Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Que invente Unamuno

Miguel de Unamuno en 1930. (Foto D.P.
anónima vía Wikimedia Commons)
Todo el pensamiento de Unamuno respecto de la ciencia, el progreso y el conocimiento se ha resumido en una sola frase tomada de su vasta obra: “¡Que inventen ellos!”

La frase así, por sí misma, se puede interpretar de varias formas.

“Me da pereza inventar, que inventen ellos.”

“Carezco de los medios necesarios para inventar, que inventen ellos.”

“No creo en los beneficios de la invención, que inventen ellos.”

“Yo cumplo mi función en el mundo, y no es la de inventar, que inventen ellos.”

Estos ejemplos bastan para ver que sin un contexto mayor, la frase en sí misma no significa demasiado. Y quizás por eso ha sido utilizada y citada en apoyo de afirmaciones incluso contradictorias.

La primera pregunta que habría que responder para determinar cuál es el sentido que probablemente Unamuno quiso darle a su frase es la que nos sugiere precisamente la diversidad de interpretaciones que tiene: ¿era Unamuno enemigo de la ciencia y la técnica?

Curiosamente, la respuesta depende del momento al que hagamos referencia, acudiendo a la definición del contemporáneo y frecuente adversario de Unamuno, Ortega y Gasset, “yo soy yo y mi circunstancia”, Unamuno fue distinto en distintas circunstancias.

Antes de 1897, Unamuno era radicalmente favorable a la ciencia. Según cuenta Josep Eladi Baños en su ensayo de 2007 “Cien años de ¡Que inventen ellos!”, hasta entonces el filósofo era un positivista, un convencido de que la ciencia lo podía todo, tenía todas las respuesta, físicas y metafísicas, que el hombre pudiera plantear, sin pensar en que hay preguntas que según como se formulen son simplemente imposibles de responder. La profunda crisis religiosa que sufrió Unamuno en 1897 y que lo llevó a abandonar también a su partido, el PSOE, transformó su visión y se fue orientando progresivamente más hacia la espiritualidad como fuente de respuestas. A partir de 1897, Unamuno fue cada vez más anticientífico, pero más como postura filosófica que le permitía cimentar su visión mística que como un rechazo en la práctica a los avances que la ciencia iba ofreciendo a la sociedad y que le resultaban fascinantes.

La segunda pregunta es precisamente cuál es el contexto en el que escribió la frase y qué implicaba en su visión general de la realidad. Aquí hay también dos respuestas. La primera vez que aparece la frase es en su ensayo “El pórtico del templo” de 1906, y se produce en una conversación entre dos amigos, Román y Sabino, en los que se puede ver el espíritu del debate ciencia-religión que mantuvieron Ortega y Gasset y Unamuno, Ortega del lado de la razón y Unamuno de la mística. Román defiende que el español inventa “otras cosas” aunque no sean tan evidentemente útiles como las de la ciencia.

ROMÁN – ¡Ah! ¿Y quién te dice que no hemos inventado otras cosas?
SABINO – ¡Cosas inútiles!
ROMÁN – Y ¿quién es juez de su utilidad? Desengáñate: cuando no nos ponemos a inventar cosas de esas, es que no sentimos la necesidad de ellas.
SABINO – Pero así que otros las inventan, las tomamos de ellos, nos las apropiamos y de ellas nos servimos; ¡eso sí!
ROMÁN – Inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó.
Unamuno parecía estar tomando la posición de la última de las interpretaciones sugeridas: los españoles tienen una función literaria, espiritual, filosófica, y ésa es su aportación a la división del trabajo entre los seres humanos, así que la invención científica les queda a “ellos” sin renunciar a la posibilidad de beneficiarnos de ella, como ellos se beneficiarían del trabajo artístico y espiritual español.

La impresión que deja es que encuentra necesario el rechazo filosófico de la ciencia aunque no lo lleve a la práctica, como si fuera un requisito de su espiritualidad tardíamente descubierta. Pero al mismo tiempo es un enamorado del progreso en muchas otras facetas.

En su obra magna de 1912, El sentimiento trágico de la vida, Unamuno retomaría la frase para responder a quien se escandalizaba por ella. Y se reafirmaba: “Expresión paradójica a que no renuncio” para luego explicarse: “ ¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué, si tenemos algún espíritu? ¿Y se sabe si el que tenemos es o no compatible con ese otro?” Y continuaba “Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos aprovecharemos; nosotros, a lo nuestro”.

En otra ocasión, Unamuno insistiría “Es inútil darle vueltas, nuestro don es ante todo un don literario, y todo aquí, incluso la filosofía, se convierte en literatura.”
Su separación de su postura filosófica originaria comenzó con un rechazo a lo que entiende como “cientificismo” (“fe ciega en la ciencia”) al que separa de la “verdadera ciencia” en su ensayo llamado precisamente “Cientificismo” de 1902 cuando dice: “el cientificismo es la fe, no de los hombres de ciencia, sino de esa burguesía intelectual, ensoberbecida y envidiosa” a la cual acusa de no entender la ciencia pero al mismo tiempo de no poder negar “los efectos del ferrocarril, del telégrafo, del teléfono, del fonógrafo, de las ciencias aplicadas en general” que mencionaría después.

Y esto parecía darle cierta tranquilidad. No era necesario resolver ese problema porque como español lo suyo no era la ciencia. Y además, si la ciencia combatía la fe, un hombre de fe debía combatir a la ciencia.

Pero al paso del tiempo, parece irse radicalizando hasta declararse enemigo de la ciencia. Da la impresión de que su desilusión porque la ciencia no puede responder a preguntas trascendentes lo lleva a concluir que debe rechazarla, hasta que llega a escribirle a su amigo Pedro Jiménez Ilundain: “Yo no le oculto que hago votos por la derrota de la técnica y hasta de la ciencia”.

El problema de Unamuno es un conflicto que aún no se resuelve. Tal vez quien ha dado la mejor explicación al respecto fue su amigo Enrique de Areilza, en carta también a Jiménez Ilundain. Según Areilza, como la ciencia no le ha traído a Unamuno gloria ni tranquilidad de espíritu, “la odia a muerte; la odia tanto o más cuanto la tiene dentro; es la espina dolorosa que mortifica su fe, pero de la cual no podrá desprenderse porque constituye el fondo de su gran saber y su valía”.

Si tal es la explicación correcta a la relación de Unamuno con la ciencia, es también reflejo del conflicto que muchos siguen teniendo. No, ciertamente, los científicos españoles para quienes el “¡que inventen ellos!” es parte de una circunstancia pasada que, por fortuna, ha cambiado.