso de astrónomos, que en los siguientes meses confirmarían el hecho: “allá afuera” había un universo increíblemente más grande de lo que habían imaginado hasta entonces, más misterios por descubrir y más conocimientos qué obtener con sólo sus cinco sentidos.

En palabras de Edwin Hubble: “Equipado con sus cinco sentidos, el hombre explora el universo a su alrededor y llama a esta aventura Ciencia”.

La carrera de Hubble siguió cosechando logros asombrosos. En 1929 pudo demostrar que el universo estaba expandiéndose a una velocidad creciente, un logro quizá aún mayor y que fundó la cosmología moderna. Desarrolló un sistema de clasificación estelar, volvió al ejército para colaborar como científico en el esfuerzo aliado de la Segunda Guerra Mundial y después fue uno de los promotores de la construcción del observatorio del Monte Palomar, por lo que fue el primer astrónomo que utilizó su moderno telescopio. Murió poco después, el 28 de septiembre de 1953.

El Nobel esquivo

El gran sueño incumplido de Edwin Hubble fue la obtención de un premio Nobel. Incluso, según se cuenta, contrató a un publicista para que promoviera su imagen con vistas al premio. Pero no hay Nobel de astronomía, y fue por tanto el gran ausente en la larga lista de reconocimientos que recibió a lo largo de su vida y después. El que se diera su nombre al telescopio espacial que nos ha mostrado de modo impactante las maravillas del universo, sin embargo, probablemente lo ha hecho más conocido de lo que lo hubiera hecho ganar el Nobel.