El primer número de la revista fundada por Hugo Gernsback, con portada del artista Frank R. Paul y errata en el nombre de Edgar Allan Poe. (Imagen D.P. vía Wikimedia Commons) |
La joven concibió su novela Frankenstein o el moderno Prometeo por las conversaciones que tenían ella, su amante Percy Bysse Shelley, el amigo de ambos Lord Byron y el médico de éste, John Polidori, a las orillas del lago Ginebra en 1816. La joven Mary estaba interesada por los trabajos del italiano Galvani sobre la electricidad animal y, cuando se propuso que los cuatro escribieran un cuento de fantasmas, ella esbozó lo que sería la novela que publicó dos años después. Más allá de precursores como las narraciones fantásticas de Luciano de Samosata, Johannes Kepler o Cyrano de Bergerac, es fácil argumentar que la especulación científica de Shelley es el primer trabajo de la ciencia ficción como la conocemos hoy en día.
Pero si la ciencia ficción nació en 1816-18, tuvo que esperar más de un siglo para obtener su nombre y su identidad definitiva. Un siglo y que un soñador y empresario luxemburgués llamado Hugo Gernsback se entusiasmara con la idea de que se podía divulgar ciencia mediante la literatura. Experimentador con la electricidad y editor, Gernsback echó una mirada a la popularidad de los “romances científicos”, como se llamaba en Gran Bretaña a la obra de Jules Verne o H. G. Wells y decidió dedicarse a escribir y publicar eso que también se ocupó de bautizar. Su primera propuesta se traduciría como "cientificción" pero para 1929 adoptó el término que se generalizó y se ha mantenido pese a muchos intentos de rebautizarlo: "ciencia ficción".
Fue en 1926 cuando Gernsback, que ya publicaba revistas dedicadas a la radio y la electricidad donde ocasionalmente incluía cuentos con temática científica, fundó la revista Amazing Stories, la primera publicación dedicada exclusivamente a cuentos de ciencia ficción y que sería la plataforma de lanzamiento del género y de numerosos autores hoy considerados clásicos del género como Isaac Asimov, Ursula K. Le Guin, Howard Fast o Roger Zelazny.
Muchos autores no estaban de acuerdo con la idea de que la ciencia ficción tuviera la misión de divulgar ciencia. De hecho, saber algo de ciencia ya era requisito para el disfrute total de algunos de los relatos lque se estaban escribiendo en la primera mitad del siglo XX. Más que divulgarlos hechos y datos de la ciencia, para muchos era la forma de divulgar algo que consideraban mucho más importante: el método científico y el pensamiento crítico y cuestionador en el que se basa para llegar al conocimiento. Y para advertir de la necesidad de impedir que la política y el poder usaran mal el conocimiento científico.
La gran explosión de la ciencia ficción ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, entre el horror de la bomba atómica y la guerra fría, de un lado, y la promesa científica y tecnológica de los antibióticos, la carrera espacial y los plásticos, del otro.
Al mismo tiempo, los medios visuales se unieron entusiastas, si bien con poca suerte, al boom de la ciencia ficción. Una serie de películas, más bien de clase B, empezaron a salir de los estudios cinematográficos, algunas de ellas de cierto valor, como el clásico de la paranoia de la guerra fría The Body Snatchers o la muy moralina The Day the Earth Stood Still. La televisión, constreñida por limitaciones presupuestarias, abordó a la ciencia ficción menos entusiasta, con destellos en series clásicas como The Twilight Zone, dirigida y producida por Rod Serling.
La ciencia ficción visual llegó a su madurez en la década de 1960. En televisión, Star Trek, ideada por Gene Roddenberry, planteó de modo apasionante los dilemas morales de la ciencia y la cultura, la lógica y la emoción, y otro tanto hacía en el cine, en 1968, 2001: Una odisea del espacio, escrita por Arthur C. Clarke y dirigida por Stanley Kubrick.
El salto en efectos especiales que se dio a partir de esta película fue tal que, de hecho, para muchas personas de las nuevas generaciones la ciencia ficción sería considerada principalmente como un género cinematográfico y televisual, donde muchos de los grandes autores literarios como Frank Herbert (Dune) y Philip K. Dick (Total Recall, Blade Runner, Minority Report) se verían llevados al cine con mayor o menor fortuna.
La ciencia ficción ha pasado por distintas encarnaciones, a veces tan diferentes que resulta peculiar que los lectores y aficionados las identifiquen como facetas de una misma expresión artística. Desde la ciencia ficción “dura”, escrita muchas veces por científicos y basada en datos científicos minuciosamente precisos hasta la fantasía futurista de Ray Bradbury en Crónicas marcianas, desde los fulgurantes efectos especiales de Matrix hasta la serena reflexión de Solaris, desde los viajes dentro de nuestro cuerpo y mente hasta el diseño de imperios galácticos colosales, desde acción y batallas hasta la lucha contra los problemas mentales.
Esta forma de creación artística, sin embargo, quizás se identifica no por usar la ciencia, por enseñarla, por difundirla o por criticarla, sino porque sus preocupaciones son las mismas que las de la ciencia: cómo obtenemos el conocimiento, cómo cuestionamos a la realidad, cómo manejamos el conocimiento, cuáles son los obstáculos que le ponemos al saber, qué tanto tememos al pensamiento libre o cuáles son los cauces que debemos darle a esos conocimientos, entre otras cosas.
Muchos científicos de hoy en día encuentran las raíces de su interés por la ciencia en algún relato, alguna novela, algún autor, alguna película o serie de televisión. Pero es su atractivo para el público en general, ese público que muchas veces está por lo demás alejado de la ciencia, el que sigue convirtiendo a la ciencia ficción en el género de los grandes desafíos y las grandes dudas.
El primer besoEn noviembre de 1968, en lo que entonces era una audacia, sólo meses después del asesinato de Martin Luther King, se emitió un episodio de Star Trek donde el capitán Kirk, interpretado por William Shatner, besaba a la teniente Uhura, interpretada por Nichelle Nichols. Fue el primer beso interracial de la conservadora televisión estadounidense, algo que quizá sólo podía haber ocurrido entonces en el espacio aparentemente inocuo de la ciencia ficción. |