Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Babbage y sus máquinas matemáticas

El peculiar hombre que ideó el ordenador programable, y diseñó el primer ordenador mecánico, abuelo de los digitales de hoy en día.

En 1991 se presentó al público en Inglaterra un enorme dispositivo mecánico formado por más de 4000 piezas metálicas y un peso de tres toneladas métricas, cuya construcción había tomado más de dos años. Este aparato era, a todas luces, un anacronismo. Llamado “Segunda Máquina Diferencial” (o DE2 por su nombre en inglés), su objetivo era calcular una serie de valores numéricos polinomiales e imprimirlos automáticamente, algo que hacía veinte años podían hacer de modo rápido y sencillo las calculadora de mano electrónicas, compactas y de fácil fabricación.

De hecho, fue necesario esperar nueve años más para que los constructores produjeran el igualmente complejo y pesado mecanismo de impresión, la impresora mecánica que se concluyó en el año 2000, cuando ya existían muy eficientes y compactas impresoras electrónicas a color.

Sin embargo, la construcción de estos dos colosos mecánicos y la demostración de su funcionamiento, esfuerzos que estuvieron a cargo del Museo de Ciencia de Londres, sirvieron para subrayar el excepcional nivel de uno de los grandes matemáticos del siglo XIX y uno de los padres incuestionables de la informática y del concepto mismo de programas ejecutables: Charles Babbage, el genio que concibió la máquina diferencial y la tremendamente más compleja máquina analítica (que muchos sueñan hoy con construir) pero que nunca las pudo convertir en realidad tangible.

El matemático insatisfecho

Charles Babbage nació en Londres en 1791. Cualquier esperanza de que siguiera los pasos de su padre se disiparon en la temprana adolescencia de Babbage, cuando se hizo evidente no sólo su amor por las matemáticas, sino su innegable talento. Ese talento, sus estudios y sus lecturas y prácticas matemáticas autodidactas lo llevaron al renombrado Trinity College de Cambridge cuando apenas contaba con 19 años, donde pronto demostró que sus capacidades matemáticas estaban por delante de las de sus profesores.

Comenzó así una destacada carrera académica. Al graduarse, fue contratado por la Royal Institution para impartir la cátedra de cálculo y allí comenzó una serie de importantes logros, como su admisión en la Royal Society en 1816. Ocupó asimismo, de 1828 a 1839, la Cátedra Lucasiana de Matemáticas en Cambridge, probablemente el puesto académico más importante y conocido del mundo, que ha pertenecido a personalidades como el propio Isaac Newton, Paul Dirac y, desde 1980, por el profesor Stephen Hawking.

Sin embargo, la precisa mente matemática de Charles Babbage chocaba con un hecho impuesto por la realidad imperfecta: los cálculos manuales de las series de números que conformaban las tablas matemáticas tenían una gran cantidad de errores humanos. Evidentemente, estos errores no los cometerían las máquinas.

Máquinas como la construida por el alemán Wilhelm Schickard en 1623, la calculadora de Blas Pascal de 1645 y el aritmómetro de Gotfried Leibniz.

A partir de 1920 y hasta el final de su vida, Charles Babbage dedicó gran parte de su tiempo y su propia fortuna familiar a diseñar una máquina calculadora más perfecta. Diseñó y construyó una primera máquina diferencial en 1821, de la cual no queda nada. A continuación diseñó la segunda máquina diferencial, pero se enfrentó al hecho de que las capacidades tecnológicas de su época no permitían construir de acuerdo a las tolerancias exigidas por sus diseños, en los que grandes cantidades de engranajes inteactuaban, de modo que no pudo hacer un modelo funcional

Sin embargo, habiendo resuelto muchos problemas técnicos con sus diseños, cálculos y desarrollos, procedió a diseñar una tercera máquina, la “máquina analítica”.

Esta máquina analítica tendría un dispositivo de entrada (una serie de tarjetas perforadas que contendrían los datos y el programa), un espacio para almacenar una gran cantidad de números (1000 números de 50 cifras decimales cada uno), un procesador o calculador de números, una unidad de control para dirigir las tareas a realizarse y un dispositivo de salida para mostrar el resultado de la operación.

Estos cinco componentes son precisamente lo que definen a un ordenador: entrada, memoria, procesador, programa y salida. La máquina analítica era, sin más, un ordenador mecánico programable capaz, en teoría, de afrontar muy diversas tareas.

Después de haberla descrito por primera vez en 1837, Babbage continuó trabajando en su diseño y su concepto de la máquina analítica hasta su muerte en 1871.

Entre las pocas personas que entendían y apreciaban los esfuerzos de Babbage había una que resultaba especialmente improbable, Augusta Ada King, Condesa de Lovelace, la única hija legítima del poeta romántico y aventurero Lord Byron. Conocida como Ada Lovelace, brillante matemática de la época.

Ada Lovelace, a quien Babbage llamaba “La encantadora de los números”, llegó a conocer a fondo las ideas de Babbage, al grado que, al traducir la memoria que el matemático italiano Luigi Menabrea hizo sobre la máquina analítica, incluyó gran cantidad de notas propias, entre ellas un método detallado de calcular, en la máquina analítica una secuencia de los llamados números de Bernoulli.

Estudiado posteriormente con todo detalle, se ha podido determinar que el procedimiento de Ada Lovelace habría funcionado en la máquina de Babbage, por lo que numerosos estudiosos de la historia de la informática consideran que este método es el primer programa de ordenador jamás creado.

Ada murió a los 36 años en 1852, y Babbage hubo de continuar su trabajo, no sólo en la nunca finalizada máquina analítica, sino en gran cantidad de intereses: fue el creador del miriñaque o matavacas, el dispositivo colocado al frente de las locomotoras para apartar obstáculos, diseñó un oftalmoscopio y fue un destacado criptógrafo.

Pero nunca pudo, por problemas técnicos y de financiamiento, construir las máquinas que su genio concibió. De allí que la presentación de la segunda máquina diferencial funcional en 1991 resultara, así fuera tardíamente, el homenaje al hombre que soñó los ordenadores que hoy presiden, sin más, sobre la civilización del siglo XXI.

Homenajes

Charles Babbage ha sido homenajeado dando su nombre a un edificio de la Universidad de Plymouth, a un bloque en la escuela Monk’s Walk, a una locomotora de los ferrocarriles británicos y a un lenguaje de programación para microordenadores. El nombre de Ada Lovelace se ha dado a un lenguaje de programación y a una medalla que concede, desde 1998, la Sociedad Informática Británica.

La rata, esa benefactora

Rata albina de laboratorio
(Fotografía de Janet Stephens) 
La imagen negativa de la rata no se corresponde a lo que este animal ha hecho, y sigue haciendo, por nuestra salud y bienestar.

Mucho se identifica a la rata con elementos negativos. En nuestra cultura, a las ratas se les relaciona con la cobardía, con la suciedad, con la transmisión de enfermedades y con cierta dosis de malevolencia no muy bien justificada. Todo ello nos vuelve difícil hacernos a la idea de que la rata ha sido altamente beneficiosa para los seres humanos.

En realidad, “rata” es un nombre que se da a diversas especies de roedores que pertenecen a la superfamilia muroidea, que incluye a los hámsters, los ratones, los jerbos y otros muchos roedores pequeños. Las ratas “verdaderas” son únicamente las que pertenecen a las especies Rattus rattus, la rata negra, y Rattus norvegicus, la rata parda, pero hay muchas otras especies tan similares en tamaño y comportamiento a estas dos que las consideramos simplemente otros tipos de rata.

La rata, sin embargo, no ha sido considerada negativa por todas las culturas. En la antigua China se les consideraba animales creativos, honestos, generosos, ambiciosos, de enojo fácil y dados al desperdicio, y estas características se atribuyen, por medio de la magia representativa, a las personas nacidas en el año de la rata, según el horóscopo chino de 12 años representados por animales.

En la India, los visitantes occidentales suelen horrorizarse ante el trato que los creyentes dan a las ratas en el templo de Kami Mata. Las creencias indostanas suponen que las ratas son la reencarnación de los santones hindús y por tanto se les alimenta, cuida y venera.

En occidente, sin embargo, la imagen de la rata está estrechamente relacionada con la pandemia de la peste negra, la enfermedad que recorrió Europa a mediados del siglo XIV y que acabó con más de un tercio (algunos calculan hasta la mitad) de la población europea. Esta enfermedad, probablemente lo que conocemos hoy como peste bubónica, era transmitida por las pulgas de las ratas negras. Si a esto se añaden los daños innegables que la rata causa a las cosechas y los alimentos almacenados, su mala fama no es tan gratuita.

Esto no impidió, sin embargo, que las ratas fueran una importante fuente de proteínas en oriente y en occidente. La práctica de comer ratas, que hoy atribuimos a unos pocos grupos étnicos exóticos, estuvo presente en Europa hasta bien entrado el siglo XIX.

Sin embargo, la aparición de la una serie de ciencias experimentales, biología, fisiología celular, medicina, psicología y otras muchas requirió de un sujeto experimental fácil de manejar y mantener, barato, y que se reprodujera ferazmente. Y la rata parda resultó un candidato ideal. A partir de 1828, este animal empezó a utilizarse en laboratorios, y en pocas décadas se convirtió en el único animal que se domesticó única y exclusivamente para usos científicos. La rata blanca o albina más conocida como, sujeto experimental es, genéticamente, rata parda o Rattus norvegicus.

Y es en el laboratorio donde la rata ha dado sus más claros beneficios a la humanidad. Sin las ratas, gran parte de nuestros avances médicos y psicológicos habrían sido mucho más lentos y difíciles. De hecho, al paso del tiempo se han creado cepas con distintas características para facilitar el trabajo de investigación. La rata Long Evans o rata capuchona, por ejemplo, que es una rata blanca con la parte superior del cuerpo oscura, como si llevara capucha, se desarrolló como un organismo modelo para la investigación que es además resistente a las epidemias que pueden arruinar un proyecto de investigación de años si atacan un bioterio o espacio destinado a animales vivos en un laboratorio.

Entre otras variedades populares tenemos a la rata Zucker, modificada genéticamente para usarse como modelo genético de la obesidad y la hipertensión, cepas que desarrollan diabetes espontáneamente y a cepas especialmente seleccionadas para ser dóciles a la manipulación repetida por parte del ser humano.

La presencia de la rata en el laboratorio, y la aparición de cepas menos agresivas que la rata silvestre, ayudó a que se popularizara la rata como mascota en algunos países, donde se le considera al nivel de los hámsters, gerbos o conejillos de indias.

Pero la más reciente intervención benéfica de la rata en la vida humana es resultado de las observaciones y visión de Bart Weetjens, un ingeniero de desarrollo de productos belga. Bart se encontró trabajando en la detección de minas antipersonales abandonadas después de diversos conflictos armados, una causa importante de muerte y pérdida de miembros, principalmente en países africanos. Decepcionado por la ineficacia de los sistemas de detección de minas utilizados, Weetjens recordó las características de las ratas que tuvo como mascotas cuando era niño y en 1996 se planteó la posibilidad de que las ratas pudieran olfatear las minas eficazmente.

El trabajo realizado primero en Bélgica y después en Tanzania demostró que las ratas comunes en los campos de la zona, Cricetomys gambianus o ratas gigantes de Gambia, podían detectar las minas antipersonales con su extraordinario olfato. Weetjens fundó la ONG llamada APOPO para entrenar a las ratas que llamó HeroRATS o “ratas heroicas”. Estas ratas aprenden desde pequeñas a asociar el olor de los explosivos con recompensas en forma de comida, y luego, dotadas de pequeños arneses y trabajando en grupos grandes, peinan los campos para encontrar las minas enterradas, con poco riesgo de que la rata pueda detonarlas gracias a su poco peso, lo cual aumenta la seguridad de los humanos implicados en el proceso.

Aunque APOPO se fundó en 1997 para explorar y desarrollar la opción de las ratas detectoras de minas, no fue sino hasta 2003 cuando realmente empezaron a trabajar en el campo en Mozambique, y desde 2004 lo hacen de manera continuada con autorización y licencia de las autoridades mozambiqueñas.

No es extraño que hoy en día exista una pequeña industria casera de captura de ratas para su venta a APOPO, y se espera pronto ampliar las operaciones de APOPO a otros países victimizados por la plaga de las minas, como Angola, el Congo o Zambia, haciendo crecer el número de personas directamente beneficiadas por este roedor de larga cola y, desafortunadamente, con tan malas relaciones públicas en nuestra sociedad.

Ratas contra la tuberculosis


Bart Weetjens coordina actualmente un nuevo proyecto basado en observaciones realizadas en varias ocasiones. Su objetivo es que las ratas puedan detectar por medio del olfato la presencia de tuberculosis en muestras de saliva. Este sistema podría facilitar la detección a bajísimo costo en grandes poblaciones y detectar la enfermedad en sus primeras etapas, cuando es más fácil su curación y la recuperación posterior de los pacientes.

Manchas solares: el rostro del sol

Las manchas solares son una de las características observables del Sol que más información nos han dado sobre el funcionamiento y composición de la estrella central de nuestro sistema planetario.

Durante la mayor parte de la historia humana, el sol fue considerado el epítome de la perfección: redondo, dorado, dador de luz y calor, sin imperfecciones aparentes. No es extraño que fuera uno de los principales candidatos a dioses de muy diversas culturas.

Esto no quiere decir que no se hubieran observado imperfecciones en la faz del sol. Los astrónomos chinos informaron de la observación de manchas en el sol alrededor del año 30 antes de la Era Común, como lo hicieron otros al registrar una gran mancha en el sol al momento de la muerte de Carlomagno. El científico andalusí Averroes hizo una de las primeras descripciones de las manchas solares, y Johannes Kepler observó una mancha solar que atribuyó (como la descripción de la mancha de Carlomagno) a un tránsito de Mercurio ante el sol. Otros, como David Fabricius y su hijo Johannes observaron estas manchas y las describieron en 1611.

Tuvo que llegar Galileo Galilei con su telescopio para observar las manchas solares más o menos al mismo tiempo que los Fabricius y que el astrónomo inglés Thomas Harriot, y dar en 1612 la explicación insospechada de que esas manchas se hallaban en la superficie del sol, que por tanto no era perfecta como lo afirmaba la tradición aristotélica. Las manchas y la rotación del sol sobre su propio eje fueron elementos básicos para echar por tierra las creencias previas. Pronto se observó que la cantidad de manchas y su posición variaban cíclicamente, y se calculó que eran más frías que el resto de la superficie solar.

El sol es un esferoide de plasma, un estado de la materia que se describe como un gas parcialmente ionizado con electrones libres. El plasma del sol es principalmente hidrógeno, que se fusiona formando helio y desprendiendo la energía que nos da vida, como un gigantesco horno nuclear.

El movimiento de convección del plasma del sol provoca la aparición de ligeras depresiones en la superficie, las manchas solares, áreas relativamente oscuras donde la actividad magnética inhibe la convección del plasma solar y enfría la superficie radiante. Estas manchas tienen dos zonas. La central, llamada “umbra”, es más oscura y en ella el campo magnético es vertical respecto de la superficie del sol. A su alrededor está la “penumbra”, más clara y donde las líneas del campo magnético están más inclinadas. Estas manchas se forman en pares de polaridad opuesta, suelen aparecer en grupos y tienen una vida de aproximadamente dos semanas.

La observación de las manchas solares nos ha permitido conocer los ciclos de actividad solar, el más conocido de los cuales dura alrededor de once años, y se ha documentado con bastante precisión desde marzo de 1755. Este ciclo es la mitad de uno de 22 años, pues cada 11 años, el sol invierte su polaridad magnética.

Al inicio del ciclo solar, en su mínimo de actividad, las manchas se forman principalmente en las latitudes superiores, es decir, cerca de los polos del sol, y al avanzar el ciclo y aumentar la actividad del sol, la aparición de manchas se va trasladando hacia el ecuador de la estrella.

Además del conocido ciclo de 11 años, la actividad solar tiene otros que apenas estamos descubriendo. Así, en los casi cuatro siglos de observación de las manchas solares, hay un período singular conocido como el “mínimo de Maunder”, que ocupó prácticamente todo el siglo XVII y durante el cual el número de manchas solares disminuyó notablemente, a una decena o incluso menos, comparada con las casi 250 manchas solares observables en el máximo de 1951, pero no sabemos si haya un ciclo merced al cual dicho mínimo se repetirá en un futuro previsible.

Los cambios que sufre el sol no se refieren sólo a su irradiación de luz visible y calor, sino también a su radiación ultravioleta, de viento solar y flujo magnético. La aparición de grandes cantidades de manchas y fulguraciones solares, o tormentas solares advierte de una mayor actividad del viento solar y los efectos magnéticos en nuestro planeta.

La tormenta solar más potente que se ha registrado ocurrió a fines de agosto y principios de septiembre de 1859, y fue anunciada por la aparición de una gran cantidad de manchas solares en el ecuador solar el día 28 de agosto. La perturbación magnética que representó provocó el fallo de los sistemas de telégrafos en toda Europa y América del Norte, a hizo que se observaran auroras boreales an latitudes desusadas, como en Cuba, Roma y las Islas Hawai.

Con este antecedente, sabemos que la próxima tormenta solar fuerte puede ocasionar graves consecuencias dada la tecnología que utilizamos en la actualidad. Tormentas solares de menor intensidad han afectado a varios satélites de comunicaciones, afectando a Internet, señales de televisión, GPS y telefonía móvil.

Por esta causa práctica, además de la investigación científicamente pura, él interés de la ciencia por observar el sol e interpretar los cambios en su superficie continúa. El sol es continuamente observado por astrónomos profesionales y aficionados utilizando telescopios en tierra y en órbita, ópticos, de rayos X, ultravioletas, infrarrojos y con diversos detectores como los que se encuentran en el observatorio SOHO (siglas de Observatorio Solar y Heliosférico), que desde 1995 vigila a nuestra estrella.

Con todos los datos que se recopilan, se busca determinar si el calentamiento global es parte de un ciclo natural de nuestro planeta y del sol y en qué medida es producto de la actividad humana, pues ya casi ningún experto duda de que el hombre juega un papel en este aparente cambio climático.

El último máximo solar ocurrió en 2001, y por tanto estamos actualmente en un período de baja actividad. De hecho, hasta junio de este año se registraron más de 670 días sin que aparecieran manchas solares y el viento solar está en niveles desusadamente bajos que son ideales para el estudio de nuestro sol, con esas imperfecciones que, si bien destruyeron un modelo atractivo de un universo perfecto, nos han permitido saber mucho de la fuente misma de la vida en nuestro planeta, nuestra estrella madre.

Ver el sol con cuidado

Como en todos los trabajos astronómicos, los aficionados pueden hacer grandes aportaciones en la observación del sol. Sin embargo, siempre es bueno recordar que Galileo, el padre de la astronomía telescópica, acabó casi ciego por ver el sol sin protección. Los aficionados deben tener presente siempre que deben usar filtros especialmente diseñados para observar el sol, no sustitutos, por oscuros que parezcan, que pueden dejar pasar rayos UV que afectan la retina.

El misterio interior

Electrodos para una lectura
electroencefalográfica
(CC Bild Verbessert, vía
Wikimedia Commons) 
¿Cómo se producen nuestros pensamientos y emociones y dónde se asientan en nuestro cuerpo? Uno de los misterios más grandes se encuentra por igual dentro de nosotros y muy, muy lejos.

La máxima socrática “conócete a ti mismo” implica, de modo clarísimo, la necesidad de conocer cómo funcionan nuestros sentimientos, nuestras emociones y nuestras ideas o pensamientos. Somos lo que sentimos y pensamos, y la forma en que reaccionamos ante distintos estímulos o acontecimientos. Todo ello ocurre dentro de nuestro cerebro, y conocerlo ha sido una aventura singular de la que aún queda por contar la mayor –y mejor– parte.

En la antigua Grecia, hacia el 450 antes de la Era Común, el médico Alcmaeon realizó una serie de observaciones por las que dedujo que el asiiento de las emociones y los pensamientos no era el corazón, como creían los egipcios, sino ese misterioso órgano, el cerebro.

En años posteriores estudiosos como Herófilo de Calcedonia confirmaron que la inteligencia se encontraba en el cerebro, y su contemporáneo Erasístrato incluso relacionó la complejidad de la superficie del cerebro humano, comparado con los de otros animales, a una inteligencia más desarrollada.

Sin embargo, para la historia de occidente y durante muchos siglos, se impuso la visión de Aristóteles, según el cual era el corazón el que controlaba la razón, las emociones y los pensamientos cotidianos. Esta posición aristotélica dejó abierta la puerta a las más extrañas especulaciones sobre la genuina naturaleza del cerebro. Así, para el médico Galeno, en Roma, era una glándula que contenía los cuatro humores vitales que se creía que existían. Otros supusieron que servía únicamente para enfriar la sangre.

La prohibición de las disecciones en la Edad Media detuvo en gran medida todos los avances de la medicina y la biología humana. Pero incluso cuando se realizaron las primeras disecciones, como las de Vesalio, el cerebro daba al estudioso menos datos que otros órganos. Inmóvil, silencioso, no permitía que sus secretos se desentrañaran fácilmente y vinieron nuevas suposiciones más o menos caprichosas. No fue sino hasta 1664 cuando Tomas Willis ofreció las primeras pruebas de correlación entre estructuras del cerebro y funciones concretas y, en 1791 que el físico Luigi Galvani concluyó, a partir de sus experimentos, que las fibras nerviosas animales transmitían impulsos eléctricos.

Se sentaban así las bases para empezar a conocer ese órgano mudo, cuyo funcionamiento, a diferencia del de otras partes de nuestro cuerpo, sólo podemos ver y estudiar indirectamente, por medio de distintos métodos desarrollados al paso de los siglos.

El primer método, que hoy sigue utilizándose, fue observar a pacientes que hubieran sufrido distintos tipos de lesiones en el cerebro y correlacionar dichas lesiones con cambios en sus emociones, percepciones y comportamiento. El neurólogo parisino Paul Broca empleó este método en 1861 para concluir, mediante la autopsia, que un paciente había perdido la capacidad de hablar sufría una lesión grave en el lóbulo frontal. Estudiando los cerebros de varios pacientes con afasia o problemas del habla, Broca identificó con precisión la zona del cerebro responsable del lenguaje, la llamada “región de Broca” en el lóbulo frontal.

A principios del siglo, en la década de 1900, se intentó utilizar las innovadora técnicas radiográficas para estudiar el cerebro. Sin embargo, el hecho de que el cerebro sea fundamentalmente un tejido suave no radioopaco lo hace de hecho invisible para los rayos X comunes. No fue sino hasta 1929, cuando Hans Berger demostró públicamente su electroencefalógrafo, aparato que mide y registra la actividad eléctrica del cerebro, y que ofreció un nuevo método de observarlo indirectamente. Los datos electroencefalográficos, pese a ser muy limitados, son útiles en diagnósticos psiquiátricos y neurológicos, y en estudios como los del sueño.

Pero más allá de la función, era fundamental poder ver al cerebro en acción, con imágenes tanto estructurales como funcionales, es decir, de la forma y actividad del cerebro. El primer paso para esta observación fue la tomografía computada de rayos X o “tomografía axial computada”, nacida en la década de 1960, ofreciéndonos una imagen tridimensional del interior del cerebro. Las imágenes de resonancia magnética (MRI) fueron el siguiente paso, pues comenzaron ofreciendo únicamente imágenes estructurales, pero para la década de 1980 se había refinado a niveles que permitían la observación del cerebro en acción, naciendo así la fMRI o resonancia magnética funcional. Poco invasiva, sin dolor, sin riesgos y sin radiaciones, es hoy una de las formas de observación indirecta más extendidas, tanto para efectos de diagnóstico como de investigación neurológica.

Hoy en día es frecuente ver imágenes del cerebro en acción, y la activación de ciertas zonas del cerebro al realizar distintas actividades o al verse expuesto a determinados estímulos es un hecho común que aparece con frecuencia en los medios visuales, tanto electrónicos como impresos.

Pero pese al avance que representan, todos estos sistemas siguen siendo extremadamente imprecisos. Vemos que se activan o no ciertas zonas, pero aún no sabemos exactamente qué ocurre y cómo nuestras neuronas, por medio de las sustancias químicas que emplean para comunicarse, interpretan realmente una palabra o una imagen para convertirlas en algo que percibimos subjetivamente. Aún queda mucho por hacer para entender al cerebro, y mientras tanto todo método, incluso el de Paul Broca, sigue siendo una herramienta útil.

El más reciente descubrimiento relacionado con este método fue de investigadores del California Institute of Technology que, trabajando con una paciente que sufre de una lesión bilateral de la amígdala, una estructura que se encuentra en cada uno de los lóbulos temporales del cerebro, han podido determinar que ésta es muy probablemente la parte del cerebro que establece nuestra distancia personal, ese espacio que nos resulta extremadamente incómodo que lo invadan personas que no gozan de nuestra confianza, nuestro territorio individual.

Los pasos en falso

Desde la frenología, que pretendía desentrañar la personalidad mediante la forma e irregularidades del cráneo, hasta el psicoanálisis o los intentos por definir la inteligencia con métodos poco confiables, la investigación del cerebro y sus funciones padeció, quizá más que ninguna otra disciplina, de numerosos pasos en falso. Esto, muy probablemente, se debe a que las neurociencias han sido las disciplinas de desarrollo más lento, pues a los ojos de diversas religiones, su estudio de los pensamientos y emociones se acerca demasiado a un intento por comprender el alma, algo que, creen algunos, el ser humano no debería hacer, por ser un espacio reservado a la deidad.

El auto eléctrico: realidad y sueño

Auto eléctrico cargando su batería en 1919
(DP via Wikimedia Commons)
Los autos eléctricos siempre han existido junto a los de gasolina. El reto es conseguir que sean tan eficientes, atractivos y convenientes que sus contaminantes alternativas.

Los automóviles eléctricos son defendidos como una solución, así fuera parcial, a los problemas que implica la contaminación ambiental producto de la combustión de derivados del petróleo, sobre todo en zonas urbanas, así como ayudar a evitar el agotamiento de los combustibles fósiles y aliviar los problemas poíticos que rodean al tópico oro negro.

Incluso, hay quienes creen, con cierta paranoia, que los fabricantes de autos y las petroleras actúan de modo directo para obstaculizar el desarrollo de estos vehículos. Afirmaciones que suelen tener mucha difusión y ninguna prueba, menos ahora que la industria automovilística está apostando por vez primera cantidades serias al desarrollo del auto eléctrico ideal.

Los autos eléctricos han estado entre nosotros desde los inicios mismos del automovilismo. El motor eléctrico fue concebido en 1827 por el ingeniero, físico y monje benedictino Ányos Jedlik, que lo llamaba “autorrotor electromagnético”. Presentó su invento públicamente en 1828, y en ese mismo año presentó un modelo de auto que usaba su motor eléctrico. Lo siguieron de cerca en 1834 el herrero estadounidense Thomas Davenport, que creó un motor de corriente continua, y en 1837 el inventor escocés Robert Davidson que construyó la primera locomotora eléctrica.

Esta historia fue paralela a la del motor de combustión interna, que se desarrolló entre fines del siglo XVIII y 1823, cuando Samuel Brown patentó el primer motor de combustión interna utilizado industrialmente. Los primeros automóviles prácticos con motores de combustión interna se desarrollaron en Alemania gracias a los trabajos de varios ingenieros que permitieron a Karl Benz crear el primer automóvil en 1885 y empezar a venderlo comercialmente en 1888.

Uno de los problemas del auto eléctrico fue, y sigue siendo, que no puede estar conectado a la red de alimentación eléctrica, de modo que necesita un almacenamiento confiable y económicamente viable de la cantidad suficiente de energía eléctrica para sus necesidades. Los trenes, el metro y los casi olvidados tranvías han sido prácticos por estar conectados a la red eléctrica. Un automóvil, con las características de independencia, movilidad y libertad que le asignamos, necesita en cambio llevar consigo su electricidad.

Los primeros autos eléctricos viables aparecieron a partir de que Gastón Planté inventó, en 1885,  la batería de plomo-ácido, una batería recargable de gran eficiencia y capacidad de suministrar grandes picos de corriente en un momento. Esta batería es esencialmente la que utilizan todavía la mayoría de los automóviles de gasolina y muchos de los diseños de autos eléctricos que almacenan su energía en conjuntos dde baterías de plomo-ácido.

El invento de Planté promovió la aparición de muy diversos automóviles eléctricos, especialmente en Francia y el Reino Unido. Estados Unidos, por su parte, donde en 1859 nació la moderna industria petrolera, no mostró interés por los autos eléctricos sino hasta 1895, y dos años después Nueva York contaba con una foltilla completa de taxis eléctricos, el sueño de cualquier ambientalista del siglo XXI.

Para darnos una idea, al comenzar el siglo XX el 40% de los autos de Estados Unidos eran de vapor, el 38% eléctricos y sólo el 22% de gasolina.

Pero la abundancia del petróleo, la sencillez del motor de combustión y la posibilidad de alcanzar grandes velocidades en autos de gasolina sobre las redes de carreteras y autopistas que de pronto surgieron por todo el mundo, así como la producción en masa de Henry Ford que ofreció autos razonablemente baratos a sus compatriotas, dejaron atrás a los lentos, silenciosos, mansos y nobles autos eléctricos, que salieron de escena.

Pero desde 1990 se reanimó el interés por los autos eléctricos. La tecnología estaba allí. Lo que hacía falta eran mejores baterías, sistemas que permitieran alcanzar velocidades aceptables en los autos eléctricos, posibilidad de recargar más rápidamente las baterías en un mercado acostumbrado a llenar el tanque de combustible en unos minutos y, sobre todo, conjuntar todo esto en un vehículo con precios similares a los de los autos de gasolina. En ese esfuerzo participaron, y participan, desde los fabricantes de autos tradicionales con marcas mundialmente conocidas, hasta pequeñas empresas visionarias.

Una de las soluciones más equilibradas al auto eléctrico fue la de la empresa japonesa Honda: un vehículo híbrido que pueda usar electricidad o gasolina según sea necesario. Honda lanzó el primer híbrido hace apenas 10 años, en 1999.

Sin embargo, debemos tener presente que nuestra tecnología emplea la electricidad como una forma de energia intermedia, no obtenida directamente de la naturaleza. El movimiento de los ríos controlado en las presas hidroeléctricas, las turbinas accionadas por el vapor de agua calentada mediante la fusión controlada en un reactor nuclear, o directamente al quemar petróleo o  carbón, generan la electricidad que después se reconvierte en fuerza motriz para el auto.

Si para generar la electricidad tenemos que quemar carbón o petróleo, dicha energía no es realmente limpia, sólo lo parece porque la contaminación generada por su producción queda lejos del lugar donde se utiliza la electricidad, y en tal caso se plantea como fundamental el problema de la fuente de donde se obtiene la electricidad.

Los autos eléctricos que hoy son candidatos a poder competir realmente con los de gasolina utilizan formas novedosas de almacenamiento de energía, como los sistemas de recuperación de la energía cinética del frenado que en la Fórmula 1 ya se utilizan con el nombre de KERS, las células de energía que utilizan el hidrógeno para generar electricidad y la siempre elusiva presa que es la energía solar.

Mientras tanto, con sus baterías recargables de níquel e hidruro metálico (NiMH), sus opciones híbridas y el apoyo de distintos gobiernos para tener centros de reabastecimiento eléctrico en los mismos puntos de expendio de gasolina, las empresas siguen compitiendo por llegar a tener el auto eléctrico que los consumidores preferirán de modo entusiasta por encima de los de combustión interna. El premio, desde el punto de vista empresarial, podría ser inmenso.

Y además sería un paso hacia adelante en la lucha contra los contaminantes que son, sin duda alguna, amenazas para nuestra salud.

El auto eléctrico en la Luna

El vagabundo o explorador, el automóvil similar a un sand buggy que utilizaron en la Luna los astronautas de la misión Apolo 15, era eléctrico, en un ambiente sin el oxígeno necesario para la combustión de la gasolina, alimentado por baterías no recargables.

Los insectos nos cuentan historias

Cynomya mortuorum, uno de los insectos que
emplea la entomología forense para determinar
el momento de la muerte.
(foto CC James K. Lindsey via Wikimedia Commons)
Los procesos que se desarrollan a partir del momento de la muerte son elemento fundamental para que los científicos forenses puedan decir cuándo y dónde murió alguien, e incluso quién fue el culpable.

La naturaleza muestra poca piedad por los sentimientos de quienes sobreviven a la muerte de un ser vivo. No deja tiempo para el duelo: en el instante mismo en que se apaga la vida, y con ella los sistemas de defensa y protección del organismo, entran en acción multitud de mecanismos diseñados para que la materia orgánica se recicle en el mundo de los vivos.

Así, a los pocos momentos de la muerte, una serie de bacterias que vivían pacíficamente en el organismo, comienzan a devorarlo. La descomposición produce sustancias aromáticas que informan que allí hay proteína disponible, y a ellas responden carroñeros y comensales varios, especialmente insectos.

Para el ser humano, la muerte es otra cosa. La tememos, y mucho. Hemos creado complejos edificios culturales, ritos y sistemas de creencias para enfrentar el temor – y la furia – que nos provoca el hecho de la muerte, perder a los seres queridos, quedarnos solos el saber, como no lo sabe ningún otro ser vivo en este planeta, que ése es precisamente el destino que nos espera.

Quizás por ello, la investigación de los procesos de la muerte quedó postergada hasta tiempos muy recientes, cuando las necesidades de la investigación policiaca de diversos delitos y de la identificación de cuerpos impulsaron los avances de ciencias como la patología, la antropología y la entomología forenses.

La excepción fue el trabajo singular del estudioso chino Sun Tz’u, para muchos uno de los primeros detectives de la humanidad. En el libro El lavado de los males que escribió en 1235, este “investigador de muertes” relata un asesinato ocurrido en una pequeña aldea, en el cual la víctima sufrió numerosas cuchilladas. El juez pensó que las heridas podían haber sido infligidas con una hoz. Como los interrogatorios no sirvieron para identificar al asesino, el juez utilizó el ingenioso procedimiento de ordenar que todos los hombres de la aldea se reunieran en la plaza, un cálido día de verano, cada uno con su hoz. Pronto empezaron a arremolinarse moscas azules alrededor de una hoz en concreto, la que tenía restos de sangre y pequeños trozos invisibles de tejido en la hoja y el mango. El dueño de la hoz confesó el asesinato.

En el libro de Sun Tz’u se narran además observaciones sobre la actividad de las moscas en las heridas y los orificios naturales del cuerpo, una explicación de la relación entre las larvas y las moscas adultas y el tiempo que tardan en invadir un cuerpo muerto. En occidente, por ejemplo, no fue sino hasta 1668 cuando Francesco Redi demostró que las larvas y las moscas son el mismo organismo, dándole un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea.

Pero fue en el siglo XX cuando todos los estudios de la entomología, con frecuencia minuciosos y poco apasionantes, se conjuntaron con la investigación criminal para crear lo que hoy conocemos como entomología forense en su aspecto más conocido: el médico legal. La entomología forense utiliza el conocimiento sobre los insectos y otros artrópodos, y sus subproductos, como evidencia en investigaciones criminales.

El aspecto más conocido es la ayuda que ofrece la entomología forense en la determinación de la hora de la muerte y del lugar donde ésta ocurrió. Lee Goff nos relata el primer caso de uso de la entomología forense en occidente se remonta a 1855, cuando durante una serie de trabajos de restauración en una casa parisina se encontró en una chimenea el cuerpecito momificado de un bebé. Los sospechosos de inmediato fueron una joven pareja que por entonces habitaba la casa. El médico forense que hizo la autopsia determinó que el bebé había muerto en 1848, obervando que una mosca de la carne, la Sarcophaga carnaria se había alimentado del cuerpo durante el primer año, y los ácaros habían puesto huevos en el cadáver seco al año siguiente. Estas pruebas revelaban que la muerte había ocurrido bastante antes de 1855, con lo cual se identificó como responsables a los anteriores habitantes de la casa.

Estudiando las larvas, huevos, restos de pupa o insectos con desarrollo incompleto en un cuerpo, el entomólogo puede leer la sucesión de una serie de hechos que han acontecido de modo previsible en el cadáver. Al momento de la muerte, un organismo atrae a una serie de insectos que lo modifican y alteran, donde depositan sus huevos y sus desperdicios; esas modificaciones atraen a otro grupo de insectos totalmente distinto, y así se va desarrollando una sucesión de habitantes, cada uno de ellos indicando una etapa posterior a la muerte.

Los insectos son la forma de vida con mayor variedad del planeta. Conocemos alrededor de 900.000 especies distintas, pero los expertos nos dicen que esto es sólo una pequeña fracción del número real de especies. Debido a esta variedad, cada tipo de animal en cada lugar del mundo atrae a una sucesión única de insectos. Un cadáver en el campo con infestación de insectos sólo presentes en las ciudades le dice al entomólogo que su muerte ocurrió en la ciudad, y que su traslado al campo es, probablemente, un intento por despistar a la policía.

El desarrollo de la entomología forense, sin embargo, no es siempre tan glamuroso como quisieran presentárnoslo los creadores de series de televisión. El entomólogo y acarólogo forense Lee Goff, por ejemplo, ha realizado una serie de poco atractivos experimentos colocando cuerpos de cerdos en distintos puntos de Hawai, donde trabaja, para determinar qué sucesión de qué especies de insectos hay en cada distinto punto de las islas, y los tiempos que tardan en darse las infestaciones (las moscas, por ejemplo, siempre llegan mucho más rápido que los escarabajos). Los entomólogos forenses también trabajan en la famosa “granja de cadáveres” que fundó el antropólogo forense Bill Bass en Tennessee para estudiar los procesos de la descomposición del cuerpo humano.

Sin estos conocimientos como marco de referencia, obtenidos con duro trabajo científico con frecuencia poco agradecido y lejos de los reflectores, los entomólogos forenses del espectáculo no podrían hacer ninguna de sus asombrosas actuaciones.

Más allá de la descomposición

La entomología forense no sólo se ocupa de los insectos que atacan un cuerpo muerto, tiene otros muchos usos en la investigación. En ese sentido, se recuerda a un grupo de policías atónitos ante una serie de manchas de sangre de aspecto totalmente desusado en la escena de un asesinato, hasta que un entomólogo explicó que esos rasgos eran rastros de las muchas cucarachas que infestaban el sitio y que habían pasado por encima de las manchas nomrlaes de sangre, alterándolas.

Mendel, el monje que entendió la herencia

Monumento a Gregor Mendel
en la ciudad de Brno
(Wikimedia Commons)
Entre 1865 y 1866 ocurrió un hecho fundamental para la historia de la ciencia, un descubrimiento que afectó de modo profundo e irreversible la forma en que entendemos la vida, y cómo nos vemos a nosotros mismos en relación con el resto del reino animal.

Y sin embargo, pasaron casi cuatro décadas para que el mundo celebrara este logro singular y revolucionario que se había logrado en lo que aún era el Imperio Austrohúngaro, en la ciudad de Brno o Brünn. Allí, el fraille agustino Gregor Mendel realizó una serie de experimentos sobre la herencia de ciertas características en los guisantes comunes (Pisum sativum). En 1865, presentó los resultados de sus experimentos ante la Sociedad de Historia Natural de Brünn y un año después los publicó en los anales de la proopia sociedad bajo el poco sugerente nombre de Experimentos sobre híbridos de plantas.

Era el primer trabajo experimental que demostraba que la herencia no era cuestión de azar, de o de magia y misterio, sino que respondía a leyes claras, como se había ido descubriendo que pasaba con el resto de la realidad en el proceso de la revolución científica.

Gregor Mendel no trabajaba a partir de cero. Conocía los trabajos de hibridación que granjeros, agricultores y ganaderos hacían a ciegas y de modo empírico, con experiencias de ensayo y error, pues precisamente no conocían cómo se daba la herencia.

La inquietud científica y los conocimientos de Mendel respecto de la tierra tienen su origen en la infancia de Mendel. Sus padres eran granjeros que trabajaban las tierras de la Condesa María Truchsess-Ziel, y su padre conocía los secretos de los injertos de distintos tipos de árboles, y se los enseñó al joven Mendel. La brillantez del joven hizo que sus padres se esforzaran por educarlo, hasta llevarlo a una carrera eclesiástica donde podía estudiar sin ser una carga para sus padres y para él mismo.

Mendel expresó su amor a la naturaleza interesándose en diversas disciplinas que lo llevaron a un puesto como profesor de ciencias naturales para chicos de educación secundaria. Lo apasionaban por igual la meteorología, la biología y, en particular, la evolución de la vida, en momentos en que el debate sobre la evolución estaba en un momento de gran agitación. Mendel realizó un experimento para determinar si era válida la teoría de Lamarck que sostenían que los esfuerzos realizados por un ser vivo a lo largo de su vida producían, de alguna manera, caracteres que podían heredar sus descendientes.

Al ver que el medio ambiente y los esfuerzos de un ser vivo no cambiaban a su descendencia, Mendel empezó a germinar la idea de la herencia. Realizó una serie de cruces de guisantes, por un lado, y de ratones, por otro, simplemente por curiosidad, pero los resultados fueron singulares y le indicaron el camino a seguir. Al parecer, los rasgos se heredaban en determinadas proporciones numéricas. Sus observaciones le llevaron a postular la idea de que algunos rasgos son dominantes mientras que otros son, en cambio, recesivos. Igualmente, se planteó que los genes estaban aislados unos de otros. Todos estos hechos lo llevaron a emprender un singular experimento científico.

Durante siete largos años, Mendel hizo estudios de cruces de la planta del guisante común, determinando que algunas características heredadas no eran una mezcla o resultado a medio camino entre las características de los padres, como lo proponían por entonces la mayoría de los científicos, sino que se presentaban de una u otra forma. Por ejemplo, las flores de la planta del guisante pueden ser moradas o blancas, pero al hacer una polinización cruzada entre plantas de flores de ambos colores, no se obtiene una flor color morado claro. Todas las plantas resultantes tendrán flores blancas o moradas.

Para sus experimentos, Mendel identificó primero siete características de los guisantes que fueran fácilmente observables y que sólo se presentaran en una de dos formas posibles: el color de la flor, la posición de la flor en la planta (en el eje del tallo o en su extremo), el tallo (largo o corto), la forma de la semilla (lisa o rugosa), el color del guisante (verde o amarillo), la forma de la vaina (inflada o constreñida) y el color de la vaina (amarillo o verde).

A lo largo de sus experimentos, Mendel pudo determinar cuáles de esas características eran dominantes (es decir, que se presentaban aunque sólo las tuviera uno de los padres) y cuáles eran recesivas (es decir, que sólo se presentaban si las tuvieran ambos padres), lo cual dio como resultado una proporción aritmética clara de cuántos de los descendientes, en promedio, exhibirían uno u otro de estos rasgos heredados.

Su larga y minuciosa experiencia lo llevó a tres conclusiones. Primero, que la herencia de estos rasgos está determinada por “unidades” o “factores” que se transmiten sin cambios de padres a hijos, lo que hoy llamamos “genes”. Segundo, que cada individuo hereda una de tales unidades de cada uno de los padres. Y, tercero, que un rasgo puede no hacerse presente en un individuo pero aún así puede transmitirse a la siguiente generación.

Esto le permitió enunciar dos principios o leyes de la herencia, los primeros intentos exitosos de describir el misterio de la transmisión de características de los padres a sus descendientes.

En primer lugar, estableció la “ley de la uniformidad”, según la cual al cruzarse dos variedades puras respecto de un determinado rasgo, los descendientes de la primera generación serán todos iguales en ese rasgo. La segunda, “de segregación de las características”, dice que de un par de características sólo una de ellas puede estar representada por un gene en un gameto (espermatozoide u óvulo). La segunda ley es la de la segregación, que dice que los dos genes que contiene cada célula no reproductora se segregan o separan al formar un espermatozoide o un óvulo. Finalmente, enunció que diferentes rasgos son heredados independientemente unos de otros, sin que haya relación entre ellos.

Dos años después de publicar sus resultados, Mendel fue ascendido a la categoría de abad en 1868, con responsabilidades tales que dejó de realizar trabajos científicos.

Mendel murió el 6 de enero de 1884 en la misma ciudad en la que había nacido, en el modesto silencio de un abad trabajador, y no como uno de los grandes científicos de la historia.



El jardinero complejo


Además de su actividad científica, Mendel fue en distintos momentos de su vida titular de la prelatura de la Imperial y Real Orden Austriaca del emperador Francisco José I, director emérito del Banco Hipotecario de Moravia, fundador de la Asociación Meteorológica Austriaca, miembro de la Real e Imperial Sociedad Morava y Silesia para la Mejora de la Agricultura, Ciencias Naturales y Conocimientos del País, y jardinero.


Perros agresivos: mitos y hechos

¿Por qué ataca un perro a una persona? Como en los ataques de cualquier mamífero superior, la respuesta no parece ser tan sencilla como nos gustaría.

Hellen Keller y su pitbull
(Fotografía D.P. vía Wikimedia Commons)
Un experto adiestrador de perros me decía recientemente que los perros pequeños tienden a ser muy agresivos, no debido a su raza, sino porque su tamaño transmite la idea de que son inofensivos y frágiles, y en consecuencia sus propietarios le ponen menos limitaciones a su comportamiento en casa, con pocas reglas demasiado flexibles. Y, acaso conscientes de su inferioridad física, estos animales parecen esforzarse mucho por destacar actuando de modo ostentoso.

La imagen de un perro de talla diminuta ladrándole altanero a otro perro de talla sensiblemente más grande es algo común en nuestras calles, y da fe de lo que comentaba el adiestrador.

Pero, señalaba también este especialista que compite internacionalmente en pruebas de obediencia con sus perros, la gente no suele denunciar el bocado de un caniche, un westy, un chihuahua o un Yorkshire terrier, y esos ataques no entran en las estadísticas. Un ataque proporcionalmente igual de un perro grande y de aspecto feroz no sólo es denunciado, sino que lo retoman los medios de comunicación, y se llega a convertir en arma política y motivo de alarma social.

Y es que, piensa uno, si hay “razas peligrosas”, ¿no es lógico restringir a esas razas y evitarnos molestias o, incluso, tragedias?

Ciertamente sí, si hubiera pruebas de que la “raza” o la herencia genética es la causa del comportamiento agresivo. Pero los datos estadísticos no son sólidos. Hay un total de alrededor de cuatro milloes de perros en España, y los ataques reportados no pasan de 500 al año. Los ataques de perros son fenómenos realmente infrecuentes, y no hay estadísticas fiables que nos digan en cuántos casos el perro actuó por dominancia, o en defensa de su integridad o de su territorio, o por haber sido entrenado para atacar, todo ello independientemente de su raza.

El pitbull se identifica frecuentemente con la agresividad. Se trata de una mezcla entre terriers pequeños y ágiles utilizados como ratoneros y para controlar poblaciones de conejos, con el bulldog inglés. Su fuerza, valor y sobre todo su disponibilidad en los Estados Unidos, hizo que se utilizaran para peleas de perros. Pero no porque tuvieran una agresividad especialmente acusada. Este tipo de perros, entrenados para pelear, enseñados a morder, desgarrar y atacar, son peligrosos no no por su genética, sino por el entrenamiento al que se han visto sujetos. Además, dado que los medios como el cine y la televisión han recogido y fortalecido el estereotipo, mucha gente espera que todo perro con aspecto de pitbull, actúe como si estuviera entrenado para atacar, y actúa inadecuadamente o a la defensiva ante estos perros, provocándolos.

Los dueños de perros supuestamente peligrosos pero que nunca han sido entrenados para pelear, han respondido a las acusaciones, por ejemplo con vídeos que se encuentran en YouTube con sólo teclear “pitbull baby” o “rottweiler baby” o “doberman baby” en la barra de búsqueda de ese sitio, para ver videos de perros supuestamente peligrosos jugando con bebés, conviviendo con ellos e, incluso, soportando con paciencia de santo los tirones, saltos y pellizcos del pequeño de casa.

La aparente contradicción entre la idea de que hay “razas peligrosas” y la experiencia diaria de los dueños de estos perros que no tienen comportamientos inadecuados encontró su respuesta en una investigación realizada en la Universidad de Córdoba y publicada en abril de este año en la revista Journal of Animal and Veterinary Advances.

Un grupo de investigadores encabezados por el Dr. Joaquín Álvarez-Guisado estudió a un total de 711 perros mayores de un año, 354 de ellos machos y 357 hembras, de los cuales 594 eran de “pura raza” y el resto mestizos. Se ocuparon de observar a variedades supuestamente agresivas como el bull terrier, el american pitbull, el pastor aleman, el rottweiler o el dóberman, así como a otras consideradas más dóciles, como los dálmatas, el setter irlandés, el labrador o el chihuahua.

El resultado de la investigación indicó que el factor más importante en la agresividad de un perro es la educación que sus dueños le den... o no le den. En cambio, los factores de menos peso son que el perro sea macho, que sea de tamaño pequeño, que tenga entre 5 y 7 años de edad o que pertenezca a alguna raza en concreto.

Este estudio se concentró en la agresividad surgida de la dominancia del perro, de su lucha por imponerse a todos a su alrededor, y determinó así que entre los factores importantes que provocan agresividad está el que los dueños no hayan tenido perro antes y no conozcan el comportamiento adecuado del amo con su perro, no someterlo a un entrenamiento básico de obediencia, consentir o mimar en exceso a la mascota, no emplear el castigo físico cuando es necesario, dejarle la comida en forma indefinida para que fije sus propias horas de comer y dedicarle poco tiempo y atención en casa además de pasearlo poco. Pérez-Guisado llama a esto simplemente “mala educación” del perro.

En resumen, cerca del 40% de las agresiones por dominancia o competencia de los perros está vinculado a que sus dueños son poco autoritarios y no han establecido la simple regla de que en ese grupo familiar, que el perro ve como su manada, los amos son los dirigentes, los dominantes, los “alfa” de la manada, como les llaman los etólogos.

En resumen, para Pérez-Guisado, “no es normal que los perros que reciben una educación adecuada mantengan comportamientos agresivos de dominancia”.

Conforme más aprendemos de genética, más claro es que salvo excepciones no existen genes “de” ciertas enfermedades o comportamientos, y que las instrucciones de nuestra herencia genética, más que un plano como el de un edificio, son, en metáfora de Richard Dawkins, más como una receta de cocina, donde el medio ambiente y la disponibilidad de ciertos materiales, el desarrollo y las experiencias que vivimos pueden hacer que ciertas características genéticas se expresen o no en la realidad. Y al culpar a la herencia genética del comportamiento de un perro muchas veces sólo estamos justificando a propietarios peligrosos.

La legislación

En España existen individuos y grupos que pretenden utilizar las evidencias científicas para que se derogue la ley de perros potencialmente peligrosos, como la Asociación Internacional de Defensa Canina y sus Dueños Responsables, bajo el lema “Castiga los hechos, no la raza”, con datos tanto del estudio de la Universidad de Córdoba como de los trabajos de expertos en etología y psicología canina. Tienen un antecedente relevante: en Holanda e Italia se han derogado leyes similares al demostrarse su falta de bases científicas.

Los secretos de la casualidad

23 granos de arroz lanzados al azar en 23 cuadros,
mostrando clústeres o agrupaciones d 4 y 5 granos.
(Imagen CC vía Wikimedia Commons)
Muchas coincidencias nos asombran y nos invitan a buscar explicaciones a esos acontecimientos, cuando en ocasiones deberíamos preguntar antes si nuestro asombro está justificado.

Ocurre a veces que recibimos una llamada de una persona cuando estamos pensando sobre ella. Muchos creen, y esto lo promueven quienes sostienen creencias paranormales, que es un hecho altamente extraordinario, algo tan poco probable que sin duda se trata de “telepatía” por algún medio extraño y misterioso.

Pero, si pensamos en el número relativamente limitado de personas que conocemos, en cuántas de ellas pensamos ocasionalmente y cuántas nos pueden llamar por teléfono, junto con el número de llamadas que recibimos al día, las probabilidades resultan lo bastante altas como para explicar el hecho sin necesidad de acudir a poderes sobrenaturales. A ello debemos añadir que en muchos casos sabemos inconscientemente cuándo suelen llamarnos algunas personas. Y tener presente que hay miles y miles de llamadas telefónicas que recibimos sin pensar correctamente en el interlocutor.

De hecho, lo que sería extraño es que pudiéramos pasar la vida sin que en algunas ocasiones nos llamara alguien en quien estuviéramos pensando. Tan extraño como si supiéramos quién nos llama, digamos, el 50% de las ocasiones.

Las coincidencias no sólo son mucho más comunes de lo que creemos, sino que son inevitables, y por tanto el que un hecho parezca curioso no significan nada si no sabemos cuáles son las probabilidades de que ocurra.

Veamos otro ejemplo: en una partida de póker, usted recibe sus cinco cartas y no tiene ni una sola pareja, lo cual le parece un desastre y una clara falta de suerte, una casualidad indeseable. Pero, en realidad, sólo hay una probabilidad contra más de 1.302.540 de que reciba usted precisamente esa mano sin una pareja.

Pero 1.302.540 son el número de manos que puede haber sin una sola pareja. Contando todas las posibilidades de reparto de las cartas, incluidas parejas, escaleras, colores y otras variantes, el número de manos posibles de 5 cartas con una baraja americana estándar de 52 cartas es de 2.598.960. La que usted tiene, por inútil que sea para ganarle a sus adversarios, es altamente improbable. ¿Ello tiene un significado singular o trascendente? Ciertamente, no. Y es que todos los días nos ocurren cosas altamente improbables, vivimos coincidencias y estamos sometidos a casualidades que pueden llamarnos la atención, pero que no tienen significado.

Y con frecuencia le atribuímos significado a cosas que no lo tienen.

Éstos son ejemplos de la forma en que, nos dicen, las personas comunes y corrientes calculamos mal las probabilidades, las coincidencias y la casualidad. Somos, según el matemático y divulgador John Allen Paulos, “anuméricos” en el sentido de “analfabetas”, y no porque no podamos resolver ecuaciones diferenciales (después de todo, muy pocas personas alfabetizadas pueden escribir novelas y sonetos), sino porque tenemos una percepción equivocada de lo que significan los números en principio, y de ese modo quedamos a merced de otras personas que, creemos, saben lo que están diciendo cuando utilizan los números, y aceptamos ciegamente lo que nos dicen, sin poderlo analizar críticamente.

Para entender el azar, las probabilidades y la casualidad, podemos hacer un sencillo experimento: tomemos un paquete de arroz en un espacio que tenga una alfombra o moqueta, abrámoslo y lancemos con fuerza todo el contenido de un solo golpe hacia el techo, de modo que “llueva arroz” a nuestro alrededor.

Las posiciones de los granos de arroz forman lo que se conoce como “azarograma”, o representación de un hecho azaroso. La posición de cada grano de arroz es casual, pero tiene muchas causas claras: el lugar del grano en el paquete al empezar el experimento, las corrientes de aire, sus choques con otros granos, etc. Son muchísimas variables muy difíciles de desentrañar y calcular, pero sabemos que influyen.

Mirando los granos de arroz en la moqueta veremos que algunos forman grupos de dos, tres o más, y hay por otro lado espacios más o menos grandes donde no hay ningún grano de arroz. En ciertas zonas parecen estar distribuidos uniformemente, y en otras no hay un patrón distinguible. Los grupos de granos de arroz se conocen como “clústers” y ocurren en toda distribución al azar.

La probabilidad de que haya un grano de arroz en un área específica se calcula fácilmente teniendo el número de granos de arroz y la superficie en que los hemos dispersado con nuestro lanzamiento. Redondeando, hay 60.000 granos de arroz de grano largo en un kilo. Si hacemos nuestro experimento lanzando todos los granos con fuerza uniforme y eliminando algunas variables que puedan afectar el resultado (como tirar más hacia un lado que hacia otro) sobre un área de 3 metros por 3 (9 metros cuadrados o 90.000 centímetros cuadrados), podemos calcular que hay una probabilidad de 60.000/90.000 ó 2/3 de que haya un grano en un centímetro cuadrado cualquiera de nuestra superficie.

Pero esto no significa que haya dos granos en cada tres centímetros cuadrados individuales, por supuesto. Es por ello que los clústers de granos y los espacios vacíos son parte normal de esta distribución. La probabilidad de 2/3 se aplica sólo a la totalidad de los elementos que estamos calculando, pero no a sus partes. Así, por ejemplo, cuando hay un clúster de casos de cáncer que superan las probabilidades, es frecuente que busquemos una causa evidente: un río, antenas de móviles o torres de alta tensión.

Pero para que nuestra asignación de culpas no sea como la de nuestros antepasados, que culparon de la peste a ciertas mujeres consideradas brujas, debemos ver todas las poblaciones por donde pasa el río, todas las viviendas cercanas a torres de alta tensión o antenas de móviles. Si nuestro caso es excepcional, puede que la causa sea otra... o puede que se trate simplemente de un clúster probabilístico. Dicho de otro modo, si algunos casos están por debajo de la media, otros estarán forzosamente por encima de la media, y los que estarán justamente en la media serán, por extraño que parezca, muy pocos.

Quizá valga la pena recordar que los filósofos entendieron el problema antes de que existieran las herramientas matemáticas para explicarlo. Plutarco el ensayista grecorromano del siglo I-II de nuestra era, ya advirtió: “No es ninguna gran maravilla si, en el largo proceso del tiempo, mientras Fortuna sigue su curso aquí y allá, ocurran espontáneamente numerosas coincidencias”

Para combatir el anumerismo

Dos libros esenciales para combatir nuestro anumerismo (y sin tener que aprender matemáticas): El hombre anumérico, de John Allen Paulos, y El tigre que no está, de Michael Blastland y Andrew Dilnot, ambos actualmente en las librerías.

Al otro lado de las tormentas

Recientes descubrimientos en meteorología nos indican cuánto nos falta aún por saber acerca de nuestra atmósfera, y los grandes campos abiertos a los nuevos investigadores.

Un sprite rojo surgiendo por encima de las nubes durante una
tormenta eléctrica. (Fotografía DP del Global Hydrology and
Climate Center, vía Wikimedia Commons) 
Sería razonable pensar que nuestra atmósfera, esa capa sobre la superficie de nuestro planeta donde se encuentra el aire que respiramos, de donde procede la lluvia que recicla el agua del planeta, que nos protege de las radiaciones más potentes del sol, estaría ya suficientemente descrita. Los gases que la componen han sido identificados y estudiados entre los siglos XVIII y XX. Las tormentas eléctricas fueron identificadas como tales por Benjamin Franklin también en el siglo XVIII, al demostrar que los rayos eran electricidad. Su contaminación y problemas son gran preocupación desde el siglo XX.

Viajamos a través de ella, la observamos desde distintas alturas, estudiamos su composición y presión, es la tenue envoltura que permite la vida en este planeta. Y sin embargo, hay mucho que desconocemos sobre los fenómenos que ocurren en la atmósfera, y una serie de descubrimientos realizados desde 1989 nos hablan de un mundo asombroso y hasta entonces casi desconocido, de asombrosos y colosales fenómenos que ocurren por encima de las nubes de tormenta.

No se puede saber desde cuándo el hombre vio, tenuemente, cierta luminosidad roja durante las tormentas eléctricas, encima de las nubes del tipo cumulonimbus. Sabemos, sí, que ya desde 1886 diversos científicos informaron de ella, aunque nunca con certeza, y no pudieron capturarla en las cámaras debido, como sabemos hoy, a su corta duración.

En 1925, dos años antes de recibir el premio Nobel de Física, el escocés Charles Thomson Rees Wilson predijo que las descargas de rayos positivos entre una nube y el suelo debería crear grandes descargas eléctricas muy por encima de las nubes. Finalmente, en 1989, un grupo de científicos de la Universidad de Minnesota capturaron por accidente en una cámara de vídeo de bajo nivel de iluminación este fenómeno, que algunos años después fueron bautizados como sprites, o espíritus del aire, por inspiración de Puck, personaje de la obra Sueño de una noche de verano de William Shakespeare.

Como suele ocurrir con muchos descubrimientos, una vez que se supo dónde había que buscar y con qué instrumentos, a partir de ese momento se han grabado decenas de miles de sprites. Estos fenómenos son de un tamaño colosal, con alturas que llegan a superar los 60 kilómetros, y diámetros de decenas de kilómetros, y se caracterizan por ser manchas alargadas o redondeadas de plasma frío, con color rojo o anaranjado y estructuras filamentosas azules en la parte inferior. Sin embargo, los procesos eléctricos y atmosféricos que ocurren exactamente en el interior de un sprite aún están bajo investigación.

A principios de la década de 1990, un grupo de científicos de la Universidad de Stanford predijeron la existencia de un fenómeno al que llamaron “elve”, una forma de decir “duende” en inglés. En ciertas descargas de rayos especialmente fuertes, se genera un pulso de radiación electromagnética tremendamente potente cuando la energía pasa por la base de la ionósfera, provocando que sus gases resplandezcan durante unas pocas milésimas de segundo, lo que hace que sean imposibles de verse a simple vista. Las imágenes que tenemos nos indican que es como un gigantesco donut en expansión, que puede alcanzar varios cientos de kilómetros de diámetro.

En 1994, y también por accidente, un equipo de la Universidad de Alaska-Fairbanks capturó otro fenómeno óptico que ocurre por encima de las tormentas eléctricas: una eyección de color azul lanzada desde la parte superior de las regiones centrales eléctricamente activas de las tormentas eléctricas y llamada “chorro azul” o “blue jet”. Una vez que salen de la parte superior de las nubes de tormenta, se propagan hacia arriba en estrechos conos de unos 15 grados a velocidades de unos 100 kilómetros por segundo hasta alcanzar varias decenas de kilómetros de altura. Los chorros azules, a diferencia de los sprites, no parecen estar correlacionados con descargas de rayos entre las nubes y la tierra. Con los chorros azules están los iniciadores azules o “blue starters”, más cortos y menos luminosos, como chorros azules que murieron sin desarrollarse.

Finalmente, por el momento, en 2001 los científicos del observatorio de Arecibo fotografiaron un gigantesco chorro del doble de tamaño que los anteriormente observados. Este chorro tuvo una duración de algo menos de un segundo, y luego de subir como un chorro azul se dividió en dos. En 2002, sobre el mar del Sur de China, se observaron otros cinco chorros gigantes.

Todos estos fenómenos ocurren en las capas superiores de la atmósfera. La vida se desarrolla en la capa llamada tropósfera, que es donde ocurren las tormentas. Los chorros azules son fenómenos de la estratósfera, más o menos entre 10 y 60 kilómetros de altura. De los 60 a los 100 kilómetros está la mesósfera, donde se producen los elves y los sprites, quedando por encima de los 100 kilómetros la termósfera, nuestra frontera con el vacío del espacio. Sin embargo, esa gran zona de la mesósfera es en ocasiones llamada por los científicos la “ignorósfera”, porque fue ignorada debido a que era imposible observarla, demasiado alta para ser estudiada con globos meteorológicos, y demasiado baja para ser accesible a las observaciones por satélite.

Pero hoy tenemos herramientas que permiten estudiar más precisamente esta zona, como el propio transbordador espacial y satélites más eficientes, y con ello se abre la posibilidad de descubrir muchos otros fenómenos que pueden ayuda a explicar el comportamiento de la atmósfera, y entender más claramente cuestiones como el agujero de ozono, la actividad electroquímica de la mesósfera y el circuito eléctrico de toda la atmósfera.

Esto no anula que sigan existiendo fenómenos que seguimos estudiando en la zona más visible de nuestra atmósfera, como los relámpagos bola, la producción de rayos X debida a un relámpago (que no se observó sino hasta el año 2001), el magnetismo inducido por rayos y todo el mundo de la predicción meteorológica

Ciertamente no conocemos bien ni el aire que nos rodea, y hay maravillas por descubrir en todas partes, incluso al otro lado de las tormentas.

Fenómenos que podrían existir

En los últimos años se han reportado varios fenómenos que podrían ser simples variantes de los ya conocidos o ser entidades totalmente nuevas. Con nombres relacionados con la mitología de las hadas, hoy los meteorólogos hablan de trolls, formas similares a los chorros azules, pero de color rojo; gnomos, que parecen iniciadores azules, pero más compactos, y pixies, puntos de luz en la superficie de los domos de convexión de las tormentas. Todo un campo de juegos para la ciencia.

Envejecer: demasiado rápido o nunca


La vida eterna, la eterna juventud, son inquietudes filosóficas que, cada vez más, son tema de la ciencia y la medicina, y no sólo especulaciones.

Los seres unicelulares pueden inmortales. Al reproducirse por subdivisión, todos los seres unicelulares han vivido en cierto modo durante millones de años. Una célula individual, una bacteria o un protozoario, pueden morir individualmente, pero, con la misma certeza, existen gemelos suyos que siguen viviendo, renovándose a sí mismos cada vez que se subdividen.

Pero los organismos más complejos o sufrimos la llamada senescencia o envejecimiento biológico, mediante el cual experimentamos una serie de cambios que aumentan nuestra vulnerabilidad y que conduce a nuestras muertes.

El envejecimiento es uno de los grandes misterios de la biología y una de las principales preocupaciones humanas, pues prolongar su vida, de ser posible indefinidamente y con buena calidad, ha sido una aspiración que ha llevado por igual a la búsqueda de Ponce de León, que al pacto diabólico de Fausto o al sueño de la piedra filosofal.

La medicina, al conseguir aumentar la duración de la vida humana en condiciones de calidad, de modo que, diríamos, “merece ser vivida”, y al vencer o postergar eficazmente muchas causas de muerte, necesita una mejor comprensión de los procesos del envejecimiento para poder atacarlos e, idealmente, impedirlos, retardarlos o revertirlos. Y algunas afecciones humanas nos sirven para entender qué pasa cuando envejecemos.

Fue en 1886 cuando el médico y cirujano británico jonathan Hutchinson, quien describió una gran cantidad de enfermedades y afecciones, describió por primera vez una condición conocida hoy como enfermedad de Hutchinson-Gilford, pues Hastings Gilford la describió también independientemente 11 años después.

Esencialmente, se trata de una enfermedad en la cual los niños envejecen prematuramente, desarrollando al pasar la infancia una serie de síntomas como crecimiento limitado, falta de cabello, un aspecto singular con rostros y mandíbulas pequeños en relación con el cráneo, cuerpos pequeños de gran fragilidad, arrugas, ateroesclerosos y problemas cardiovasculares     que llevan a que estos niños mueran de vejez o de complicaciones relacionadas con ella a edad muy temprana, generalmente alrededor de los 13 años aunque hay casos excepcionales de supervivencia hasta cumplir más de 20 años. Desde la descripción de Hutchinson, se ha detectado únicamente un centenar de casos, de los cuales hay actualmente entre 35 y 45 en todo el mundo.

Esta afección es más conocida como “progeria”, y se ha dado a conocer en los últimos años mediante una serie de documentales donde los propios niños afectados de progeria han dado cuenta de susa alegrías y sufrimientos, en muchos casos cautivando a la opinón pública de sus países. La progeria es causada por una mutación que ocurre en la posición 1824 del gen conocido como LMNA. En el sencillo idioma de cuatro letras de nuestra herencia biológica, AGCT (adenina, guanina, citosina y timina), esta mutación provoca que una molécula de citosina (C) se vea sustituida por una de timina (T), lo que basta para causar esta cruel enfermedad.

Pero la progeria no es la única forma de envejecimiento prematuro que conocemos. Al menos otra enfermedad, la disqueratosis congénita, provoca síntomas similares entre las pocas víctimas que conocemos. En este caso, la afección parece ser producto también de una mutación, así como de alteraciones en los telómeros, series repetitivas de ADN que están en los extremos de los cromosomas y que funcionan, en palabras de una investigadora, como las puntas rígidas de las cintas de los zapatos, que impiden que se destejan. El desgaste de los telómeros al paso del tiempo se considera una de las varias causas del envejecimiento.

En el otro extremo del espectro se encontraría un caso que se dio a conocer al mundo mediante la revista científica “Mecanismos del envejecimiento y el desarrollo”, donde el doctor Richard Walker, del Colegio de Medicina de la Universidad de Florida del Sur, presentó a Brooke Greenberg, una chica que a los 16 años de edad sigue teniendo las características físicas y mentales de un bebé, con una edad mental de alrededor de un año, una estructura ósea similar a la de un niño de 10 años, y conserva sus dientes de leche.

La pregunta pertinente es por qué no envejece esta niña, que por otro lado parece un bebé feliz, que se comunica sonriendo, protestando y en general comportándose de una forma que consideraríamos normal en un niño que aún no ha aprendido a hablar. En su infancia, los médicos le administraron hormona del crecimiento, sin saber que estaban ante un caso único en la historia de la medicina, pero este tratamiento, habitualmente efectivo, no dio resultado alguno.

Los especialistas del equipo del Dr. Walker esperan poder identificar el gen, o el grupo de genes, que hacen a Brooke diferente de todos nosotros. Es una oportunidad única, dice Walker, de “responder a la pregunta de por qué somos mortales”.

Los datos que nos ofrezcan niños como los pacientes de progeria y Brooke Greenberg podrían, efectivamente, darnos la clave (o las claves) de cómo y por qué envejecemos, y qué podemos hacer para evitarlo.

La ciencia ficción ha abordado el problema del envejecimiento. Robert Heinlein creó al personaje “Lazarus Long” (Lázaro Largo) como resultado inesperado y súbito de un programa de selección artificial a largo plazo en el cual un grupo de familias emprende un proyecto para reproducir sólo a los más longevos de sus miembros.

Esto permitió a Heinlein, principalmente en su obra maestra Tiempo para amar, una de las que llevaron como protagonista a Lazarus Long, plantear qué podría significar “vivir para siempre”. Podríamos vivir muchas vidas, tener muchas familias, saborear muchos placeres y acumular enormes cantidades de conocimientos y experiencias... pero quizás, como Lazarus Long, después de uno o dos mil años de recorrer el mundo o, idealmente, el universo, vida ya no tendrá nada nuevo qué ofrecernos, y optemos por darle fin.

Tal vez no es buena idea vivir para siempre, pero sin duda, vivir nuestros 70-80 años esperados sin dejar de ser jóvenes, no es una posibilidad despreciable. Es ser “joven para siempre” o “Forever young” que cantara Bob Dylan allá por 1974, cuando era joven.


El síndrome Peter Pan


Quienes no aceptan la idea de envejecer, pese a su inevitabilidad, y pretenden ser jóvenes e inmaduros para siempre tienen lo que la cultura popular conoce como el Síndrome de Peter Pan, el personaje creado por el escritor escocés James W. Barrie en su novela Peter Pan, o el niño que no quería crecer. Quizás el “Peter Pan” más famoso haya sido, hasta ahora, el recientemente fallecido ídolo musical Michael Jackson, niño eterno.


La estrella de rock y las estrellas del cosmos

La guitarra eléctrica y el telescopio, el rock y la ciencia, pueden estar más cerca de lo que tradicionalmente podríamos pensar.

Brian May, doctor en astrofísica y
leyenda del rock.
(Foto CC de "Supermac1961"
vía Wikimedia Commons)
En octubre de 2007, los diarios dedicaban titulares a Brian May, legendario guitarrista del grupo de rock Queen, que dominó la escena musical durante casi 20 años. Pero la noticia no era sobre sus notables habilidades como guitarrista, su pasión por crear complejos arreglos vocales o sus composiciones clave en la historia del rock, sino que Brian May había obtenido el doctorado en astrofísica con una tesis sobre la nube de polvo interplanetario que tiene nuestro sistema solar en el plano de la órbita de los planetas.

El doctor Brian Harold May, comandante de la Orden del Imperio Británico, nació el 19 de julio de 1947 en Hampton, suburbio de Londres. Interesado desde niño por la música, a los 16 años, con su padre, diseñó y construyó una guitarra eléctrica que sería la que más utilizaría toda su vida, conocida como “Red Special”.

Terminó el bachillerato con notas dentro del promedio en diez asignaturas y notas altas en física, matemáticas, matemáticas aplicadas y matemáticas adicionales. Era evidente que el joven tenía talento para la ciencia, y resultó lógico que entrara a estudiar física al famoso Imperial College de Londres, la tercera universidad de Gran Bretaña después de Oxford y Cambridge. Allí, obtuvo su licenciatura en física con honores y procedió a su trabajo doctoral, orientado a la astronomía infrarroja.

Sin embargo, tenía otra pasión, la música. A los 21 años, en 1968, había formado la banda Smile, que en 1970 se convirtió en Queen. Cuando llegó el éxito, Brian May decidió suspender temporalmente sus estudios doctorales, pensando siempre que el éxito en un mundo como el de la música rock podía ser sumamente efímero.

Todavía tendría tiempo, sin embargo, para ser coautor de dos artículos de investigación científica basados en sus observaciones realizadas en el observatorio de El Teide, en Tenerife en 1971 y 1972. El primero, "Emisión de MgI en el espectro del cielo nocturno", se publicó en la notable revista Nature el 15 de diciembre de 1972, mientras que la "Investigación sobre el movimiento de las partículas de polvo zodiacal", apareció en la revista mensual de la Real Sociedad Astronómica inglesa en 1974, el mismo año en que Queen lanzaba su tercer álbum, Sheer Heart Attack, con el que se lanzó a la fama mundial, confirmada en 1975 por el histórico álbum A Night at the Opera.

El éxito y la agitada vida de la estrella de rock dominaron la vida de Brian May hasta la muerte de su amigo Freddie Mercury, el vocalista de Queen, en 1991 y un tiempo después, con proyectos diversos del grupo. Pero ya durante la época de oro del grupo, May retomó sus estudios e interés por la astronomía, y al disminuir su actividad musical se encontró colaborando con el programa de televisión más longevo de la venerable BBC: “El cielo de noche”... el programa que disparó su interés por la astronomía cuando tenía 7 u 8 años de edad, en sus propias palabras, además de asombrarlo con su tema musical, una pieza de Sibelius.

Esta legendaria emisión era presentada desde 1957 por Sir Patrick Moore, astrónomo aficionado, músico autodidacta, ajedrecista y autor de más de 70 libros sobre astronomía. Desde el año 2000 llevó como copresentador a Chris Lintott, doctor en astrofísica y apasionado de la música que produjo la ópera cómica Galileo. La colaboración de los tres en televisión dio un fruto singular en 2003, cuando Moore le propuso escribir un libro conjunto que se publicó en 2006: ¡Bang! La historia completa del universo, reeditado desde entonces en 20 idiomas.

Brian May había recibido títulos honorarios en las universidades de Hertfordshire, Exeter y John Moore de Liverpool, además de ser miembro de la Real Sociedad de Ciencias. Pero faltaba el doctorado.

Cuando el musical We Will Rock You se estrenó en Madrid en 2003, Brian May invitó a asistir a su amigo y supervisor en el observatorio de Tenerife, Francisco Sánchez, fundador del Instituto de Astrofísica de Canarias. Fue este astrofísico toledano quien le preguntó a Brian May si algún día terminaría su doctorado”. May recuerda que respondió que sí, y sintió que en ese momento su vida se reorientaba. El doctor Sánchez le ofreció además que presentara su tesis en la Universidad de La Laguna. Cuatro años después, en 2007, May volvíó al Imperial College, presentó su disertación, fue nombrado Canciller de la Universidad poco después y en 2008 se graduó y fue nombrado investigador visitante de la universidad.

“He disfrutado totalmente mis años como guitarrista y grabando con Queen”, dijo Brian May, poco después de recibir su doctorado a los 61 años de edad, “pero es extremadamente gratificante ver la publicación de mi tesis. He estado fascinado con la astronomía durante años y años.” La tesis probó por vez primera que las nubes de polvo interplanetario giran en órbita alrededor del sol en el mismo sentido que los planetas, elemento importante para entender la formación de los planetas al comienzo de la historia de nuestro sistema solar.

Sin duda alguna, para muchos, la mezcla de guitarrista de rock y astrofísico sonará extraña. Pero no tanto para quienes viven en el mundo de la física, donde las inquietudes artísticas en general, y musicales en particular, no son tan desusadas. Como no lo es la implicación en numerosas causas sociales y políticas. Brian May participa en la lucha contra el SIDA (motivada por la muerte de Freddy Mercury), contra el cáncer, por la prohibición de las trampas para animales y en favor de los niños desfavorecidos. Y aún tiene tiempo para considerar la posibilidad de que al menos una parte del polvo que invade nuestras casas sea, sí, polvo estelar.

En palabras de Brian Cox, profesor de física de la Universidad de Manchester, el doctorado de Brian May “muestra que no hay nada de nerd en la gente que estudia astronomía y física. De hecho, la motivación para hacer música y para estudiar ciencia vienen de lo mismo: una especie de curiosidad emocional sobre el mundo y lo que hace que éste, y nosotros, funcionemos”. Brian Cox lo sabe bien... como tecladista que fue del grupo D:ream.

La lección es que las fronteras no son tan rígidas como esperamos que sean, o como se nos imponen. No es necesario elegir entre la guitarra eléctrica y el telescopio. Quizá lo ideal es que en cada casa haya ambos instrumentos, pues ambos permiten a cualquiera alcanzar las estrellas.


El legado continúa

Apenas el 3 de julio de este año, Brian May comentaba en su sitio Web su orgullo de padre porque “su bebé”, su hija Emmy, había obtenido la licenciatura en biología con honores de primera clase en el propio Imperial College donde May se doctoró hace dos años.