Desde los autos
voladores hasta las computadoras inteligentes y los robots en cada casa, las
predicciones de la ciencia ficción y de muchos analistas han fracasado
estrepitosamente.
Las capacidades predictivas del hombre no son demasiado
asombrosas fuera de los espacios estrictos de la ciencia. En ciencia, la
observación y la experimentación permiten derivar leyes, teorías y fórmulas que
dicen cómo se comportarán las cosas. Las leyes de la gravitación de Newton nos
permiten predecir con gran precisión a con qué aceleración caerá un objeto
hacia otro, o cómo se atraerán dos objetos según su masa y la distancia que los
separa.
Pero esas predicciones no son del tipo que más nos entusiasma
y captura nuestra imaginación. Lo que deseamos es conocer aspectos humanos y
detalles del futuro que, precisamente por depender de una cantidad incalculable
de factores, son prácticamente imposibles de prever.
La profecía era, hasta no hace mucho, sólo espacio de lo
mágico. Gran cantidad de supersticiones se aplicaron para conocer el futuro,
con un éxito nulo, tratando de ver en ciertos aspectos de la realidad “signos”
sobre otros aspectos de la misma, reservando a los “profesionales” la
posibilidad de interpretarlos. La astrología, la posición en la que caen huesos
o conchas marinas lanzadas al suelo, la secuencia de cartas de la baraja
española, americana o del tarot (todas ellas inventadas en el siglo XVI), la
forma de las uñas, las líneas de la mano, las entrañas de las aves, la forma de
las nubes, las hojas del té o los posos del café... las formas de fracasar en
la predicción del futuro son numerosísimas.
La demostración empírica de que ningún adivinador no ha
conseguido jamás realmente adivinar el futuro no basta sin embargo para que
nuestra sociedad condene a sus practicantes al horrible destino que implicaría
ganarse la vida trabajando. Los adivinadores siguen en nuestro entorno, quizá
cumpliendo funciones sociológicas y psicológicas que, sin que ellos lo sepan,
les permiten seguir medrando y depredando la ingenuidad, la inseguridad y la
buena fe de sus congéneres.
Las profecías del pasado se limitaban a hechos de la vida
cotidiana, como las de los brujos actuales: el resultado de los negocios,
asuntos de amor, la salud y el riesgo de muerte, etc. Esto acontecía, siempre
hay que recordarlo, en sociedades en las que el concepto de cambio no existía.
Las expectativas eran que todo fuera igual durante la vida de una persona, como
en tiempos de sus padres y abuelos, y que seguiría siendo igual para sus hijos
y nietos. No había cambios notables en las relaciones sociales, en la forma de
llevar a cabo los oficios de la agricultura, el tejido, la cerámica, etc. El
cambio era algo que sólo podía ser malo: sequía, inundaciones, terremotos,
invasiones de los vecinos, guerras y epidemias.
La revolución científica cambió todo esto. De pronto, el
cambio se volvió una constante de la sociedad humana, el hoy empezó a ser
distinto del ayer y, por lo mismo, se empezó a esperar que el mañana fuera
distinto del hoy. Habría descubrimientos científicos, avances tecnológicos,
nuevos descubrimientos de tierras, seres, tribus, riquezas. Las sociedades
empezaron así a tener una evolución observable, que no se medía en siglos o,
incluso, milenios, sino que podía percibirse notablemente en la vida de un ser
humano (que por entonces tenía una duración media de unos 40 años). Y la pasión
humana por conocer el futuro encontró un nuevo filón para expresarse.
El arma de esta forma de intento de conocer el futuro, de
prevenir un futuro indeseable o de promover el más deseable, de advertirnos de
riesgos y de asombrarnos con la forma en que las cosas serían en el futuro fue
la ciencia ficción, que nace precisamente con la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Wollstonecraft Shelley,
y que prevé la posibilidad de que los experimentos de Galvani sobre la
electricidad animal den como resultado la posibilidad de crear vida utilizando
la electricidad y los nuevos conocimientos de la anatomía.
Una parte de la ciencia ficción—no toda—se ha ocupado
desde entonces del futuro, de la forma que el cambio puede tener en nuestra
sociedad. La hay extremadamente pesimista, que pinta futuros aterradores e
indeseables, y que actúa sobre nuestros miedos de formas muy eficaces. Pero la
más difundida ha sido la vertiente de la ciencia ficción que nos muestra un
futuro optimista, mejor, un paraíso de ingenieros y científicos, mientras más
ingenuo (y muchas veces más alejado de la ciencia real) más atractivo.
Esto ha llevado a que el hombre se imagine su futuro de
modo más activo y amplio que los profetas y augures de siempre, pero
generalmente con el mismo poco éxito. Claro que, al menos, los escritores,
cineastas, animadores y demás artistas que se han imaginado futuros nos venden
su trabajo como fantasía y no, como los adivinos profesionales, asegurando que
su visión es real y está basada en algo más que un ejercicio de la imaginación.
La ciencia que nos ha dado el cambio acelerado que vivimos
actualmente, donde estamos atentos a las noticias de la ciencia y la tecnología
para saber qué nuevo aparato, qué nuevo descubrimiento, qué nuevo procedimiento
cambiará nuestra vida de un día para otro, no nos ha dado sin embargo, todavía
al menos, las armas para conocer ese cambio. Nuestros antepasados inmediatos se
han imaginado futuros que hoy nos parecen absurdos, incluso cómicos. Pensemos
en el lanzamiento del vehículo lunar que nos legó Georges Mélies en su filme
sobre la novela De la Tierra a la Luna
de Jules Verne.
El futuro de Flash Gordon, el de Buck Rogers, el de la
serie Star Trek, e incluso el de la aún popular serie animada “Los
Supersónicos” hoy nos parecen, por así decirlo, “futuros pasados de moda”.
Además de sentir, en cierto modo, que la ciencia y la tecnología nos han
traicionado al no darnos los hoteles en órbita, los robots que nos ayuden en
casa, los autos voladores y los ordenadores inteligentes y hasta simpáticos que
nos ofrecía la ficción, nuestra visión misma del futuro ha cambiado, y sigue
cambiando continuamente. El futuro cambia conforme más sabemos de la realidad y
de lo que es posible o no. Porque el futuro no es sólo el cambio científico o
tecnológico. El futuro es lo que nosotros, como individuos y como sociedades,
hacemos con el cambio, para bien y, con frecuencia también, para mal.
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