Ácaro común del polvo, Dermatophagoides pteronyssinus.(foto D.P. gobierno de los EE.UU., vía Wikimedia Commons) |
El piojo, la pulga, las infestaciones por hongos y, por supuesto, las abundantísimas infecciones ocasionadas por bacterias, protozoarios e incluso virus conforman una enorme proporción de las enfermedades que pueden afectarnos. Pero hay otros muchos seres que viven en nosotros y de los que habitualmente no estamos conscientes. Quizá, en gran medida, porque la sola idea de albergar diversos seres vivos es difícil de tolerar para muchas personas.
Afortunadamente, es imposible deshacernos de la enorme cantidad de seres vivos que viven en nosotros y sobre nosotros. Han sido siempre parte de nuestra vida y la de nuestros antepasados, y muchas de las especies que nos habitan no sólo no nos causan daños, sino que tienen una relación mutualista con nosotros, realizando tareas benéficas y con frecuencia fundamentales para nuestra vida.
Y si pretendemos tener una mayor cosciencia ecológica, es oportuno asumir también que nosotros, nuestro cuerpo, somos un entorno ecológico, con nichos de gran diversidad que atraen a habitantes igualmente variados y que nos acompañan desde el momento del nacimiento en nuestra piel, en nuestro tracto respiratorio y en el tracto digestivo. Son parte de lo que somos.
Los seres vivos más conocidos que viven en nosotros, y que nos parecen los menos amenazantes, son las numerosas bacterias y otros microorganismos que conforman nuestra “flora intestinal”, esencial para la vida aunque, si sale del entorno donde nos resulta útil, se pueden volver patógenas. En casos de ruptura de nuestros órganos, por ejemplo, esas mismas bacterias causan la infección de la cavidad abdominal llamada peritonitis.
Los participantes más conocidos de la flora intestinal, debido a la publicidad a veces exagerada de ciertos productos, son los del genus Bifidobacterium, unas bacterias que viven sin necesidad de oxígeno y que ayudan a la digestión, colaboran con el sistema inmunitario y fermentan ciertos carbohidratos. Estas bacterias conviven en nuestro tracto intestinal (y en la vagina), con los lactobacilos, que convierten la lactosa y otras azúcares en ácido láctico, provocando en su entorno niveles de acidez que impiden la proliferación de otras bacterias dañinas.
Nuestro intestino es hogar de otros lactobacilos, así como de bacterias del genus Streptococcus. Aunque solemos identificar a estas últimas, los estreptococos, como patógenos causantes de enfermedades como la neumonía, la meningitis, las caries y la fiebre reumática, hay variedades inocuas que viven en nuestra boca, piel, intestinos y tracto respiratorio superior. Algunas especies, por cierto, son indispensables para la producción del queso emmentaler.
Es en el intestino grueso donde encontramos una verdadera selva rica en vida formada por bacterias de más de 700 especies en números elevadísimos. Estos seres hacen de nuestro intestino grueso un enorme recipiente de fermentación donde digieren ciertos componentes de los que no se puede hacer cargo nuestra digestión, como la fibra alimenticia, que convierten en ácidos grasos que sí puede absorber el intestino y producen parte de las vitaminas que necesitamos, como la K y la B12 y producen algunos anticuerpos.
Si el intestino grueso es el Amazonas, nuestra boca es un océano vibrante lleno de vida. Se calcula que en cada mililitro de saliva se pueden encontrar hasta mil millones de bacterias diversas, parte de un ecosistema altamente complejo de más de 800 especies de bacterias, algunas de las cuales viven sólo en ciertas zonas de nuestra boca, como la superficie de los dientes o entre ellos, donde hay poco oxígeno (formando la placa dental que puede conducir a la caries).
Y queda además la compleja orografía de nuestra piel, con bacterias que buscan lugares húmedos y oscuros, como los sobacos, las ingles y los pies con zapatos, sobreviviendo y reproduciéndose alegremente, sin siquiera enterarse de que provocan olores que los seres humanos hallamos ofensivos y contra los cuales se han montado industrias enteras, como las de los desodorantes, así como prácticas higiénicas.
Los ácaros
Los ácaros son parientes de las garrapatas y ambos pertenecen a la clase Arachnida, que comparten con todas las arañas y escorpiones. De hecho, los ácaros son uno de los grupos más exitosos de invertebrados, ocupando numerosos hábitats aprovechando su arma fundamental: su tamaño microscópico. A la fecha, se han identificado más de 48.000 especies de ácaros, algunos de los cuales son parásitos de plantas, animales y hongos, mientras que hotros son unos bien conocidos comensales de nuestras casas: los ácaros del polvo.
Los ácaros del polvo viven en nuestros muebles y se alimentan principalmente de las escamas de piel que vamos dejando caer todos los días y que forman buena parte del polvo doméstico. Generalmente inofensivos, los ácaros del polvo sin embargo pueden provocar en algunas personas reacciones alérgicas que pueden ser graves.
Pero hay otras dos especies de ácaros que viven no sólo con nosotros, sino en nosotros, especialmente en nuestros rostros. Uno es Demodex folliculorum, que vive, como su nombre lo indica, en los folículos pilosos de las pestañas, cejas y pelos de la nariz de la gran mayoría de las personas. Este ácaro, del que se han llegado a observar hasta 25 en un solo folículo piloso, se alimenta de piel, hormonas y el sebo que produce nuestra piel. El otro habitante arácnido más común de nuestro rostro es Demodex brevis, pariente del anterior, que vive preferentemente en las glándulas sebáceas.
Al mirarnos la cara al espejo estamos viendo un mundo de vida, aunque sea microscópica, un universo apasionante de ácaros, hongos, virus y bacterias que, en lugar de provocarnos rechazo o asco, deberían servir como un constante recordatorio de la enorme capacidad de la vida de manifestarse y florecer donde quiera que haya un nicho habitable. En el complejo engranaje del equilibrio ecológico, no somos simples individuos, participamos como ecosistemas.
Antibióticos en nuestro ecosistemaEl uso de antibióticos de “amplio espectro” (lo que quiere decir que son capaces de atacar a bacterias de muchas distintas variedades) puede disminuir nuestra flora intestinal, provocando diarrea, con el consecuente peligro de la deshidratación, y permitiendo que se reproduzcan otras bacterias patógenas resistentes a los antibióticos, que pueden provocar enfermedades más difíciles de tratar. Una forma de evitar estos riesgos, o minimizarlos, radica en no utilizar antibióticos innecesariamente, en siempre llevar hasta su fin previsto cualquier tratamiento con antibióticos y consumir probióticos (siempre bajo recomendación del médico) junto con el tratamiento. |