Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Médicos en el frente

El médico canadiense internacionalista
Norman Bethune operando en 1937.
(Foto D.P. Library and Archives
Canada, vía Wikimedia Commons)
La medicina de campaña siempre es una práctica al límite, donde la emergencia es permanente y el médico se ve continuamente enfrentado a decisiones no sólo referentes a sus conocimientos profesionales, sino en cuanto a lo que debe sustituir, de lo que debe prescindir o lo que debe improvisar para atender a sus pacientes. Y es también, por eso, contradictoria y a veces cruelmente, espacio de innovación nacida al calor de lo inmediato del dolor y la angustia.

Pero el paciente al que el médico de campaña atiende debería ser un soldado que ha decidido ir a combate sabiendo que puede ser herido en el campo de batalla. La Guerra Civil Española, sin embargo, según Nicholas Coni, del Real Colegio de Médicos de Gran Bretaña, no sólo provocó probablemente el medio millón de vidas perdidas, sino que bien puede haber sido la primera en la que murieron más civiles que combatientes. Los médicos de campaña, pues, se vieron en la necesidad de atender civiles y no sólo a los combatientes.

Si la línea entre combatiente y población civil se volvió imprecisa, también se desdibujó la frontera entre médicos militares y civiles, nos cuenta Coni, y con frecuencia los combatientes eran evacuados a hospitales civiles tras las líneas para ser atendidos. Pero había también médicos civiles que se enrolaban voluntarios en uno u otro bando. Los que entraban en la sanidad militar republicana, se militarizaban con el grado de alférez médico y se les impartían principios de sanidad militar.

Si bien los médicos militares apoyaron mayoritariamente a los alzados, en general los médicos civiles consiguieron escapar a las represalias tan comunes en esta sanguinaria guerra, pues ambos bandos necesitaban, siempre, más médicos. Esto hace especialmente llamativo que los oficiales médicos alemanes que llegaron en apoyo a los golpistas no atendieran a heridos españoles, sino únicamente a combatientes alemanes que luchaban del lado de los insurrectos.

Entre los médicos destacados del conflicto está Josep Trueta i Raspall, que ya era un innovador en la traumatología cuando, como jefe de servicio del Hospital General de Barcelona, enfrentó la avalancha de bajas causadas por cuatro días de bombardeos a cargo de la fuerza aérea de Mussolini y que dejaron más de 2.500 muertos en la ciudad condal. Allí, puso en práctica una aproximación a la atención de fracturas para evitar la gangrena gaseosa que incluía la eliminación de todo el tejido muerto, dañado o contaminado (llamada “desbridamiento”), la limpieza de la herida y el uso de un escayolado para inmovilizar la fractura hasta que soldara, que había sido usado anteriormente sin mucho éxito.

El resultado de este enfoque fue asombroso. De 1073 pacientes, sólo seis fallecieron y 976 consiguieron conservar sus miembros funcionales. Sería una revolución en la práctica ortopédica que se difundiría a través de varios libros de Trueta, el primero de los cuales se publicó ese mismo 1938 en Barcelona: ‘El tratamiento de las fracturas de guerra’.

En el terreno de la anestesia, Joaquín Cortés Laíño cuenta, en su libro ‘Historia de la anestesia en España, 1847-1940’ cómo el procedimiento y productos de la anestesia cambiaron tanto “que en casi nada se parecía a los que los cirujanos estaban acostumbrados en su práctica civil”. La anestesia local era la de elección para operaciones en cabeza, pecho y extremidades, dejando la general, de aplicación más compleja, para cirugías de abdomen. Lo que no había era anestesistas, y el delicado trabajo era realizado por practicantes, estudiantes y enfermeras con poca formación especializada en el área.

El conflicto generó también el primer servicio organizado de ambulancias aéreas, siendo la primera un avión adaptado en los talleres del Palmar, Murcia, con dos camillas que se utilizaban para evacuación urgente de heridos. Junto a este nuevo concepto sobrevivían, a ambos lados de la línea de combate, las ambulancias de mulas que llevaban a ambos lados, como alfojas, dos camillas para movilizar heridos por terrenos escarpados.

La República contaba además con médicos voluntarios internacionalistas, como el canadiense Norman Bethune, que para serlo dejó su puesto de Jefe de Servicio del Hospital Sacré-Coeur de Montreal. Como parte de su labor, propuso y organizó en Madrid lo que se convertiría en la primera unidad médica móvil del mundo, dedicada a la transfusión de sangre. En esta misma especialidad, Federico Durán Jordá estableció métodos de recolección y análisis de sangre para transfusiones, logrando evitar en muchos casos que se utilizara para las transfusiones sangre contaminada con malaria, sífilis o tuberculosis.

En el terreno de las transfusiones también destacó el médico británico Reginald Saxton, quien estableció un laboratorio móvil para identificar los tipos sanguíneos de donantes y receptores, el cual llevaría a un legendario hospital instalado en las cuevas del Ebro durante la batalla.

Aunque la penicilina había sido descubierta en 1928 por Alexander Fleming, su utilización clínica no empezaría sino hasta la década de 1940 animada por la Segunda Guerra Mundial. Pero los médicos españoles tenían al menos los primeros medicamentos antibióticos, las sulfonamidas que se habían empezado a comercializar en 1932 en Alemania.

Finalmente, la guerra civil fue el primer conflicto en el que se utilizó ampliamente la vacuna antitetánica para evitar que las heridas de guerra derivaran en muertes por infección de tétanos. Esta vacuna había sido desarrollada en 1924 por P. Descombey en Francia y aún estaba en fase experimental. Pero en la guerra muchas veces es necesario ser audaz porque los resultados de la inacción pueden ser mucho más graves que los de muchas acciones.