Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Para ver lo invisible

Leeuwenhoek boerhaave
Uno de los microscopios de Leeuwenhoek
(Foto CC del Museo Boerhaave, Leiden,
vía Wikimedia Commons)
En 1676 el ser humano emprendió la incursión en el mundo de lo invisible, lo que hasta entonces era tan pequeño que nuestros ojos no podían detectarlo.

“El 9 de junio, habiendo reunido, temprano en la mañana, algo de agua de lluvia en un plago (…) y exponiéndola al aire por el tercer piso de mi casa (…) no pensé que debía percibir entonces ningún ser viviente en su interior; sin embargo, al verla, con admiración observé miles de ellos en una gota de agua, que eran de los más pequeños que había visto hasta la fecha”.

Con estas palabras, en carta fechada en octubre de 1676, Antonie Van Leeuwenhoek (pronunciado “van lívenjok”) informaba a la Real Sociedad de Londres la que es con toda probabilidad la primera observación de organismos microscópicos realizada jamás por un ser humano.

El comerciante y científico holandés llevaba ya tres años relacionado con la Royal Society, que había sido fundada apenas en 1660 por una docena de científicos para debatir acerca de la “nueva ciencia” de Francis Bacon, padre del método científico, y analizar y comunicar experimentos científicos. Era el inicio de la revolución científica, el lugar ideal para las observaciones de Leeuwenhoek sobre la boca y los aguijones de las abejas que realizaba con su sencillo microscopio.

Esta carta fue recibida con escepticismo. Un holandés, ciertamente respetado, pero desconocido, decía haber visto miles de seres vivos minúsculos en una sola gota de agua de lluvia. No había precedentes, sonaba extraño y la cautela era una actitud razonable ante estas afirmaciones.

El instrumento de Leeuwenhoek no era ninguna novedad. Había nacido también en Holanda, alrededor de 1590, al parecer creado por Zacarías Janssen y su hijo Hans, aunque también se atribuye a Hans Lippershey, inventor del telescopio.

El propio Galileo perfeccionó uno de estos adminículos formado por dos lentes y un mecanismo de enfoque, al que llamó ‘occhiolino’, el pequeño ojo. El alemán Giovanni Faber, colega de Galileo en la Academia Linceana, lo bautizó en 1625 como “microscopio” de modo análogo a “telescopio”, otra palabra creada en la academia.

El microscopio fue usado para observar tejidos y seres animales y vegetales hasta entonces inaccesibles al ojo humano. Así, el británico Robert Hooke realizó una gran cantidad de observaciones que publicó en su libro de 1665, “Micrographia”, donde informó de ciertos componentes a los que llamó “celdas” o “células”.

Pero la observación de Van Leeuwenhoek era una nueva dimensión de lo invisible con animales pequeñísimos (“animálculos” los bautizó) distintos de todo lo conocido hasta ese momento. Estaba seguro de lo que veía, sobre todo porque no había ocurrido una vez, sino que seguía viendo, registrando y anotando cuanto atestiguaba en ese mundo vivo totalmente nuevo. Por fin, la Real Sociedad decidió enviar a una comisión a Deft, en el sur de Holanda, para determinar la fiabilidad de Antonie. En 1680 la Real Sociedad certificó las observaciones de Leeuwenhoek y lo aceptó como socio de pleno derecho.

Comenzó así el esfuerzo por profundizar en ese mundo invisible. El propio Leeuwenhoek reveló que nuestra sangre contenía unos corpúsculos que hoy llamamos glóbulos rojos, y que en el semen humano existen los espermatozoides. Estos descubrimientos implicaron, por supuesto, encendidos debates científicos, pero también teológicos.

El microscopio entró en una época de desarrollo. De un máximo de unos 500 aumentos de los aparatos de Van Leeuwnhoek, se llegó a 5.000. La comprensión de la luz producto de la óptica, permitió iluminar mejor los especímenes, utilizar luz de distintos colores, o polarizada, o que provocara la fluorescencia del objeto observado, todo buscando observaciones cada vez más precisas. Además, se desarrolló toda una disciplina para teñir los materiales observados mejorando su contraste respecto del medio circundante o de otros individuos. Un ejemplo es el método de Camilo Golgi para teñir tejido nervioso utilizando dicromato de potasio y nitrato de plata, permitiendo estudiarlo mejor bajo el microscopio. Santiago Ramón y Cajal perfeccionó este procedimiento para realizar los estudios sobre la estructura del sistema nervioso que le valieron a ambos científicos conjuntamente el Premio Nobel de medicina o fisiología en 1906.

El desarrollo de la microscopía se encontró sin embargo con un límite impasable: las características de la luz. La longitud de onda media de la luz es de unos 550 nanómetros (milmillonésimas de metro). Debido a esto, dos líneas que estén a menos de 275 nanómetros (la mitad de la longitud de onda de la luz) una de otra se verán como una sola línea, y todo objeto de menos de 275 nanómetros será indistinguible o invisible.

La solución fue iluminar los objetos con haces de electrones, que pueden tener longitudes de onda 100.000 veces menores que la luz visible (formada por fotones) y puede conseguir una resolución mucho mayor y aumentos de hasta 10 millones de veces. Estos haces de electrones utilizan campos electrostáticos y electromagnéticos a modo de “lentes” para enfocarse. El aparato capaz de hacer esto es el microscopio electrónico, el primero de los cuales fue construido en 1931 por el alemán Ernst Ruska (Premio Nobel de Física en 1968) y el ingeniero eléctrico Max Knoll, y en estos 80 años ha dado origen a técnicas más avanzadas y refinadas de utilizar este principio.

Finalmente, en la década de 1980 apareció el microscopio de sonda de barrido, que utiliza sondas físicas para explorar los objetos y generar imágenes de los mismos empleando puntas de prueba de un diámetro mínimo (hasta de un átomo de diámetro) que exploran físicamente las superficies. Se han desarrollado no menos de 25 formas distintas de este tipo de microscopios para las más diversas aplicaciones.

Hoy podemos ver, un tanto borrosos, los átomos de carbono que formando una rejilla de hexágonos componen una lámina de un solo átomo de espesor. La técnica y la ciencia siguen haciendo visible lo invisible, encontrando explicaciones y descubriendo nuevos misterios a partir de nuestra capacidad de ver a niveles para los que nunca estuvieron diseñados nuestros ojos.

Y sin embargo, al parecer nada satisface a los científicos ni al público. Queremos “ver”, o al menos saber con precisión cómo se ve, el mundo por debajo del nivel atómico: el aspecto de un quark, el proceso de replicación del ADN a nivel de enlaces atómicos, el tejido mismo del espacio, invadir la totalidad de lo invisible.


El más poderoso

El microscopio electrónico TEAM del Laboratorio Nacional de Berkeley en los Estados Unidos, con un coste de 27 milones de dólares, es capaz de ver objetos de la mitad del tamaño de un átomo de hidrógeno, o 0,05 nanómetros y está en operación para distintos experimentos e investigadores desde 2009.