Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La resistencia a los antibióticos

La aparición de las sustancias que combatían a diversos gémenes patógenos a principios del siglo XX fue una revolución de primer orden en la medicina, que hasta entonces era una práctica empírica, basada en teorías de la enfermedad nunca comprobadas.

Hasta el siglo XIX, en occidente y el mundo islámico prevalecía la teoría de Hipócrates de que el cuerpo estaba lleno de cuatro humores o  sustancias básicas, la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, y que la enfermedad era causada por “desequilibrios” en los humores. El objetivo del médico implicaba restablecer el equilibrio de los humores. De allí que la medicina precientífica recomendara con frecuencia extraer sangre a los pacientes, práctica que causó innumerables problemas y muertes.

Pasteur, al proponer que las enfermedades infecciosas son causadas por pequeños organismos, dio a la medicina su primera base científica, una teoría que podía comprobarse. Los organismos podían verse en el microscopio, se podía experimentar con ellos, se podían detectar en los pacientes y, finalmente, se les podía atacar. Esta teoría permitía además determinar cómo y por qué funcionaban algunos remedios tradicionales y empíricos, y por qué la mayoría de ellos no lo hacían.

La aparición de los antibióticos para combatir a los organismos causantes de enfermedades marcó la primera posibilidad de atacar enfermedades que habían sido un azote incesante. El primer antibiótico, la arsfenamina, lanzada en 1910 con el nombre de Salvarsán, se usaba contra la sífilis y la tripanosomiasis o “enfermedad del sueño”. En 1936 aparecieron las sulfonamidas o “sulfas”, más potentes, y en 1942 Alexander Fleming cambió el mundo con su descubrimiento de la penicilina.

Los antibióticos empezaron a ser utilizados intensamente por todas las personas que podían tener acceso a ellos, en ocasiones de modo excesivo y con gran frecuencia para intentar tratar enfermedades que no eran producidas por bacterias, en particular las afecciones respiratorias como las gripes, alergias y brotes de asma.

Esa utilización era, sin que nadie lo viera en el momento, una forma de provocar que las bacterias se adaptaran. Un cambio en el medio se convierte en lo que los biólogos evolutivos llaman una “presión de selección”, que favorece la reproducción de los individuos naturalmente más resistentes o mejor adaptados al cambio.

Cuando el medio se mantiene estable, las poblaciones adaptadas a él pueden vivir durante generaciones sin sufrir cambios de consideración. Cada individuo tiene, por su herencia o por la mutación de sus genes, predisposición a adaptarse mejor a distintas circunstancias. Pero si el medio no convierte esa predisposición en un beneficio para el individuo, éste no tendrá ventajar para sobrevivir. Es cuando cambia el medio que los organismos evolucionan... o desaparecen.

Así, lo que ha ocurrido es, ni más ni menos, un proceso de selección genética como el que hemos utilizado para crear, a partir de ancestros salvajes, a animales y cultivos domésticos como los cerdos, las ovejas, el trigo, el tomate, los caballos, las reses y los perros. Nosotros impusimos una regla de presión arbitraria (por ejemplo, hacemos que las vacas que dan más y mejor leche se reproduzcan y le negamos esa posibilidad a las malas productoras) y conseguimos animales especializados para sobrevivir y reproducirse en función de esas reglas: más leche, más carne, más huevos, más lana, más granos de mayor tamaño y más nutritivos, mejor sabor o compañía y lealtad.

Cuando el factor causante de la presión de selección también puede evolucionar, se establece lo que los biólogos llaman una “carrera armamentista”, una competencia donde el objetivo es mantenerse un paso por delante del adversario. El mejor ejemplo de esta carrera armamentista es la añeja competencia entre la gacela y el guepardo.

El guepardo ejerce presión para que sobrevivan mejor las gacelas más rápidas. Por ello mismo, las gacelas cada vez más rápidas ejercen presión para que el guepardo más veloz tenga mejores posibilidades de alimentarse que sus congéneres menos ágiles. Incesantemente tenemos gacelas y guepardos más rápidos, conviviendo en un delicado equilibrio.

Es lo que nos ha pasado con los organismos infecciosos.

Las primeras sustancias antibióticas como la penicilina, arrasaban las poblaciones de bacterias con enorme eficiencia, como siempre que un ejército cuenta con un arma revolucionaria. Pero al paso del tiempo, las bacterias que se salvaron y reprodujeron fueron siendo cada vez más y más resistentes a esas primeras sustancias. Uno de los patógenos más comunes, el estafilococo dorado, uno de los principales agentes de las infecciones hospitalarias tan temidas, fue el primero en el que se detectó la resistencia, apenas cuatro años después de empezar a utilizarse la penicilina.

La resistencia de los organismos patógenos nos presionó para producir antibióticos más potentes y eficaces. El estafilococo dorado ha sido atacado sucesivamente con distintas generaciones de antibióticos: meticilina, tetraciclina, eritromicina y, en la década de 1990, oxazolidinonas. En 2003 se encontraron las primeras cepas de estafilococo dorado resistentes a estos últimos antibióticos, y la carrera sigue.

Enfermedades que ya parecían erradicadas, como la tuberculosis, resurgen ahora fortalecidas con resistencia a diversos antibióticos. Las neumonías causadas por estreptococos, la salmonelosis y otras enfermedades nos exigen creatividad cada vez mayor para superar su resistencia a las armas que hemos creado contra sus causantes y salvar a sus víctimas.

Es imposible detener esta carrera entre nosotros y los microorganismos que nos enferman. Sólo podemos disminuir su vertiginoso ritmo. La recomendación continua de los médicos de llevar a su término los tratamientos con antibióticos (para eliminar a todos los agentes patógenos posibles) y de no tomar antibióticos sin necesidad (para no crear en nuestro sano organismo cepas resistentes de patógenos que viven en nosotros sin atacarnos) son las únicas formas que tenemos de aliviar las exigencias sobre los laboratorios donde se crean los antibióticos que salvarán vidas mañana.

Creacionismo y bacterias

Curiosamente, la resistencia inducida en los patógenos por la presión selectiva que imponen los antibióticos es una prueba más de las muchísimas existentes de que la evolución no sólo existe, sino que se comporta según lo descubrió Darwin hace 200 años. Por eso, dice el chiste, nadie es creacionista al usar antibióticos, pues sabe que las bacterias han evolucionado y lo recomendable es usar los antibióticos nuevos, no los antiguos.