Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Los corsarios de las células

Los virus, organismos en el límite entre lo vivo y lo inanimado, son importantes enemigos de nuestra salud contra los que seguimos siendo incómodamente vulnerables.

Virus de la gripe de 1918 recreado para su estudio.
(Foto D.P. Cynthia Goldsmith, CDC/ Dr. Terrence
Tumpey, TimVickers, via Wikimedia Commons)
En la última década del siglo XIX se descubrió que el agente infeccioso responsable de la enfermedad del mosaico del tabaco era más pequeño de lo que podía ser una bacteria, pues atravesaba exitosamente filtros de porcelana con poros tan pequeños que no dejarían pasar ninguna bacteria. O bien era parte del propio líquido o tenía un tamaño tan diminuto que no se podía ver en los microscopios de la época.

Fue Edward Jenner, el creador de la vacuna contra la viruela, quien llamó a estos agentes “virus”, palabra latina que significaba veneno o sustancia dañina y que aplicó a la “sustancia venenosa” causante de la viruela.

En 1898, el microbiólogo holandés Martinus Beijerinck publicó que este virus no se podía cultivar como otros organismos y sólo se reproducía infectado a las plantas, es decir, que era necesariamente un parásito. Tuvieron que pasar años y descubrimientos hasta que en 1939 se confirmara que los virus eran partículas y no un veneno líquido.

Hoy sabemos que un virus es un agente infeccioso formado por una molécula de un ácido nucleico (ARN o ADN), rodeada por un recubrimiento proteínico y una capa grasa o de lípidos, con un tamaño de entre 20 y 300 nanómetros, es decir, milésimas de millonésimas de metro) que sólo se puede reproducir dentro de las células de sus anfitriones vivos.

El surgimiento de los antibióticos a principios del siglo XX, arma eficaz para combatir las infecciones bacterianas, fue inútil contra las virales. Esto demostraba que quedaba un largo camino en la lucha contra la infección, pues las causadas por virus son el 90% de todas las infecciones que podemos sufrir, entre ellas, por ejemplo, la gastroenteritis infantil, la mononucleosis, la hepatitis A y B, los herpes, la meningitis, el SIDA, la poliomielitis, la rabia, la neumonía, la rubéola, el sarampión, la varicela y, claro, la gripe, entre otras muchas.

Estas partículas orgánicas se encuentran además en el límite entre el mundo vivo y el inanimado. O, por decirlo de otro modo, sólo podemos decir si están o no vivas según la definición que elijamos de “vida”. Su mecanismo de reproducción implica secuestrar la maquinaria de las células que sirven como sus anfitrionas. Y cuando las células son nuestras, nos provocan enfermedades.

En algunos casos, el malestar dura un breve tiempo y nuestro cuerpo “aprende” a combatir a los virus por medio de los antígenos del virus. Es lo que ocurre con la gripe, que al cabo de más o menos una semana es vencida por nuestro sistema inmune. En otros casos, la enfermedad se puede volver crónica, o seguir avanzando hasta provocarnos graves problemas o la muerte.

El ataque se realiza cuando un virus se fija a la membrana de una célula sana e inyecta su material genético en ella e invadiendo su ADN para obligarla a producir copias del virus. La propia célula enferma, controlada por el material genético del virus, crea nuevos virus y los libera para que puedan infectar a otras células. Otra forma de ataque es la de los retrovirus, que insertan su mensaje genético en la célula atacada pero éste se mantiene inactivo. Cuando la célula se reproduce, lo hace con el segmento de ADN ajeno. Al darse ciertas condiciones medioambientales, el ADN viral se activa en todas las células para hacer también copias de sí mismo.

Hasta hoy, las formas que tenemos de combatir las infecciones virales son muy limitadas. Sustancias químicas que estimulan al sistema inmunitario como las interleukinas o los interferones, o antivirales y antirretrovirales que interfieren con el funcionamiento, infección y reproducción de los virus; e incluso medicamentos que destruyen las células infectadas para impedir que reproduzcan copias del virus. Ninguno de estos medicamentos, desafortunadamente, tiene la efectividad que tienen los antibióticos contra las infecciones bacterianas.

Por ello, la primera línea de batalla contra las infecciones virales es la prevención, lo que implica cuarentenas para alejar a quienes ya tienen enfermedades contagiosas, prácticas que impidan la entrada de los virus (como lavarse las manos con frecuencia en temporada de gripe) y, sobre todo, el procedimiento descubierto por Edward Jenner, las vacunas.

Ninguna otra intervención médica ha sido tan eficaz, en toda la historia humana, que las vacunas. Han conseguido erradicar por completo enfermedades tan terribles como la viruela y liberar a muchas regiones de azotes históricos como la polio, la terrible tos ferina o la varicela (cuyo virus permanece en el cuerpo ocasionando daños y molestias a lo largo de toda la vida). Una vacuna es una forma inocua de “mostrarle” a nuestro sistema inmune los antígenos de un virus para que esté preparado y pueda combatirlos exitosamente en caso de una infección del virus real. Es por ello que la gran esperanza contra afecciones virales como el dengue o el SIDA es el desarrollo de sus respectivas vacunas.

La capacidad que tienen los virus de evolucionar rápidamente implica que algunas vacunas, como la de la gripe, deban adaptarse continuamente para mantener un nivel razonable de eficacia. Entender el funcionamiento, la adaptación y, por supuesto, las debilidades de los virus, se trabaja continuamente en el conocimiento de la composición genética de los virus y la secuenciación de sus cadenas de ARN o ADN. La tarea es colosal, porque existen más especies de virus que de todos los demás seres vivos juntos.

Los virus, sin embargo, no son sólo una amenaza. Pueden utilizarse como coadyuvantes de los antibióticos, infectando bacterias y debilitándolas para que sean más susceptibles a la acción de los antibióticos. Los mecanismos de invasión de los virus se pueden también modificar mediante ingeniería genética para transportar medicamentos a células enfermas o cancerosas, para atacar plagas reduciendo el uso de pesticidas o para llevar genes nuevos a otras células como herramientas de la propia ingeniería genética para mejorar todo tipo de especies. Una promesa envuelta en la aterradora capa de una de las peores amenazas a nuestra salud.

Los riesgos de epidemia

Una de las peores epidemias de la historia humana fue la de la gripe de 1918-1920, que infectó a 500 millones de personas y mató a 100 millones. El virus era, hasta donde sabemos, un parásito de las aves que se trasladó a los cerdos que se mantenían en el frente de la Primera Guerra Mundial y sufrió una letal mutación. Debido a este antecedente, existe una alerta intensa ante cualquier brote viral que pudiera convertirse en otro azote similar, como ha ocurrido con la gripe aviar y la gripe A, que afortunadamente no han evolucionado según las menos optimistas predicciones. Hasta hoy.