Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

ADN: revolución en la evolución

Las siglas ADN son ya parte del discurso cotidiano, y sin embargo, o quizás por ello mismo, la materia con la que está hecha la vida en la Tierra se ha rodeado de mitos.

Entre la observación de que ciertas características se transmiten de padres a hijos, la herencia genética, y el conocimiento del mecanismo que permite este hecho ha mediado toda una batalla científica. La identificación que hizo Gregor Mendel en 1865 de las formas que asumía la herencia y el descubrimiento realizado por Charles Darwin de que las variaciones en dicha herencia daban origen a los procesos evolutivos en la vida, dejaban planteado el desafío de conocer el mecanismo bioquímico íntimo responsable de la herencia.

Aunque el ADN ya se había identificado en el siglo XIX, fue a principios del XX cuando se pensó que podía ser la clave de la herencia genética. En 1953, James Watson y Francis Crick consiguieron descubrir la estructura del ADN, describiéndolo como una “doble hélice” que formaba cada uno de nuestros cromosomas. El ADN forma una larga cadena molecular similar a una escalera de mano retorcida donde los peldaños están formados por conexiones de moléculas llamadas bases: adenina (A), guanina (G), timina (T) y citosina (C). Lo peculiar de esta disposición es que la adenina sólo se conecta con la timina, mientras que la guanina sólo lo hace con la citosina. Así, un “lado” de la escalera puede reproducir al otro, pues sus bases están emparejadas de modo preciso. En 1957, Crick describíó cómo el ADN podía producir las proteínas a partir de sustancias más simples, los aminoácidos, lo que se vio confirmado experimentalmente un año después. La tarea entonces fue descifrar el lenguaje del ADN escrito con las cuatro bases: AGTC.

La primera tarea fue reunir todo el “libro” del ADN humano, la secuenciación del ADN. Mientras tanto, se fueron identificando zonas de algunos cromosomas en las que se hallaba el origen de ciertas características e incluso de afecciones o tendencias a enfermedades. Por desgracia, los medios comenzaron a hablar de los “genes de” tal o cual enfermedad, cuando no de ideas tan extravagantes como “el gen de las tendencias delictivas” o “de la inteligencia”, que en realidad no existen.

El conjunto del ADN de nuestros cromosomas, el genoma, se subdivide funcionalmente en genes, las unidades responsables de crear proteínas y realizar otras funciones esenciales. Pero, como explica el biólogo evolutivo Richard Dawkins, este genoma no es “un plano” de nuestro cuerpo y nuestro comportamiento en el sentido de que cada elemento como la longitud de la nariz o la tendencia al mal humor estén determinados en un gen o un grupo de genes, sobre todo porque sólo hay unos 25.000 genes en nuestro genoma (una planta, en cambio, puede tener más de 50.000 genes) con unos 3 mil millones de pares de bases.

Hay aejemplos en los que una falla en un gen provoca una enfermedad, como la enfermedad de Huntington, donde una repetición de las bases CAG al final de un gen provoca la síntesis incorrecta de una proteína que, a su vez, produce la muerte de células cerebrales y por tanto problemas en el movimiento y en las capacidades mentales. Pero en general la realidad es más compleja: la gran mayoría de nuestras características dependen de muchos genes y, al mismo tiempo, de lo que ocurre a nuestro alrededor, física y emocionalmente. En ese sentido, explica Dawkins, la secuencia del ADN se puede equiparar más bien a una receta de cocina, donde las cantidades exactas y los ingredientes pueden variar notablemente sin por ello dar resultados especialmente negativos o positivos. Somos la relación compleja de nuestro entorno y de nuestra genética, no máquinas predeterminadas.

La secuenciación completa del ADN se consiguió en lo esencial en el año 2000, pero esto no significa que ya conozcamos todo nuestro genoma. Quedan grandes zonas por secuenciar, algunas de ellas altamente repetitivas y que demandan una tecnología aún por desarrollarse. Y tener la secuencia completa es sólo como haber reunido las piezas de un libro complejísimo, del que apenas sabemos leer algunas partes (como el gen responsable de la enfermedad de Huntington) pero cuyo idioma sigue siendo un enigma para nosotros. El camino que queda es largo.

Ello no impide que lo que ya sabemos haya resultado de enorme utilidad. La identificación de personas, vivas o muertas, especialmente en la criminalística, es probablemente su más conocida aplicación, tecnología impulsada, tristemente, por la necesidad de identificar a las víctimas de la guerra sucia en Argentina. Esta tecnología es también de gran utilidad hoy para la historia y la antropología, permitiéndonos conocer la composición de ciertas poblaciones, la velocidad de las mutaciones en nuestro genoma y, por ejemplo, decir sin duda, que el Neandertal no es un antecesor del ser humano actual, sino otra especie humana desaparecida antes de los albores de nuestra historia. Igualmente, el conocimiento de las tasas de mutación del ADN al paso del tiempo ha permitido resolver muchos de los misterios del proceso evolutivo.

El conocimiento del mapa genómico del ser humano, de la historia que nos cuenta nuestro ADN, ha servido también para archivar concepciones como las racistas, al determinarse que las diferencias entre lo que antiguamente se llamaba “razas” es tan superficial como parece. Genéticamente, la diferencia entre usted y su su vecino de toda la vida, por ejemplo, es mucho mayor que la diferencia que separa a la media de todos los europeos y de todos los africanos de tez oscura.

Malinterpretar el ADN



La mala comprensión de los mecanismos de la herencia puede llevar a otros tipos de discriminación. Si bien puede ser útil saber que uno tiene ciertas características genéticas que lo predisponen a ciertas enfermedades o se las causarán sin duda alguna, ello no debería implicar discriminación por motivos genéticos en la sociedad, en el lugar de trabajo o ante las compañías de seguros. El tener ciertas características genéticas es solamente uno de los muchos aspectos que conforman la vida y el desarrollo de una persona, y centrarse únicamente en uno de ellos, así sea contando con ciertas evidencias científicas, no deja de ser un acto de injusticia. Si Mozart tenía la constitución genética, por ejemplo, para desarrollar cierto cáncer colorrectal hereditario, ello por supuesto no significaba que fatalmente lo desarrollaría, y las otras muchas circunstancias de su vida hicieron que muriera mucho antes de que se supiera, dejándonos un legado asombroso.

Y si la genética no es destino, bien vale la pena tener presente que la ciencia biológica busca hoy, precismente, subsanar los desórdenes genéticos más graves como lo ha hecho con otras muchas afecciones que en el pasado se consideraban decisivas.