Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Viva la diferencia... que no es poca

La biología evolutiva y el estudio de la conducta están explorando por primera vez con seriedad el significado de las obvias diferencias evolutivas entre hombres y mujeres... con ventaja para ellas.

Uno de los hechos más notables de la existencia de dos sexos en nuestra especie y en muchas otras es que, por decirlo en términos coloquiales, los machos son menos valiosos que las hembras en términos de supervivencia de la especie. La hembra humana produce normalmente un sólo óvulo cada mes, mientras que el macho produce, en una sola descarga, espermatozoides suficientes para fecundar al diez por ciento de todas las mujeres del mundo (unos trescientos millones). Más aún, cuando una mujer se embaraza, deja de ovular y dedica todas las energías del cuerpo a la formación del feto en su interior, y después del parto entra en un período de lactancia que normalmente también implica infertilidad. Mientras tanto, el macho que la ha fecundado puede seguir fecundando a otras hembras de inmediato, pudiendo dedicar toda su energía y alimentación a “esparcir su semilla”. Esto se traduce en un hecho claro: una tribu en la que una catástrofe dejara vivos sólo a una mujer y a veinte hombres, habría llegado al final de su existencia como grupo humano, mientras que si los sobrevivientes son veinte mujeres y un hombre, la tribu se puede reconstituir en menos de dos décadas, es un grupo humano viable.

A eso se refiere la biología evolutiva cuando considera a los machos en general “baratos” y a las hembras “valiosas”. Un ejemplo claro de este hecho se puede ver en grupos de primates que viven en grandes bandas, como los babuinos, que en su hábitat de la sabana están expuestos a los ataques de grandes depredadores como los leopardos. Cuando hay peligro, los integrantes de la banda se disponen en una serie de círculos concéntricos: los machos mayores y más experimentados, en el círculo exterior, después los machos jóvenes, luego las hembras mayores y, en el centro de esta fortaleza viviente, las hembras con crías o en edad de criar. Los babuinos y mandriles han adquirido este comportamiento a lo largo de su evolución porque es la mejor estrategia para la supervivencia del colectivo, y los que utilizaron otras estrategias simplemente desaparecieron a manos de sus depredadores.

Evidentemente, los ejemplos de la naturaleza no se pueden extrapolar directamente a los seres humanos por la enorme carga que la cultura impone sobre los comportamientos desarrollados evolutivamente. Para poder descubrir los elementos genéticos subyacentes a la cultura, los científicos emplean dos procedimientos. El primero es la comparación de comportamientos en culturas radicalmente distintas y de personas con discapacidades que les impiden imitar a otras personas, y el segundo es la observación de las características anatómicas y fisiológicas que dependen esencialmente de la genética y determinan el comportamiento o nos permiten valorarlo. Así, por ejemplo, los animales en general sólo tienen actividad durante los ciclos de fertilidad de las hembras, actuando asexuadamente el resto del tiempo, pero el ser humano (y los delfines) suelen mantener actividad sexual fuera de los momentos de fertilidad de sus hembras, únicamente por placer.

Uno de los personajes más destacados del mundo del estudio del hombre es el zoólogo británico Desmond Morris, que llevara la concepción del ser humano como mono a la conciencia popular en 1968 con su libro El mono desnudo, al que seguirían distintos libros sobre etología, la ciencia del comportamiento con bases genéticas, entre ellos un delicioso estudio del fútbol como una estructura tribal, traducido como El deporte rey. En 2004, Desmond Morris presentaba un libro absolutamente apasionante, La mujer desnuda: un estudio del cuerpo femenino, dedicado a explicar los posibles motivos evolutivos de las enormes diferencias que tenemos hombres y mujeres, y concluyendo que el cuerpo femenino es: “el organismo más extraordinario del planeta”. Morris realiza un análisis literalmente de la cabeza a los pies, pasando por todas las peculiaridades del organismo femenino, y dedicando también algo de tiempo a la forma en que culturalmente hemos destacado esas diferencias: peinados, maquillaje, piercings, tatuajes, prótesis, vestido, formas y colores.

Algunas de las diferencias más evidentes, de modo notable, parecen ser producto única y exclusivamente de lo que Darwin llamó “selección sexual”, es decir, aspectos que las posibles parejas prefieren por alguna causa que en sus orígenes pudo estar relacionada con muestras de buena salud y buena dotación genética, pero que al paso del tiempo se han independizado de esa función y sólo se conservan porque atraen a las parejas. Esto no sólo se refiere, por ejemplo, a los prominentes senos femeninos o al pene masculino (el mayor proporcionalmente de todos los grandes simios), sino a elementos como el cabello: un cabello fino, lustroso y largo podía ser en sus orígenes anuncio de salud y capacidad reproductiva, pero en el ser humano se ha convertido en un reclamo esencialmente sexual, y por tanto reprimido por quienes buscan controlar la sexualidad, por ejemplo en las religiones. Las más estrictas formas de la religión exigen que el cabello se corte a rape o se oculte mediante velos, no sólo en el Islam más puritano, también hasta hace poco en la iglesia católica, que prohibía a las mujeres entrar a las iglesias sin cubrirse el cabello. Cubrirlo o raparlo sigue siendo costumbre en algunas sociedades por luto o como castigo humillante.

En un mundo que demanda, cada vez con más fuerza, y que va haciendo realidad, a veces con lentitud dolorosa, la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, trascendiendo con la inteligencia los estrechos límites de un viejo patriarcado siempre disfuncional, no es posible olvidar las diferencias, diferencias que son, para muchos, asombrosas y admirables, y que no deberían ser motivo de asignaciones jerárquicas de superioridad o inferioridad. Y sin embargo, si nos atenemos a los bien fundamentados argumentos de un experto como Desmond Morris, el cuerpo de la mujer, valioso en términos de supervivencia, está mucho más “evolucionado y maravillosamente perfeccionado” que las envolturas que los baratos y prescindibles machos arrastramos por la vida. Los machos quedamos segundos, lo cual no es noticia.

La evolución y Manolo Blahnik


La especialización del macho humano como cazador significaba que para él los pies más grandes eran una clara ventaja. No hubo tanta presión evolutiva sobre el pie femenino y por tanto ha quedado más pequeño y más ligero. Buscando exagerar esta cualidad femenina, las mujeres han llevado, durante siglos, los pies metidos en zapatos incómodamente apretados.” Desmond Morris