Alexander Fleming (foto D.P. de Calibuon, via Wikimedia Commons) |
Imaginemos un tiempo en que la escarlatina, la difteria, la sífilis o la tuberculosis fueran mortales en la gran mayoría de los casos. Un tiempo en que cualquier infección, desde la causante de la pulmonía hasta la provocada por un pequeño corte en la piel, podía llevar a la muerte a sus víctimas. Y un tiempo en el que ni siquiera se sabía que esas terribles enfermedades mortales estaban causadas por pequeños seres unicelulares llamados bacterias.
Tuvo que llegar Louis Pasteur para reunir el trabajo de muchos y consolidar en la década de 1860 la revolucionaria teoría de que muchas enfermedades eran producidas por esos pequeños seres, los gérmenes patógenos, que fue probada por Robert Koch en 1875. Una vez conociendo al enemigo, comenzaba su cacería, la búsqueda de algo que acabara con ellos y curara así las enfermedades que provocan.
Sólo seis años después de que Koch estableciera sus postulados, en 1881, nacía Alexander Fleming en una granja cercana a Ayrshire, Escocia. Después de conseguir superar problemas económicos y estudiar medicina, se dedicó accidentalmente a la naciente disciplina de la bacteriología dejando de lado la posibilidad de convertirse en cirujano. Durante la Primera Guerra Mundial, prestó sus servicios en el cuerpo médico británico.
En la guerra, Fleming fue testigo de la muerte de muchos soldados por septicemia en el campo de batalla a causa de heridas infectadas. También pudo ver que algunas sustancias antisépticas utilizadas para evitar infecciones resultaban a la larga más dañinas. Los antisépticos funcionaban bien en las bacterias aerobias de las heridas superficiales, pero en las heridas más profundas parecían eliminar a agentes naturales del cuerpo que protegían a los pacientes de las bacterias aneróbicas, las que florecían en la parte profunda de las heridas.
Después de la guerra, Fleming comenzó activamente la búsqueda de agentes antibacterianos que no fueran dañinos para los tejidos animales. En 1922 descubrió en “tejidos y secreciones” una importante sustancia bacteriolítica, es decir, que mataba a las bacterias disolviéndolas. Se trataba de la lisozima, también llamada muramidasa, una enzima natural presente en las lágrimas, la saliva o el moco y que forma una primera línea de defensa contra diversos microorganismos.
En 1928, mientras trabajaba en el virus de la gripe, Alexander Fleming observó que, debido a una contaminación accidental, se había desarrollado un moho en una caja de Petri en la que había un cultivo de estafilococos, un tipo de bacteria responsable de una amplia variedad de enfermedades en los animales, incluido el ser humano. El curioso fenómeno que llamó su atención fue que, alrededor del moho, se había creado un círculo completamente libre de bacterias, y empezó a investigar en esa dirección, identificando la sustancia activa del cultivo de moho que evitaba el crecimiento de los estafilococos. Llamó a la sustancia “penicilina” debido a que el moho en cuestión era del genus Penicillium, que con frecuencia podemos encontrar en forma de moho del pan.
Ciertamente, durante literalmente miles de años se habían usado alimentos enmohecidos como cataplasmas para curar algunas infecciones de la piel, pero sin que quienes los utilizaban conocieran ni el mecanismo de acción ni el principio activo que identificó el científico escocés. Las investigaciones posteriores de Fleming demostraron que este efecto antibacteriano era eficaz para combatir muy diversas bacterias, entre ellas las patógenas responsables de la escarlatina, la neumonía, la meningitis, la gonorrea y la difteria, pero no las combatía todas. El descubrimiento fue anunciado en la Revista Británica de Patología Experimental en 1929 pero asombrosamente no atrajo gran atención y Fleming continuó sus investigaciones en el anonimato.
Problemas prácticos, como la refinación de la penicilina a partir de cultivos en cantidades adecuadas para utilizarla en infecciones humanas, mantuvieron a Fleming trabajando hasta 1940. Cuando decidió abandonar el tema de la penicilina, sin embargo, surgió el interés por parte de otros investigadores, Ernst Chain, Howard Florey y Norman Heatley, que consiguieron purificar y estabilizar la penicilina, y producirla en cantidad suficiente para realizar pruebas clínicas, con el entusiasta apoyo de Fleming.
Ante el éxito de las pruebas, se desarrolló la producción en masa y, para 1945, cuando los Aliados realizaron la colosal operación de invasión a las playas de Normandía, contaban con reservas suficientes para tratar a todos sus heridos, salvando miles, o cientos de miles, de vidas. La penicilina llegó pronto a la población civil y, literalmente, cambió la historia convirtiendo en curables muchísimas enfermedades y abriendo la puerta de toda una nueva generación de medicamentos eficaces, de clara utilidad y mecanismos conocidos: los antibióticos.
Por sus logros, Fleming recibió numerosas distinciones, que incluyeron su nombramiento como “sir” del reino, la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio en 1848 en España y el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1945.
Desde el descubrimiento de la penicilina se ha desarrollado una gran variedad de antibióticos, orientados a luchar contra gérmenes resistentes a otros antibióticos o que no generan sensibilidad en personas alérgicas a algunas de estas sustancias.
La resistencia a los antibióticos desarrollada por muchos microorganismos ya preocupaba a Fleming. Esta adaptación evolutiva, aunada al mal uso de los antibióticos, ha provocado que surjan continuamente cepas más resistentes de diversos organismos patógenos, que deben ser atacados con nuevos antibióticos. De allí surgen las campañas recientes para que no se receten antibióticos cuando no son útiles (como en el caso de infecciones virales, que no son afectadas en lo más mínimo por los antibióticos) y que cuando se nos receten sigamos el tratamiento hasta el final para garantizar la eliminación de todas las bacterias patógenas y reducir la supervivencia de las que podrían desarrollar resistencia.
Los nuevos antibióticosNuevas generaciones de antibióticos, efectivos tomados oralmente en lugar de ser inyectados, que actúan mediante tratamientos más cortos (de siete días en general, pero hasta de una sola dosis en el caso de algunos de los más modernos), y con sustancias novedosas como los aminoglucósidos o las estreptograminas, van ocupando su lugar mientras otros van perdiendo eficiencia, en una lucha que, irónicamente, es una prueba más de la teoría de la evolución de Darwin. |