Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Kennedy y la carrera espacial

Ir al espacio era una idea natural. Ir a la Luna fue una decisión política de John F. Kennedy que marcó el rumbo de gran parte de la investigación científica durante décadas.

Icónica imagen de la Tierra sobre el horizonte de la Luna
tomada el 20 de julio de 1969 por la tripulación del
Apolo XI (Foto D.P. Nasa, vía Wikimedia Commons)
El 20 de julio de 1969, el mundo vio, en una borrosa transmisión televisual de baja resolución, cómo Neil Armstrong bajaba del módulo de descenso lunar Eagle y se convertía en el primer hombre que pisaba otro cuerpo celeste.

Era el legado del presidente John F. Kennedy, que ocho años atrás le había fijado esa meta a su país para vencer en la competencia con o que era la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) conocida como “la carrera espacial”.

El desarrollo científico y tecnológico apuntaba claramente a principios del siglo XX a los viajes espaciales. En palabras del visionario ruso Konstantin Tsiolkovsky: “Un planeta es la cuna de la mente, pero el hombre no puede vivir en la cuna eternamente”. Tsiolkovsky, a su vez, inspiró al alemán Hermann Oberth, creador del motor de cohetes de combustible líquido, y al estadounidense Robert H. Goddard, que hizo numerosos lanzamientos de pequeños cohetes.

Sin embargo, el esfuerzo por alcanzar el espacio requería de recursos tan abundantes que sólo era viable como emprendimiento nacional, no como esfuerzo personal. Y las potencias económicas y militares lo empezaron a ver viable al descubrir determinaron que podía tener valor estratégico y militar.

El disparador final para la exploración espacial fue la “guerra fría” entre la URSS y los Estados Unidos, una confrontación por el dominio político, militar y económico que se desarrolló inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y duró hasta 1989. Esta confrontación convirtió a las hazañas espaciales, además, en fuente de orgullo nacional y en una herramienta de propaganda en la guerra ideológica entre comunismo y capitalismo.

En 1955, ambas superpotencias habían anunciado su decisión de emprender ambiciosos programas espaciales, pero fue la URSS la que obtuvo los primeros triunfos al poner en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik I en 1957 y al primer ser humano, Yuri Gagarin, en 1961.

El primer acontecimiento se había dado en la segunda presidencia de Dwight D. Eisenhower, héroe de la segunda guerra y comandante en jefe de los ejércitos aliados en la invasión de Europa. El resultado inmediato fue que el presidente Eisenhower aceptara la creación de una agencia espacial civil, el Consejo Nacional de Aeronáutica y del Espacio, propuesto por el líder de la mayoría del senado, Lyndon B. Johnson. Sin embargo, Eisenhower no dio demasiada importancia al consejo, considerando que el espacio no era tan importante.

El segundo había ocurrido en el cuarto mes del mandato de Kennedy, el demócrata que había derrotado en las urnas a Richard Nixon, el delfín elegido personalmente por Eisenhower. Sólo cinco días después del vuelo de Gagarin, un grupo de contrarrevolucionarios anticastristas lanzaron, con apoyo de Estados Unidos una desastrosa invasión en Bahía de Cochinos o Playa Girón, en la costa Sur de Cuba, derrotada en sólo tres días.

El inicio de la administración del joven presidente no podía haber sido peor. Como parte de la reacción inmediata de su gobierno, y con la asesoría de su vicepresidente, el mismo Lyndon B. Johnson, al que Kennedy había nombrado presidente del consejo, presentó una propuesta al senado el 25 de mayo de 1961. Informó que habían evaluado las fortalezas y debilidades del programa espacial estadounidense y que, estando conscientes de la ventaja que llevaba la URSS con sus cohetes, debían fijarse una serie de metas, entre las que estaba la de llevar a un hombre a la Luna antes del fin de la década.

Cada meta propuesta por Kennedy exigía que el senado aprobara presupuestos sin precedentes. Para el desarrollo de mejores cohetes, incluyendo un proyecto que utilizaba energía nuclear, 23 millones de dólares. Para acelerar el uso de satélites de comunicaciones a nivel mundial, 50 millones de dólares, para crear un sistema de satélites meteorológicos a nivel mundial, 75 millones de dólares más.

La factura total era estremecedora para la época: 531 millones de dólares (3 mil millones de euros a valor de hoy) para el ejercicio de 1962 y entre 7 y 9 mil millones de dólares (entre 40 y 52 mil millones de euros) durante los siguientes cinco años. Y las cifras reales a lo largo de los siguientes años demostrarían ser muchísimo más elevadas.

La petición de Kennedy cerraba con una afirmación contundente. “Si sólo vamos a la mitad del camino, o reducimos nuestras miras frente a las dificultades, según mi criterio sería mejor ni siquiera intentarlo”.

El senado aprobó las solicitudes de Kennedy, y los primeros frutos se vieron el 20 de febrero de 1962, cuando se consiguió poner al primer astronauta estadounidense en órbita, John Glenn.

Fue con la certeza de que el programa espacial estaba en buen camino y que había posibilidades de superar a la URSS en la carrera espacial si los Estados Unidos fijaban la meta en vez de dejar que cada logro en la competencia fuera una sorpresa independiente, que Kennedy ofreció uno de los principales discursos de su breve presidencia el 12 de septiembre de 1962 en el estadio de la Universidad de Rice en Houston, Texas, el estado donde sería asesinado trece meses después.

En ese discurso, Kennedy hizo un resumen del avance científico humano en los últimos 50 mil años, desde la domesticación de los animales hasta los logros de Newton, la penicilina y las misiones espaciales en curso en esos mismos días, utilizando como comparación un período de 50 años, quizá un antecedente del famoso reloj cósmico de Carl Sagan.

“Elegimos ir a la Luna en esta década y hacer las otras cosas no porque sean fáciles, sino porque son difíciles”, tal es la frase más conocida de ese discurso, la que de alguna forma convenció al estadounidense medio que el esfuerzo espacial valía la pena... ese mismo estadounidense que años después aplaudiría las sucesivas reducciones del presupuesto espacial hasta dejar a los Estados Unidos sin un vehículo capaz de poner seres humanos en órbita, dependiendo de las Soyuz creadas por la URSS.

El asesinato de Kennedy convirtió en presidente a Lyndon B. Johnson, el entusiasta del espacio, pero, paradójicamente, quien celebraría la llegada a la Luna sería Richard Nixon, que había vuelto de su derrota ante Kennedy para obtener la presidencia en ese mismo 1969, recogiendo los frutos del árbol de su viejo oponente.

La promoción de la ciencia

Kennedy nombró por primera vez a un científico para un puesto gubernamental, Glenn Seaborg, el descubridor del plutonio y Premio Nobel de 1951, como presidente de la Comisión para la Energía Atómica, además de ser miembro del Comité de Asesoría Científica del presidente.