Reconstrucción de Tyrannosaurus Rex en el Museo del Jurásico de Asturias (foto © Mauricio-José Schwarz) |
Ya sean minúsculas bacterias, insectos de duro exoesqueleto, grandes árboles o enormes animales, sus componentes se someten a reciclaje prácticamente desde el momento mismo de su muerte. La naturaleza no desperdicia nada y, al paso del tiempo, todos se degradan, incluso los más fuertes o sólidos, como huesos, dientes o caparazones.
Sin embargo, nuestro conocimiento de la vida depende de los rastros que se conservan de los seres que vivieron en el pasado remoto. Esos restos son los fósiles, evidencias físicas que nos cuentan cómo fue la vida y cómo evolucionó para llegar hasta donde estamos hoy.
En general, cuando hablamos de fósiles pensamos en objetos hechos de piedra: huesos, impresiones de partes blandas de plantas y animales o, incluso, pisadas y hasta excrementos. Pero también son fósiles los seres que han quedado atrapados en el hielo, como los mamuts congelados durante la última glaciación; en resinas, como los insectos que podemos encontrar en el ámbar, o en turberas y pozos de alquitrán o parafina. Y también restos desecados como momias.
Para utilizar los fósiles en el proceso de reconstrucción de la vida en el pasado, primero debían reconocerse como restos de seres vivos, algo que no es tan trivial como parece. Para algunos como el filósofo Jenófanes del siglo VI antes de la Era Común, eran clara evidencia de seres vivos, al grado de que propuso que los fósiles marinos hallados en tierra eran evidencia de que esa área en el pasado había estado cubierta por agua, hipótesis que hoy sabemos certera.
Sin embargo, más de dos mil años después, en 1677, el naturalista inglés Robert Plot publicaba un libro que seguía sosteniendo otra hipótesis, popular a lo largo de toda la historia, según la cual la tierra tenía la propiedad de generar en su interior cosas con las mismas formas que tenía en su superficie. Así, describió rocas que se asemejaban a flores, ojos, orejas y cerebros humanos. Esto casaba además con la idea de la “generación espontánea” de Aristóteles, que creía que los fósiles eran ejemplos incompletos de las “semillas de la vida” que la tierra generaba espontáneamente.
En general, sin embargo, los distintos pueblos que encontraban restos fósiles les dieron explicaciones míticas relacionándolos con animales como el grifo, los dragones y las quimeras, o bien los explicaban como razas de gigantes (animales o humanos) que habrían vivido antes de algún desastre cósmico como los fines de las eras entre los aztecas o el diluvio universal en el cristianismo europeo. E incluso, como cuenta el paleontólogo José Luis Sanz, en la zona de Cameros las huellas fósiles de manos y pies de dinosaurios se interpretaron durante mucho tiempo como pertenecientes al caballo del apóstol Santiago.
No fue sino hasta principios del siglo XIX cuando tres naturalistas ingleses Willliam Buckland, Gideon Algernon Mandell y Richard Owen, y uno francés, Georges Cuvier, empezaron el estudio sistemático, ordenado y científico de los fósiles, descubriendo en el proceso la existencia de numerosos animales prehistóricos, entre ellos un grupo de reptiles antiquísimos y, muchos de ellos, enormes: los dinosaurios. Empezaron así a reunir datos que señalaban que la Tierra era un planeta mucho más antiguo de lo que jamás habíamos creído hasta entonces, y que la vida antes de nosotros había sido tremendamente compleja y muy distinta de la que narraba la Biblia.
¿Podemos hacer un fósil?
La fosilización más conocida es aquélla en la que los huesos y dientes de los animales o los tejidos de las plantas se ven sustituidos por minerales diversos, reproduciendo la forma y tamaño que tuvieron, pero no su peso, color o composición química. Este proceso debe ocurrir en una zona donde los restos se vean recubiertos bastante rápidamente por sedimentos, por ejemplo, hundiéndose en el lecho de un cuerpo de agua.
Los restos en esas condiciones pueden sufrir varios procesos. En uno, llamado permineralización, los sedimentos a su alrededor se endurecen formando roca sedimentaria y crean un molde de los huesos y, en ocasiones de los tejidos blandos, mismos que finalmente se descomponen. Este molde externo es en sí un fósil. Pero en algunos casos, las corrientes de agua pueden depositar minerales en el “molde” hasta reproducir un vaciado de la materia original. En otra, el hueso puede verse reemplazado gradualmente con otros minerales, preservando además del aspecto externo gran parte de la estructura interna de huesos, caparazones y dientes.
Hay otras formas de fosilización, entre ellas la recristalización de las sustancias de los restos, la adpresión con la que se preservan impresiones (como las huellas de dinosaurios o los pocos ejemplos de moldes de piel, alas y plumas), y un proceso mediante el cual los huesos de un organismo rodean y conservan a otro, o al menos su impresión.
La fosilización puede ocurrir en unos pocos años o desarrollarse a lo largo de prolongados períodos. Además, para que los paleontólogos puedan hallar estos fósiles, los estratos sobre ellos deben erosionarse para que afloren nuevamente. En ese tiempo pueden ocurrir numerosos percances que destruyan los restos, como terremotos o erupciones volcánicas.
Es por ello que la fosilización es un fenómeno muy infrecuente. Aunque existen microfósiles que nos ayudan a contar la historia de la vida en nuestro planeta desde hace unos 4 mil millones de años, suelen fosilizarse principalmente seres con conchas o caparazones, seres muy extendidos geográficamente y los que vivieron durante mucho tiempo antes de extinguirse. Esas tres características aumentan la probabilidad de fosilización.
Por ello mismo, el registro fósil, es decir, la colección de todos los fósiles que conocemos, es una imagen incompleta de la historia de la vida. Nos faltan restos de un número indeterminable de especies de cuerpo totalmente blando, o que sólo vivían en pequeñas zonas geográficas, o que no existieron durante mucho tiempo, ya sea por extinguirse o porque evolucionaron hacia otras formas.
Los seres que faltanLos paleontólogos apenas han explorado una mínima parte de la superficie de nuestro planeta y menos aún de sus profundidades. Aún si hay pocos fósiles, también sabemos que apenas hemos descubierto una fracción minúscula de las especies que nos precedieron en estos miles de millones de años. Si hemos clasificado más de 520 géneros de dinosaurios (cada uno con varias especies), los expertos calculan, conservadoramente, que pudo haber casi dos mil géneros distintos. Y si hablamos de seres más abundantes y variados, como los insectos, el cálculo es aún más difícil y enorme. Por más que aprendamos siempre queda mucho, muchísimo más por saber. |