Imagen del cerebro con las amígdalas señaladas en rojo (CC de Life Science Databases (LSDB), vía Wikimedia Commons |
Estos cuerpos son parte esencial del sistema límbico, un complejo circuito neuronal que controla el comportamiento emocional y los impulsos que nos mueven a hacer las cosas, y tienen numerosas y complejas conexiones con el resto del sistema límbico, el hipotálamo, el tallo cerebral, la corteza cererbral y otras estructuras de nuestro sistema nervioso central.
Las amígdalas, formadas por varios núcleos, son responsables, entre otras cosas, de nuestra capacidad de sentir miedo. Una lesión en estos pequeños cuerpos y podríamos pasar sin miedo entre una manada de leones hambrientos. El miedo es un viejo compañero desagradable que nos mantiene vivos, como el dolor.
El cerebro está formado por capas que la evolución ha ido añadiendo, con las más antiguas debajo y las más modernas encima, como si fueran los estratos geológicos de la Tierra. Las estructuras más antiguas tienen alrededor de 500 millones de años, y corresponden a nuestro tallo cerebral y cerebelo. Después aparecieron las estructuras conocidas como ganglios basales, que se ocupan del control motor y las emociones, entre ellas todo el sistema límbico, incluidas las amígdalas. Finalmente, la estructura más reciente es la corteza cerebral, que en el caso de los seres humanos es la principal responsable de interpretar la información de los sentidos, realizar asociaciones y desarrollar el pensamiento creativo y racional.
La antigüedad evolutiva de las amígdalas se explica precisamente por su función en la descodificación y el control de las respuestas autonómicas (es decir, no voluntarias) asociadas al miedo, la excitación sexual y la estimulación emocional en general. Dado que un sistema de alarma así es fundamental para sobrevivir, había una real presión de selección para su desarrollo. Una de las principales funciones de la amígdala es que recordemos situaciones que nos puedan haber dañado y las evitemos en el futuro.
En 1888, Sanger Brown y Edward Albert Shäfer publicaron sus estudios. Habían extirpado quirúrgicamente partes del cerebro de monos rhesus y observado los cambios en la conducta de los animales. Su trabajo fue retomado en la década de 1930 por Heinrich Klüver y Paul Bucy, y sucesivos investigadores que pudieron determinar que al extirparse la amígdala a los monos con los que trabajaban, éstos dejaban de mostrar temor, entre otras alteraciones conocidas precisamente como Síndrome de Klüver-Bucy.
Por otra parte, si las amígdalas se estimulan eléctricamente, evocan el comportamiento de miedo y ansiedad tanto en humanos como animales, un comportamiento que es, en realidad, una compleja colección de respuestas: aumento en la tensión arterial, liberación de hormonas relacionadas con el estrés, gritos u otros ruidos e incluso la congelación o inmovilización total, lo que llamamos en lenguaje coloquial quedar “paralizados por el miedo”.
Con el tiempo se ha demostrado que estas pequeñísimas estructuras participan en una asombrosa variedad de actividades de nuestro cerebro, recibiendo información, procesándola y enviando impulsos a distintas zonas del cerebro para la liberación de neurotransmisores y hormonas que influyen en nuestras emociones. Por ejemplo, la noradrenalina, hormona que prepara al cuerpo para pelear o huir, aumentando la frecuencia cardiaca, liberando glucosa para atender las necesidades de los músculos, y aumentando el flujo de sangre a los mismos y el cerebro (retirándolo de otras zonas, lo que explica por qué palidecemos cuando tenemos miedo), entre otros efectos.
Si la amígdala es esencial en el aprendizaje motivado por el miedo, como cuando aprendemos a no meter la mano en el fuego por temor a repetir una experiencia dolorosa, se ha determinado que los pequeños núcleos de las amígdalas también juegan un papel en el aprendizaje que se consigue con estímulos positivos, como los alimentos, el sexo o las drogas.
La amígdala es como un centro complejísimo, y diminuto, de procesamiento de emociones que controla la memoria no sólo dentro de sus estructuras, sino a nivel de todo el cerebro, generando recuerdos, ordenando almacenarlos y echando mano de ellos para evaluar situaciones en las que nos podamos encontrar.
Esto tiene implicaciones importantes para quienes padecen de estrés excesivo, ansiedad, depresión, ataques de pánico y otros trastornos en los cuales la amígdala se comporta (o es llevada a comportarse) de modo extremo. Conocer estas estructuras y su funcionamiento guarda una gran promesa para manejar mejor, ya sea por medio de fármacos, psicoterapia u otro tipo de intervención, alteraciones emocionales y de conducta que muchas veces son socialmente incapacitantes para muchas personas.
Lo que sabemos de este centro esencial de nuestras emociones es, sin embargo, aún muy poco y muy impreciso. Como ejemplo, se ha determinado que el tamaño de la amígdala está correlacionado con nuestras redes sociales, mientras más grande sea nuestra amígdala, mayor será el número de amigos y conocidos que tengamos. Aún si esto es cierto, quedaría por saber si una amígdala grande nos hace más amistosos, o las relaciones sociales provocan que crezca la amígdala… o bien, como muchas veces pasa en ciencia, que haya un tercer elemento que afecte ambos temas o bien, incluso, que la correlación sea una simple coincidencia irrelevante.
Algo que sí sabemos es que no tenemos que ser esclavos de nuestros miedos y ansiedades. Tanto la experiencia de las personas controlando su miedo como las complejas conexiones anatómicas de la amígdala nos recuerdan que tenemos estructuras mentales que complementan, y pueden dirigir, al sistema autonómico del que la amígdala es parte importante. El miedo es útil como sistema de alarma, pero es también controlable.
La mujer sin miedoA fines de 2010 se conoció el caso de una mujer estudiada en Estados Unidos que es normal en inteligencia, memoria y lenguaje, y puede experimentar todas las emociones … salvo el miedo. Recuerda haber sentido miedo cuando en su adolescencia la acorraló un perro, pero nunca después de que una enfermedad, la proteinosis lipoide, destruyó sus amígdalas. Una noche, en un parque, se acercó sin más a un sujeto de amenazante aspecto, que la amenazó con un cuchillo. La misma falta de temor que la metió en el problema al parecer sirvió para que su atacante la dejara ir inquieto por su reacción. Pero a la noche siguiente, volvió a cruzar el parque sin ninguna preocupación ni miedo. |