Niels Bohr (a la derecha) con Albert Einstein en 1930. (Foto D.P. de Paul Ehrenfest, vía Wikimedia Commons) |
Entre 1900 y 1945, poco más o menos, el mundo de la física fue no sólo una apasionante vorágine del conocimiento y de la audacia intelectual que logró avanzar como nunca antes en la historia humana en la comprensión del universo e impuso nuevos desafíos a los científicos.
Hasta el siglo XIX, la ciencia se había ocupado de las cosas, por así decirlo, a escala humana: lapsos de tiempo medidos en segundos o años, espacios medidos en milímetros o kilómetros. Especialmente desde Newton, la física se ocupó de los objetos a su alrededor y sus leyes, de la óptica, de los gases, de los choques, del electromagnetismo, de la gravedad, del movimiento.
A principios del siglo XX se habían dado las condiciones para escudriñar los extremos, lo enormemente grande y lo enormemente pequeño, donde no sirve el sentido común, forjado por la evolución para permitirnos vivir en la escala media.
En la escala de lo grande había cuerpos y galaxias en un espacio medido en años luz y en un tiempo de millones y miles de millones de años. La teoría de la relatividad de Einstein nos mostró que el espacio es curvo, que la velocidad de la luz es la única constante del universo, que un campo gravitacional muy fuerte puede curvar la luz o que el tiempo puede transcurrir más rápido o más lento en función de la velocidad.
En la escala de lo pequeño, la situación era aún más desafiante. En 1901, Max Planck sentó las bases de la mecánica cuántica, al determinar que la energía se emite en “paquetes” o “cuantos” y no de forma continua. Einstein aplicó esta visión al efecto fotoeléctrico (por el cual recibió su único Premio Nobel) viendo a la luz no como un flujo continuo de energía, sino una corriente de cuantos, paquetes de energía que hoy llamamos “fotones”.
En el huracán de avances que siguieron, Niels Bohr incorporaría un ejemplo singular de esfuerzo intelectual y de las preocupaciones filosóficas y sociales por el enorme poder que la física puso en manos humanas.
Niels Henrik David Bohr nació en 1885 en Copenhague, Dinamarca, en una familia dedicada ya a la ciencia, pues su padre, Christian, era profesor de fisiología en la Universidad de Copenhague. A ella ingresó Niels en 1903 para estudiar matemáticas y filosofía, aunque pronto se pasaría a la física, disciplina en la que se doctoró a los 26 años.
En 1913, Bohr revolucionó la física al unir el modelo atómico de Ernest Rutherford con las todavía novedosa ideas de los “cuantos” de Planck, y sugirió que los electrones del átomo existían a cierta distancia del núcleo (formado de neutrones y protones) según la energía de que dispusiera cada electrón. Si recibía un cuanto de energía, pasaba a un nivel más alto, mientras que si emitía un cuanto de energía, pasaba a uno inferior.
El modelo de Bohr por primera vez daba una explicación compatible con las observaciones obtenidas en los experimentos que se llevaban a cabo en los laboratorios de física de su época. Hoy en día, con algunas modificaciones menores, sabemos que su modelo es correcto, es decir, que los átomos se comportan tal como decían las ecuaciones del danés. Por este logro, obtuvo el Premio Nobel de física en 1922.
La mecánica cuántica planteaba problemas que muchos físicos, incluso Einstein y Planck esperaban que se disiparan con el tiempo. No fue así. Niels Bohr planteó el Principio de la Complementariedad, según el cual la materia puede exhibir al mismo tiempo propiedades de partícula o de onda, y que ambos puntos de vista no son contradictorios, sino complementarios. Junto con el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, que dice que no podemos conocer todas las propiedades de un sistema cuántico al mismo tiempo, y lo desconocido sólo lo podemos expresar como probabilidades, estableció claramente que la cuántica era un mundo distinto de la física clásica.
La descripción cuántica de grandes sistemas, sin embargo, da los mismos resultados que la física clásica. Es decir, los desafíos al sentido común que plantea la cuántica no son visibles ni relevantes a escala humana (algo que suelen olvidar quienes quieren aplicar las observaciones de la mecánica cuántica a nuestra vida cotidiana).
El debate intelectual se enfrentó de pronto al hecho político. La toma del poder de los nazis en Alemania exigía tomas de posición. Niels Bohr, casado y con seis hijos, recibió en su casa de Copenhague a numerosos colegas que huían de la barbarie de Hitler y donó su medalla de oro del Premio Nobel al esfuerzo Finlandés de guerra.
Fue Bohr quien informó a los Estados Unidos en 1930 que los científicos alemanes estaban tratando de dividir el átomo, el primer paso para aprovechar y usar la energía nuclear. Esta información promovió el lanzamiento del Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica estadounidense.
Después de tres años de ocupación nazi en Dinamarca, Bohr huyó a Estados Unidos, donde colaboró en el Proyecto Manhattan. Preocupado por las consecuencias que implicaba la existencia de un arma nuclear, Bohr propuso a los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña que se compartieran los secretos atómicos con la Unión Soviética, lo que provocó que Winston Churchill legara a considerar al físico un riesgo de seguridad “cercano a la comisión de crímenes mortales”.
No resulta extraño que, al terminar la guerra, Niels Bohr dedicara todos sus esfuerzos al control del armamento nuclear y a los esfuerzos por el uso pacífico de la energía atómica, organizando el congreso “Átomos por la paz” en Ginebra, Suiza, en 1955.
El trabajo de Bohr por la física, sin embargo, no se detuvo, y además de encabezar el instituto hoy llamado precisamente Niels Bohr en la Universidad de Copenhague, realizó un esfuerzo titánico por crear un laboratorio internacional dedicado al conocimiento de la estructura interna de la materia, lo que hoy conocemos como CERN. Allí, el mayor instrumento científico jamás creado por el hombre, el LHC, continúa tratando de explicar cómo es el tejido del universo
Los debates Bohr EinsteinEntre 1927 y 1955 (cuando murió Einstein), ambos físicos tuvieron una serie de debates públicos sobre la interpretación de la teoría cuántica. A Einstein le molestaba la incertidumbre que postulaba la cuántica, mientras que Bohr la defendía como un hecho al que hay que plegarse. Como ambos científicos cambiaron de posición sobre distintos temas al paso del tiempo, los amables debates (resumidos en un libro por Bohr) son una lección sobre filosofía de la ciencia, pero también sobre la honesta actitud del científico capaz de abandonar aún sus teorías más amadas si hay otra más coherente con la realidad. |